El jueves pasado, inspirado –o envidioso, todo hay que decirlo- del primo Pato, con su reunión de Búfalos Mojados, se me ocurrió la idea de ir a la playa –una ignota playa más allá de Juan López, por todo el día, con algunos compañeros de trabajo…
Hacía muchos años, desde la última vez que se me ocurrió un desatino semejante, y creo que no hice una buena evaluación antes de aceptar la tibia invitación que me hicieron. Tibia, lógicamente, porque tengo casi por norma no asistir a este tipo de actividades “extracurriculares”, debido a la severa diferencia de opinión que tenemos respecto a cuál es el límite de cervezas que debería tomarse un asistente a estos encuentros, considerando que se realizan fuera de la ciudad, y hay que regresar manejando.
Finalmente, esta vez acepté, con el compromiso de que al regreso manejaría yo…
Como todo buen compromiso asumido por exponentes del género masculino, la reunión en el “punto de encuentro” para la partida –que se realizó en el supermercado llamado -justamente- punto de encuentro, no se distinguió por el cumplimiento horario, precisamente. Con una hora de retraso, y en una camioneta aromatizada con los fuertes efluvios de los choros, machas y almejas que llevábamos como provisiones, comenzamos el viaje. No legamos muy lejos con la pequeña caravana (3 camionetas), ya que a nuestro conductor se le ocurrió que no llevaba suficientes cigarrillos, por lo que nos adentramos en una de esas nuevas poblaciones que hay en la salida norte de la ciudad, buscando un comercio ad-hoc (nótese que veníamos de un gran supermercado, ampliamente surtido en estos aspectos), mientras los demás seguían su camino. Es increíble que pueda haber tantos fumadores en esta ciudad, considerando que no hay manera de encontrar quien te venda cigarrillos a las 10 de la mañana en un barrio de las afueras (acomodado, por los demás). Después de darnos innumeras vueltas, y ya con visos de desesperación por parte de los fumadores presentes -propios más bien de un caminante sediento en medio del desierto, que de un tipo que lleva media cajetilla en el bolsillo- encontramos un negocio que: ¡oh! Estaba abierto a esa hora de un día de semana y doble ¡oh! (para mis acompañantes) vendía cigarrillos de esa manera tan inusual hoy en día… por cajetillas de 20.
Con un ligero “aceleramiento” –una vez pasado el control policial, obviamente- nos dirigimos a Juan López, lugar donde debíamos reunirnos nuevamente con los demás, porque (no soy tan tonto) el baqueano que conocía el camino iba con nosotros. Una vez allá, y luego de las debidas reconvenciones por la demora –pródigamente matizadas de esas palabritas tan propias de nuestra gente- tomamos un camino bastante regular hacia el sur. Era una vía recta hasta el horizonte, pero nuestro conductor (el ya mencionado único conocedor de nuestro destino) iba a una velocidad moderada, tan moderada que los demás nos adelantaron y, entre una nube de polvo, se alejaron hacia el horizonte. Los pasajeros de nuestro móvil cruzamos algunas miradas, como preguntándonos a qué se debería tanta mesura en nuestro compañero (que no se destaca por eso), cuando –con una mordaz sonrisa- viró hacia la izquierda por una casi invisible huella y nos preguntó, como si al acaso: ¿y esos h… dónde irán?. Mirarnos y reírnos fue una sola cosa. Avanzamos sólo unos cientos de metros más, y nos acomodamos a observar el momento en que los otros se dieran cuenta de que el único que conocía nuestro destino ya no estaba tras ellos…
Debido a la distancia, lo único que pudimos ver fue el tierral que se levantó con los frenazos que dieron, para luego de unos minutos verlos devolverse –si cabe- con más prisa que antes. Reímos a gusto, pero se nos borró hasta la sonrisa al ver por dónde había que bajar con los vehículos hacia la playa…
Ante la poco atractiva alternativa de dejar las camionetas allí y caminar un kilómetro –o algo más- con las cosas a cuestas, cerramos los ojos y emprendimos el camino de bajada por en medio de una quebrada del ancho exacto del vehículo, sin dejar de pensar, ni por un momento, en lo que estábamos dejando atrás, y en cómo íbamos a subir por ahí al regreso…
Finalmente, llegamos a la susodicha playa, fiel exponente de nuestras playas nortinas, y aún más fiel del entorno de Juan López, es decir, 90% de rocas, 1% de basura de visitantes anteriores y 9% de arena…
Según la planificación realizada por los gestores de esta iniciativa, la tabla de mareas indicaba que la bajamar se extendería desde las 10 y hasta las mismas 4 de la tarde, cosa que –a esa hora, faltando poco para las 11- se hacía evidente. Un cierto oleaje había, pero yo –que gozo de cierta reputación de sabedor de muchas cosas, me aventuré a decir que sólo eran resabios del cambio de marea, y que a las 11 ya estaría como una taza de leche…
Descargamos las cosas, de las cuales la cerveza fue la primera y la que contó con mayoría de solícitas manos, y armamos campamento al lado de los restos de una fogata e algunos visitantes previos. Ahora, decir que “armamos campamento” no es sino un eufemismo, porque ¡válgame Dios!, ¿tan inútiles e imprevisores somos los hombres? A mí fue al único que se le ocurrió llevar un quitasol (reconozco que mi esposa me lo sugirió, pero juro que yo ya había pensado hacerlo) y sólo 2 llevamos bloqueador solar… que compartimos con otros 3 interesados. Los demás se confiaron en el nublado, e incluso uno se mofó abiertamente de mí por haber llevado quitasol. “Armalo”, me decía, que está muy fuerte el sol… y yo –tostado pero no quemado- lo armé calladamente… .Sirvió, por el momento, para poner debajo todos los perecibles: tomates, limones, mayonesas, pebres y demases, amén de los coleman con cervecitas frías y los pack anexos que no cabían dentro.
Provistos de sendos short y zapatillas, chopes, lienzas, y cuchillos mariscadores en mano, se dispusieron a irse a los roqueríos, a buscar con qué aumentar las vituallas (ésa era gran parte de la diversión programada para el día), y entonces se dieron cuenta de que nadie llevó en qué reunir los Piures y mariscos recolectados… los “yo te dije que trajéramos” y los “yo iba a traer” no condujeron a nada, así es que uno más despierto –con resabios de scout- se dedicó a recorrer la playa hasta que encontró unas botellas de bebidas vacías, las que cortó y convirtió en una suerte de vasijas. Nada muy higiénico por cierto, pero eso era sólo el comienzo…
Todo mundo a las rocas, el único que no se mojaba era yo, que muy en el papel de corresponsal del blog de nuestro turno, sólo me dediqué a tomar fotografías. Lo simpático del asunto, si se le puede llamar así, es que lo poco que se recolectó fue a costa de bastante riesgo, porque el fuerte oleaje nunca se aquietó, y la “taza de leche” pronosticada lo parecía, pero cuando ésta está hirviendo… Claro, el bien planificado estudio de la tabla de mareas no consideró que ésta no incluye los vientos, y por ende, el fuerte oleaje como el había ese día…
Llegada la hora de preparar la comida, llegó también la hora de ver porqué Dios, en su infinita sabiduría, creó a ese ser tan bien organizado, la mujer… Válgame Cristo, que manera de hacer las cosas a medias… para prender el carbón, hubo que sacrificar el periódico del día, aún no completamente leído, porque nadie pensó en eso… los dos ex scout presentes tuvimos que arreglárnoslas para encenderlo, a como diera lugar…
Para que decir nada del momento de picar el tomate… “pícalo tú”, “ah, y porque no lo hacís voh, h…” , “y en qué, si no hay fuentes”… al fin alguien descubrió que su señora le hechó un bol, y se desocupó otro que traía limones, y en eso se picó el tomate… a duras penas, porque ningún miserable sabía hacerlo. Yo sólo los pelé, y otro cometió el tomaticidio, porque a mí me quedó la labor de picar la cebolla. La de cuadritos, para el Piure con cebolla y limón, era fácil, pero la de pluma… al fin, tuve que optar por lo único que se podía hacer… la tabla más limpia que se pudo encontrar a orilla de playa, y cerrar los ojos nomás… (otra metáfora, ya que no se puede picar cebolla de pluma con los ojos cerrados)… y como bol: una bolsa plástica.
Para terminar, porque esto se hizo demasiado largo, sólo diré que no hubo manera de sacar de debajo del quitasol al individuo que tanto se burló de él… y terminó –con la caña viva y quemado como pan tostado (no usó bloqueador)- dándome las gracias por haberlo llevado.
Sólo diré que, si alguna vez vuelvo a ir a un paseíto de estos, en vez de llevar una pequeña mochila escolar con mis cosas, tendré que llevar la otra, con todo lo necesario para suplir la inutilidad de estos tipos que, de tan imprevisores, consideran que el máximo descubrimiento del hombre es la botella de cerveza con tapa desenroscable…
Nunca olvidaré a un tipo que –hace años atrás- ,y estando asimismo en una playa, le quebró el gollete a una botella para tomársela, porque no había llevado abridor…
Lo único bueno: los mariscos “al disco”…
Receta: Tómese un disco de metal, póngaselo a las brasas con 2 docenas de choros para “curarlo”, cómanse los choros así asados hasta desocupar el disco, agréguense mariscos en abundancia (en este caso se usó choros, machas, almejas, locos, lapas y piure), añádase tomate picado y cebolla de pluma en abundancia, córtese en rodajas una docena de chorizos y agréguese, y finalmente, báñese en vino blanco según el tamaño del disco (en este caso, 2 ladrillos, de mediana calidad).
Déjese cocinar hasta que los mariscos se abran y cómase sin quitar el disco del fuego, hasta que se seque el caldo o hasta que se lo hayan tomado todo (que es lo que suele ocurrir primero).