5 de agosto de 2018

Los libros no morirán



“Nadie acabará con los libros”, es como han titulado la versión en castellano de un libro reciente escrito por Jean-Claude Carrière y Umberto Eco. Este último expresa: “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor. El libro ha superado la prueba del tiempo…. Quizá evolucionen sus componentes, quizás sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es”.

La relación amorosa que tenemos con los libros es diferente para unos y otros de modo que, generalmente, nos admiramos de lo que hacen los demás. Algunos levantan una ceja ante quienes leen únicamente en aparatos electrónicos y tratan de enseñar cuánto es que ellos disfrutan oliendo el papel mientras leen. Al parecer, olvidando que los libros no siempre fueron de papel, sino también de piedra, madera, marfil, bambú, arcilla, hueso, piel, cerámica, hojas de palma y otros elementos…

Hay “actualizaciones” del objeto libro que estamos viviendo hoy. Jóvenes amantes de la literatura están fabricándolos en cartón, papel o tela y los venden muy baratos facilitando la lectura a quienes no pueden pagar en una librería. También existen los libros “pirateados”, que violan algunas leyes, lo que muchos escritores no lamentan (aunque no lo confiesen), porque su mayor interés y satisfacción es saber que su obra está siendo leída y disfrutada.

Hay quienes claman al cielo que la gente ha dejado de leer. Creencia errónea. Lo que ocurre es que hay nuevas formas. Tal vez se lean libros con menos hojas, letras más grandes, temas livianos o basados en las series. He visto a numerosos jóvenes y no tan jóvenes que leen en su teléfono y dondequiera: la micro, una cola, mientras comen o al fondo de la sala cuando están en clase.

No sabemos, quienes vamos de salida, lo que ocurrirá en el futuro. Pero creer que el libro, tenga la forma que tenga, va a desaparecer, es como decir que la raza humana va a dejar de existir.

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2 de agosto de 2018

Por poco...

Hay gente a la que dan ganas de ponerlas en el tajo, definitivamente.



Estaba en la farmacia, la del barrio, como la mejor del centro, pero había escasez de dependientes, por lo que la gente que esperaba su turno no era poca. Y le tocó a una señora que, hay que decirlo, sobrevive todavía sólo por la gracia de dios, ya que varios de los aquí estamos la hubiésemos despachado -con tantísimo gusto y escaso remordimiento- de haberse quedado un minuto más.

No faltará quien diga que estoy exagerando, eso es seguro, pero ello se debe, obviamente, a que no estaban aquí en el momento de los hechos.

Atendían la farmacia la más experimentada de sus dependientas (dicho así para no caer en la grosería de mencionar su edad),  y la menos idónea de sus farmacéuticas (dicho así para no incurrir en denostación), hechos ambos que, sumados por efectos del destino, venían a resultar en una atención azás lenta.

Pero volvamos a la susodicha, sujeto y  objeto de esta historia.

Ya que le tocó el turno, desplegó su receta y una larga explicación, que poco venía al caso, pues si compras con receta no importa quién sea el enfermo, ni cuál la enfermedad, no pueden venderte sino lo que en la receta dice, por lo que explotarse sobre el tema no sólo es inútil, sino una falta de consideración para con el rebaño que, pacientemente, rumia la mala suerte de haberse topado con tal considerada dama.
Y he aquí que, luego del largo conciliábulo, la transacción comercial parece estar lista para concretarse, pues la dependienta anuncia -no sin un tono de satisfacción en la voz-  que la suma asciende a los treinta y un mil seiscientos cuarenta pesos. Y cuando se dibuja ya una esperanzada sonrisa en nuestros rostros, la clienta (bienaventurada clienta) anuncia a su vez, sin ni el más mínimo temblor en la voz, que no le alcanza el dinero. Y llama entonces por teléfono a una secuaz -que no cabe llamarla de otra manera- para que le lleve lo restante. Afortunadamente estaba no demasiado lejos, de manera que aparece antes de que ninguno haya alcanzado a morir de desesperanza. Y, previa conversación, decide dividir la compra entre lo que indica la receta y un miserable Geniol, cuyo valor no alcanza los mil quinientos pesos, según la ley del redondeo. Y por esa mísera suma, por la que pedirá reembolso (sí, como se oye), obliga a la -no entiendo cómo- imperturbable dependienta a anular la venta y hacerla de nuevo. Lo hace. Cobra, recibe el dinero, entrega la boleta y el nutrido número de papeles que suelen entregar en las farmacias, y suspira aliviada al ver por fin concluida la condenada venta.
Pero, ¡no!, que no sale de la caja. ¿Qué hace? Revisa la boleta, ve el precio del antibiótico, y volviéndose, pregunta: ¿Qué no hay una opción más barata? Lo sorpresivo de la interrogante pilla mal parada a la dependienta, y la hace decir «tendría que revisarlo», frase que será inmediatamente respondida con un perentorio ¡revíselo!.
Y he aquí que, revisado, hay una opción más barata y un genérico bastante más barato, por lo que la susodicha, sin importar que su compra finalizó, y que  habemos una docena de impacientes pacientes esperando por su turno, exige anular la compra y hacerla de nuevo. Todo de nuevo, a excepción del Geniol, que ya quisiéramos todos (lo veo en sus caras) que fuese cianuro.
Anular venta, realizar venta, devolver la diferencia, toma los papeles, el dinero, se empieza a alejar, mira el billete de diez mil, ¡se devuelve! ¡válganos Cristo, se devuelve! y le dice a la ahora atónita dependienta: ¿déme los diez en sencillo?.

Caos total, todos quedamos paralizados. La dependienta, como si fuese una zombi, como si le hubiesen quitado, robado, sustraído la voluntad, mira el billete, mira a la mujer, mira la caja que aún tiene abierta y va a contestar que sí, vemos formarse el sí en sus labios, pero no llega a a decirlo, porque -¡al fin, por fin!- la farmacéutica recuerda que ella tiene el poder sobre la dependienta, y le dice, sin alzar la voz, casi soterradamente, «dile que nó». Y la dependienta, actuando bajo el influjo de años de obediencia, cierra la caja de golpe y dice: «no tengo».

La mujer la mira, estupefacta, por unos segundos, para luego volverse y salir, con sus remedios, su billete y su secuaz, refunfuñando en protesta por la mala atención.

Y con eso, pareció disiparse el lóbrego y ominoso ambiente que nos rodeaba, se desfruncieron los ceños y los criminales pensamientos que nos embargaban hasta un momento atrás, se disolvieron en el éter.

Se libró por poco, en serio, por poco.

3 de julio de 2018

El espíritu de Tronjolly


El espíritu de Tronjolly
(Rafael Sabatini)

              El encuentro de Tronjolly con el señor de Saint André tuvo lugar en el patio de la Posada del Bouc, en la ciudad de Estrasburgo, en el momento mismo en que ambos habían ido a subir a la diligencia que estaba presta a partir para París. Estuvo señalado por muestras de cortesía que inició Saint André. Su porte de hombre elegante, el encanto de su movimiento al echarse atrás e invitar al otro con la mano a que le precediese y tuviese la preferencia en la elección de su asiento en el vehículo, movieron el alma burguesa de Tronjolly a hacer también gala de sus mejores modales.  No es que Tronjolly fuese un patán. Era un joven amable y de buen carácter; de gestos más bien desmañados, no hay que negarlo, pero con el buen humor, la franqueza y la bondad, pintados en el rostro. Si un poco torpe en cuanto a sus maneras y un poco lento en cuanto a esas cortesías que en el mundo elegante son tan naturales como el aire que uno respira, era sencillamente porque el mundo elegante no era su mundo. Era hijo de un rico comerciante de Estrasburgo, y había sido criado en una atmósfera burguesa que sólo descuidaba aquellas cosas que no producían efectos en la contabilidad. Para Tronjolly padre el escritorio era el mundo; ganar dinero era vivir. Sabía muy poco de ningún otro género de existencia, y ese poco que sabía lo despreciaba. En estas religiosas convicciones (pues para él se trataba de una especie de religión) había educado a su hijo mayor. Y si su hijo mayor era ahora despachado a París para que allí se casara con una dama a la que nunca había visto, no debe suponer el lector que hubiese en el fondo del asunto nada tan poco provechoso como una aventura romántica. Todo este negocio había sido decidido, discutidos los términos y cargados los gastos, por correspondencia, como cualquiera otro asunto registrado en el libro mayor; y nuestro amable y algo tosco amiguito estaba ahora viajando para casarse con una heredera cuya elección se había estudiado con todo detalle.
            El hostelero se apartó de los caballos, el postillón ejecutó su tocata en el cuerno, hizo restallar el látigo y con gritos de «¡Atención! ¡Atención!», salió del patio y comenzó el viaje.
         Tronjolly se permitió pasear una mirada de admiración por toda la airosa figura de su compañero de viaje, que ocupaba el asiento lateral. Y, por la pura fuerza de la costumbre, hizo un inventario mental de las prendas que éste usaba y de su valor. Había el sombrero adornado con encajes, la capa forrada de pieles, de paño verde botella, en la que nuestro caballero envolvía su largo y bien proporcionado cuerpo para protegerlo del aire fresco y vivo de aquel brillante día de otoño, las altas botas negras de fino cuero, la joya que centelleaba entre los níveos frunces del cuello, los costosos encajes que caían sobre sus manos enguantadas, y la pequeña espada con su puño de plata adornado con perlas. Tronjolly quedó profundamente impresionado por el importe del total que arrojaban sus cálculos, en los que recordaba no haber incluido al aliñado servidor que, sentado detrás, cuidaba del abundante equipaje del caballero.
            Extraño contraste el que formaban aquellos dos viajeros: Tronjolly, que había aprendido el arte de hacer dinero, y Saint André, que sólo conocía el arte de gastarlo; Tronjolly, para quien era la vida dura y ansiosa, y Saint André, que la miraba más o menos como una broma, una aventura que disfrutar. Casi de la misma edad y estatura, y aun con alguna semejanza en sus rasgos fisonómicos, diferían en su estructura corporal como un galgo y un mastín. Saint André llevaba su cabello propio cuidadosamente peinado y recogido atrás en una coleta por largas cintas negras de moaré; Tronjolly llevaba una abultada peluca de tipo anticuado.
            Al volver la cabeza y advertir la atención con que su compañero estaba examinándole, Saint André le dijo con voz agradablemente moderada:
            —¿Vais muy lejos, caballero?
            Por un momento, Tronjolly se quedó confuso, y, poniéndose encarnado, balbuceó que se dirigía a París.
            El rostro del señor de Saint André se iluminó al modo de una halagüeña indicación de que le agradaba la noticia.
            —En este caso, caballero —dijo—, vamos, a ser compañeros de viaje durante todo el trayecto.
            Oídas aquellas palabras, Tronjolly guardó un silencio que se prolongó hasta el momento de darse cuenta de que la cortesía le obligaba a declararse encantado. Después de hacerlo así, preguntó tímidamente:
            —¿Acaso conocéis… acaso conocéis París, caballero?
            —¿Si lo conozco? —Y Saint André levantó su finas cejas y se echó a reír—. Como mi propio bolsillo. Durante tres años estudié en la Sorbona, y lo que un estudiante de la Sorbona no sabe de París, amigo mío…
            Encogió los hombros y volvió a reírse sin terminar la frase.
            De este modo comenzó una relación que debía mejorar rápidamente durante los seis días aburridos de aquel viaje.
            Hallándose fuera de su casa por primera vez en su vida, Tronjolly estaba un poco azorado y lleno de añoranza e incomodidad. Pronto se dio cuenta de que carecía de la necesaria soltura para entenderse con hosteleros, camareros, postillones, cajeros, propietarios y demás personas de quienes tiene que valerse el viajero.
            Tenía un miedo terrible de ser estafado y otro, apenas menor, de ponerse en ridículo.
            Por otra parte, en contestación a sus vehementes preguntas, Saint André le contó cosas relativas a la vida en París que aumentaron considerablemente su natural timidez y le llenaron de terror a la sola idea de encontrarse solo en un océano tal de insidias y maldades. Y aun empezó a temer al señor Coupri, el padre de la heredera que iba a tomar por esposa. Sin duda que el señor Coupri y toda la familia le recibirían bien. Pero lo cierto era que no los conocía ni ellos le conocían a él, y, tratándose de París, cualquiera persona desconocida empezaba a tomar para Tronjolly proporciones formidables y aterradoras.
            Ahora bien: no está en la naturaleza de un Tronjolly soportar semejante carga cuando la confesión a un compañero amable y rico en sabiduría mundana había de aligerársela, a lo menos, en parte. De aquí vinieron las confidencias, indecisas y balbuceadas al principio; francas y completas a invitación de su experto amigo.
            Tronjolly distrajo al señor de Saint André con una información exacta sobre sus relaciones con la familia Coupri, sobre el matrimonio que había sido dispuesto entre él mismo y la señorita Coupri, y sobre el cuantioso dote de la dama.
            —Caballero —dijo Saint André—, si la belleza de la señorita está a la altura de este dote, sois un hombre singularmente afortunado.
            —En cuanto a esto —observó Tronjolly encanutando los labios y alzando un hombro—, debe uno correr sus riesgos. Me aseguran que es juiciosa, está sana y no carece de encantos. Pero cuando el punto principal es tan extremadamente satisfactorio, no debe uno hacerse demasiadas ilusiones en cuanto a los detalles. Como le he dicho, un hombre debe correr sus riesgos.
            —Y vos podéis correrlos con buen ánimo —dijo el hombre de mundo, riendo—. El matrimonio es una lotería; como alguien ha dicho, y vos tenéis la fortuna de saber que, en lo esencial, salís premiado.
            —¿No estáis casado, por casualidad, caballero?
            —¿Yo? —contestó Saint André, siempre riendo—. Amigo mío; yo soy un hijo menor con un patrimonio demasiado flojo para dar satisfacción a mis extraordinarios hábitos de prodigalidad. Y soy, además, difícil de contentar… lo que es una locura en un hombre pobre. Mi familia se había propuesto casarme con una mujer que parece una gárgola… una gárgola con fuerte baño de oro, es verdad, con un título y tierras, y una lista de ingresos más larga que un pleito. Pero ¿qué queréis?, rehusé el honor fundándome en que, como no tengo los medios para construir una catedral, no sabría qué hacer con la gárgola. Mi padre, que no aprecia el humorismo, consideró ofensiva la contestación. La gente es así. Ahora estoy más o menos en desgracia, y me voy a París a olvidarlo y a tomarme unas vacaciones lejos de mi padre. En sus mejores días no es hombre encantador, pero cuando se ofende es inaguantable.
            Una confidencia es una invitación a hacer otra confidencia. Tronjolly le habló a Saint André de su propio padre y de su familia en general, lo que aumentó rápidamente la intimidad entre los dos jóvenes.
            Llegaron a París a la caída de la tarde del sexto día de viaje. La diligencia se detuvo en La Mano de Oro, en la esquina de la Rue de la Verriére, y si Tronjolly se aturdió un poco ante el bullicio que reinaba en el patio de aquella notable hostería, quedó mucho más impresionado y casi asustado oyendo a Bercy (el criado del señor de Saint André) dictar órdenes para su alojamiento, en un tono tan arrogante que muy pronto hubo en La Mano de Oro tanta prisa y confusión como si el recién llegado fuese un príncipe de la sangre.
            Fue puesta a su disposición una serie de piezas finamente decoradas y amuebladas, y en seguida cenaron en una sala azul y oro del primer piso, llena de esplendores como nunca los había visto Tronjolly. Bajo las instrucciones del experto Bercy, fueron servidos por un equipo, de criados exquisitos. La cena fue para Tronjolly una serie de increíbles sensaciones, una sucesión de descubrimientos acerca de las maravillas que podían ser obtenidas de la carne y del pescado ordinarios; todo ello regado con un burdeos añejo, suave, aterciopelado, que derramaba por el paladar insospechados perfumes, con lo que Tronjolly quedó convencido de que no había probado el verdadero vino hasta aquel momento.
            Viniendo de Estrasburgo, conocía muy bien esa pasta epicúrea que se confecciona con higadillo de ganso enfermo. Pero eran precisos París y el cocinero de La Mano del Oro para mostrarle a qué usos no imaginados podía aplicarse. Por una fatalidad, había un plato de codornices deshuesadas (insondable misterio) y bien rellenas de aquella sabrosa pasta. Tronjolly, ya glotón por naturaleza, comió no menos de seis de esas codornices rellenas y, en consecuencia, se puso enfermo por la noche. Después de retorcerse de dolor por un rato en su magnífico lecho de baldaquino, gritó y tocó la campanilla en demanda de asistencia.
            Poco más tarde fue despertado el señor de Saint André por el hostelero, acompañado de un médico que, con gesto siniestro, le comunicó que Tronjolly se hallaba gravemente enfermo y le preguntó si no estaba emparentado con él.
            —Nada de esto, caballero —le contestó Saint André.
            —Pero sois, por lo menos, su amigo…
            —Podéis llamarme así. Hemos sido compañeros de viaje desde Estrasburgo.
            —¿Tendrá parientes en París? —fue la pregunta siguiente.
            —A juzgar por lo que me ha contado de sí mismo, no tiene ninguno.
            El doctor, contrariado, hizo sonar la lengua.
            —Su amigo, caballero, se halla en muy grave estado. Sufre una forma de inflamación gástrica que no suele perdonar. Si sus parientes se encontrasen cerca, yo os aconsejaría que los llamaseis.
            Saint André, horrorizado, se sentó en la cama.
            —¿Queréis decir que su vida está en peligro?
            —Haré lo que pueda —contestó él médico, extendiendo las manos—. Pero dudo de que llegue a la mañana.
            Los hechos iban a confirmar este pronóstico. Tronjolly se pasó la noche delirando. En un momento de lucidez, hacia el amanecer, encontró a Saint André en bata, a su cabecera y se dio cuenta en parte de su apurada situación.
            —Estoy muy enfermo, ¿no es verdad? —preguntó.
            —Ciertamente, estáis enfermo, amigo mío.
            Tronjolly reflexionó y dijo:
            —Me esperan mañana, el señor Coupri y la señorita. Si no me encontrase en estado de ir allí, ¿me haríais el favor de enviarles aviso?
            —Se lo comunicaré yo mismo —prometió Saint André.
            El desgraciado muchacho murió pocas horas más tarde, y el señor de Saint André, profundamente turbado por el suceso y movido por su natural bondad, ocupó la mayor parte de la mañana en tomar las necesarias disposiciones para el entierro. Hecho esto, recordó que la familia Coupri debía de estar esperando al novio, y decidió dejar cumplida inmediatamente su sombría misión. Mandó llamar un carruaje y salió vestido como estaba, en traje de viajero y con la capa verde botella.
            El carruaje repiqueteó sobre el Pont-au-Change y se internó por un laberinto de callejuelas para salir a la más espaciosa Rue du Foin. Siguió luego a lo largo de una elevada pared que cerraba un jardín y acabó por detenerse ante el imponente edificio al que el jardín pertenecía.
            El señor de Saint André se apeó y dio un golpe seco sobre la verde puerta con el puño de oro de su bastón. La puerta se abrió casi instantáneamente y apareció en ella una sirvienta de rostro agradable y sonriente y ojos casi devoradores, que se quedó esperando a que hablase nuestro guapo caballero.
            —¿Creo que vive aquí el señor Coupri? —dijo Saint André.
            —Sí, señor —contestó la muchacha, casi sin aliento.
            —¿Se le puede ver? Acabo de llegar de Estrasburgo Y…
            Pero no fue más lejos. La mención de Estrasburgo era evidentemente todo lo que esperaba la muchacha. Con un gorjeo de risa, se volvió y echó a correr hacia la casa llamando
            —¡Señor! ¡Señor Coupri! Ha llegado. ¡Aquí está!
            —¡Pst! ¡Pst! ¡Mi buena moza! —llamó a su vez Saint André muy molesto.
            Pero excitada como lo estaba, o no le oyó o no quiso atenderle. Y entonces se abrió una puerta de par en par y salió por ella un hombre pequeño y macizo, que tenía una cara rosada y con expresión de buen humor, y unos ojillos que pestañeaban. La afabilidad parecía fluir por todos sus poros.
            Antes de que Saint André pudiera pronunciar una palabra de protesta, el hombrecillo se había echado violentamente sobre él, y después de abrazarle y besarle en ambas mejillas, se lo llevó a viva fuerza a través del umbral, ahogándole en un océano de verbosidad.
            —Pero vamos adentro, vamos adentro. Cuando el carruaje se ha detenido, yo he apostado a que eras tú. Ya lo ves, era la hora y yo sabía que el hijo del viejo Tronjolly sería tan puntual como su padre. Bienvenido a mi casa, hijo mío. Las damas están esperando para recibirte y Genoveva se muere de impaciencia por verte. ¿Has tenido un buen viaje? Hay una distancia enorme de Estrasburgo a París, y siendo éste el objeto del viaje, debe de haberte parecido larguísimo. ¡La impaciencia de la juventud!
            —¡Ah, pero un momento, caballero! —exclamó Saint André, deshaciéndose de aquellos fuertes brazos—. No he…
            —Claro, claro… el carruaje —dijo el señor Coupri—. Pero Marieta cuidará de esto. Págalo, Marieta —le encargó a la sonriente muchacha—, y dale seis sueldos de propina. La generosidad es la norma en un día como éste, ¿eh? No nos casamos todos los días, ¿verdad, Jorge?
            —Caballero —dijo Saint André con gravedad—. Hay una cosa muy importante…
            —¡Claro que la hay! —exclamó Coupri, estallando de risa—. Las damas están esperando verte. No debemos obligarlas a esperar demasiado. Esto no sería muy galante.
            Abrió por completo la puerta del saloncito, a mano derecha, y puso al elegante señor de Saint André ante los ojos de una docena de personas que, reunidas allí, estaban aguardando aquel momento.
            Hubo un instante de silencio contemplativo, causado por la personalidad del señor de Saint André, su bella figura, su fina indumentaria y su aire del gran mundo, cosas todas, que dejaron a la familia Coupri impresionada de modo muy distinto del esperado. Luego, una dama de alguna edad, pero aun atractiva, a la que Coupri presentó con el nombre de tía Juana, se adelantó, echó los brazos alrededor del cuello de Saint André, le estrechó contra su seno y le besó resonantemente. Según nuestras conjeturas, aquél fue el momento en que el espíritu de la picardía le insinuó a Saint André que aceptase el papel que el destino y la familia Coupri, le estaban imponiendo. Cediendo a esta secreta insinuación, se abandonó temerariamente a la aventura, sin pensar en nada más que la inmediata diversión que le ofrecía. Mansamente se dejó abrazar y besar por cada uno de los burgueses presentes, y descubrió que una o dos de las burguesas le dejaban bien recompensado por la molestia. Todos le llamaban Jorge (un nombre que a él le parecía detestable) y le dieron una efusiva bienvenida, con una excepción. Era ésta un joven vestido con la casaca roja de los oficiales de la Guardia Suiza, que se daba importancia a causa de su rango militar en aquel cuerpo tan notoriamente plebeyo y que se mantenía enfurruñado, a cierta distancia del señor de Saint André.
            Turbada, y con franqueza burguesa, la familia hizo sus comentarios acerca de la elegancia de la ropa, de la figura y de las maneras de Saint André; de cómo se lo habían imaginado y de cuán agradablemente sorprendidos estaban de lo que veían.
            Y Saint André no sintió inquietud alguna hasta el momento en que se hizo mención de un retrato.
            —¿Sabes —dijo Coupri—, que te encuentro muy poco parecido a tu retrato? Había esperado verte más grueso y colorado. Y el cabello, además. En el retrato eras enteramente rubio.
            —Yo era antes más grueso y colorado —dijo Saint André—. Y el cabello se ha oscurecido también. Pero ya lo veis, he estado enfermo y me he quedado así de cambiado.
            —¿Enfermo? —exclamó el coro, con gran interés, acercándose más y con los ojos enternecidos—. ¿Enfermo?
            —¡Oh! Pero esto ya ha pasado. Aunque, por supuesto, la fatiga del viaje y… y… la natural impaciencia que me consumía…
            Este galante balbuceo fue acogido con risas emocionadas. Y entonces se oyó la voz de tía Juana.
            —Pero ven aquí, Genoveva; ven aquí, querida mía, a saludar a tu novio. ¿No oyes lo que está diciendo?
            De un rincón de la estancia, al que había huido como un pájaro asustado, la tía Juana trajo a la novia, que se resistía temblorosa. Recién salida de un convento, envuelta en su pureza e inocencia, blanca y adorable como un capullo de rosa, veló con sus largas pestañas el temor que había aparecido en sus ojos azules al hallarse ante nuestro caballero. Saint André la miró un momento con sorpresa; luego, recobrando su aplomo, se inclinó con la gracia experta del cortesano. Genoveva saludó a su vez, y se puso al lado de su tía en busca de abrigo y protección.
            Al reanudarse la conversación, el joven oficial de la Guardia Suiza, que había estado observando el encuentro de los prometidos con mirada amenazadora, le pidió a Coupri que le presentase al novio. Así lo hizo Coupri, diciendo que el oficial era un primo de la familia y los dejó juntos.
            El oficial miró al novio de arriba abajo con expresión de frío desagrado.
            —Vuestras maneras, caballero —dijo—, son lo que podía esperarse de un tendero de Estrasburgo.
            Sorprendido de momento, Saint André se rehizo en el acto y replicó con su sonrisa más amable:
            —Lo mismo que las vuestras, caballero, son las que uno podría esperar de un vaquero suizo.
            Y ahora fue el oficial quien se sorprendió. No había contado con una réplica tan pronta y tan hábil. Se estiró, hizo chocar con ruido los talones y dijo:
            —Me llamo Stoffel. El teniente Stoffel.
            —Ingrato nombre —observó Saint André—, pero no hay duda de que lo merecéis.
            Los ojos del soldado se contrajeron. Sus delgados labios formaron una sonrisa ominosa.
            —Veo que nos entendemos el uno al otro —dijo sin levantar la voz—. Y me complace ver que lleváis una espada.
            —La compré barata, de segunda mano, en una tienda de Estrasburgo —dijo Saint André en tono de excusa, advirtiendo que iba a divertirse más de lo que había previsto—. Creo que no hace mal efecto. ¿No os parece lo mismo?
            —¿Sabéis usarla? —gruñó el suizo.
            —Podríais vos enseñarme —se aventuró a decir Saint André.
            Stoffel se acercó más y habló rápidamente:
            —En el jardín, entonces, a las cinco.
            Y se hubiera apartado de allí, pero Saint André le cogió por la manga de la casaca roja, diciendo:
            —Un momento, teniente. ¿Sería impertinencia preguntaros la naturaleza de vuestra riña conmigo?
            El matamoros hizo un gesto de desprecio.
            —Vuestra llegada es inoportuna. Estáis de más. Eso es todo. Era imprudente dejar Estrasburgo.
            Y tía Juana los interrumpió trayendo de nuevo a la tímida Genoveva y seguida de Coupri y del tío Gregorio. Sobrevino un silencio descortés y Stoffel se alejó.
            —Dejemos a estos niños para que se conozcan mejor —dijo el sonriente tío Gregorio, frotándose unas manos regordetas.
            —¡Dejarlos! —repitió tía Juana, con acento de inconmensurable horror.
            Pues su concepto de la corrección estaba por encima del nivel del de su hermano.
            —¡Bah! —dijo Coupri, barriendo de golpe todas las objeciones—. Comemos dentro de un cuarto de hora, Jorge. Genoveva te hará compañía hasta entonces. Venid, amigos míos.
            Y todos se retiraron, siendo el último Stoffel, que salió llevando muy alta su empolvada cabeza. Al quedarse sola con su futuro esposo, Genoveva se sentó de pronto, sin atreverse a mirarle, Saint André perdió algo de su aplomo. Le quedaba bastante decencia para empezar a arrepentirse de haber aceptado la aventura. Hubo un silencio embarazoso, que la señorita rompió valerosamente.
            —¿Habéis tenido un buen viaje, caballero? —dijo, hablando como un autómata.
            —Un… un viaje impaciente, señorita —respondió él con igual automatismo.
            Ella se sonrojó y golpeó el suelo con el pie. Al parecer había un espíritu tras de su actitud de simplicidad conventual.
            —Creo que esto ya lo habéis dicho antes.
            —Un hombre sincero se encuentra obligado a repetirse —dijo Saint André—. Sed paciente con mi falta de ingenio. Perdonadla en honor de mi sinceridad.
            —¡Sinceridad! —repitió ella, con una mirada de fastidio—. ¿Vos sois sincero? ¿Es ser sincero dar a entender que estabais impaciente por llegar para casaros con una muchacha a la que no habíais visto nunca?
            Por primera vez en su desvergonzada vida, Saint André se encontró sin saber cómo contestar airosamente.
            —Hay… hay algo como intuición, señorita —explicó débilmente.
            —Sí, señor. Y naturalmente, en vuestro caso había más que esto: había un conocimiento exacto. Del importe de mi dote, quiero decir. Ésta es la explicación de vuestra impaciencia. No había pensado en ello.
            Él comprendió que la muchacha estaba irritada y que sacaba insospechadas fuerzas de su irritación. Vaciló por un momento; luego, el instinto le indujo a caer sobre una rodilla a su lado e intentar cogerle la mano, para tener tiempo de preparar un discurso verosímil. Pero la mano fue retirada bruscamente.
            —Todavía no soy vuestra esposa —le recordó ella—. La operación no está aún terminada. La entrega de la mercancía no tiene lugar hasta esta tarde.
            Sus amorosas palabras perecieron sin haber nacido. En su lugar, hizo la protesta:
            —Señorita, sois muy cruel.
            —Ni cruel ni amable. No soy nada. Únicamente una mercancía que vuestro padre y el mío han negociado entre ellos.
            Él se levantó con torpeza, limpiándose la rodilla. En verdad la aventura no seguía un curso agradable.
            —¿Es… es imposible que nos amemos el uno al otro? —le preguntó.
            Y más tarde confesó que, en aquel momento, había sido casi sincero, puesto que esta delicada niña, con su insospechado espíritu, le perturbó de un modo extraordinario.
            —¡Completamente imposible! —dijo ella contrayendo sus rojos labios.
            Saint André suspiró, y continuó con voz en la que vibraba un sentimiento de melancolía
            —Imposible que vos me améis a mí… esto puedo entenderlo. Pero que yo os ame a vos… ¡Oh, señorita Coupri! ¡Os imploro un poco de compasión! Yo podría serviros todos los días de mi vida, con gozo y felicidad crecientes en el servicio.
            Al parecer, estas tiernas palabras no dejaron de producir efecto. El fuego de sus ojos se amortiguó, y su mirada casi volvió a ser tímida. Viéndole en pie, ante ella, con la cabeza baja en actitud melancólica, es posible que, por primera vez, observase que era una hermosa cabeza.
            —¡Ay, caballero, venís demasiado tarde para el amor!
            —¡Demasiado tarde! —repitió él, y comprendió en seguida—. ¡Stoffel!
            Las mejillas de ella se encendieron.
            —Stoffel —admitió—. Nos amamos el uno al otro. Os digo esto porque creo que, después de todo, me agradáis. No sois tan rústico como lo había imaginado.
            —Comprendo, señorita —contestó, con un dejo de amargura—, que no puedo entrar en liza contra un mercenario suizo.
            —Os prevengo, caballero, que Stoffel me ha jurado que este contrato de matrimonio no llegará a firmarse.
            Saint André descubrió que esto le contrariaba extraordinariamente. Pero antes de tener tiempo de estallar, había venido Coupri a llamarles al comedor.
            En la mesa, permaneció Saint André malhumorado y silencioso por algún rato. Herido en su vanidad, profundamente comprometido y con la perspectiva de batirse en duelo con un Rodomonte suizo que había jurado matarle, no le faltaban razones para estar pensativo, y empezó a preguntarse cómo hubiera salido del paso, en tan inesperadas circunstancias, ese Tronjolly cuyo lugar ocupaba, y si, en realidad, no debía envidiar al comerciante de Estrasburgo tan tranquilo como se hallaba ahora en su ataúd.
            No obstante, cuando el vino empezó a producir sus efectos, dejando en libertad a su voluble naturaleza, no tardó en recobrar su animación acostumbrada. Cuanto más hablaba y mejor brillaba su chispeante ingenio, más hosco se ponía Stoffel y más fiera era la expresión con que éste le miraba por encima de la mesa. Genoveva observaba y escuchaba con asombro y creciente admiración. Saint André empezó a sentirse contento de sí mismo. Después de todo, la aventura no iba tan mal. Pensó luego que, sin embargo, era ya hora de ponerle fin. Iba acercándose rápidamente el momento de la firma del contrato.
            Observando que la concurrencia empezaba a aletargarse a fuerza de beber, Saint André anunció su intención de salir al jardín por algunos momentos, para tomar el aire. Coupri mostró mucho interés en acompañarle, pero el joven protestó de que deseaba estar solo a fin de recogerse y prepararse para la próxima visita del notario.
            A la mitad de su camino se dio cuenta de que alguien le seguía. Mirando por encima del hombro, vislumbró una casaca roja y, maldiciendo a su perseguidor, aligeró el paso en dirección a la puerta de la pared que daba acceso a la calle y a su propia seguridad. La encontró cerrada y faltaba la llave. Reprimiendo un juramento, dio media vuelta y se encontró frente al apresurado Stoffel.
            —Creo que olvidáis nuestra cita —dijo el suizo, con una sonrisa terrible.
            —Al contrario, la estaba recordando —contestó Saint André.
            —Realmente así debiera haberlo supuesto, sabiendo que los de vuestra clase son valientes como conejos.
            Saint André se sintió dispuesto a enfadarse un paco.
            —Y porque sabéis esto os mostráis con ellos valiente como un león.
            —¿Cómo es eso?
            —Os lo explicaré. Vos tenéis la práctica en el uso de las armas y os aprovecháis de esto para intimidar e imponer vuestra voluntad a un inofensivo conejo de burgués al que suponéis apenas capaz de distinguir el puño de la punta de una espada.
            Stoffel, tieso como un maestro de armas, se puso varias veces rojo y pálido.
            —Yo no os fuerzo a batiros, señor mío —dijo—. Podéis retiraos si así lo deseáis.
            —Pero es que ya no lo deseo —dijo Saint André, desenvainando su pequeña espada—. Me habéis detenido deliberadamente y debéis aceptar las consecuencias. Os aseguro que no serán agradables. ¡Estoy a vuestras órdenes, caballero!             


            Furioso, el suizo se quitó la peluca y la casaca, sacó la espada y vociferando:
            —¡En guardia! —se lanzó sobre el supuesto comerciante de Estrasburgo. Tropezó con un juego que le dejó asombrado y, por algunos momentos, no se oyó más que el clic-clic del chocar de sus hojas de acero.
            Saint André conocía a los espadachines del género de Stoffel y no había esperado gran cosa. Lo que encontró era menos de lo que había esperado. Y se echó a reír.
            —¡A ver, a ver, caballero! —exclamó en son de burla—. ¿Es esto todo lo que sabéis hacer? ¿Y contra un conejo de burgués? Entonces, me veré obligado a ponerle fin.
            Hubo un deslizamiento de acero, un golpe seco de fuerte sobre débil, un retorcimiento repentino y el oficial suizo se quedó desarmado.
            Tranquilo y sonriente, Saint André le hizo una irónica reverencia.
            —Otra vez, mi teniente —le dijo—, aseguraos previamente acerca de los conejos o de lo contrario alguien se vestirá de luto por vos en los Cantones.
            Recogió la espada caída, envainó la suya y, con una nueva reverencia, se volvió para retirarse.
            —¡Os lleváis mi espada! —gritó Stoffel, de pronto, con sofocación.
            Saint André se detuvo, se volvió y le contestó con grave acento:
            —Si os la devuelvo, señor, empezaremos de nuevo; y si empezamos de nuevo, el final podría ser diferente.
            El teniente apretó los puños y en seguida, con un juramento, se fue a recoger la casaca y la peluca. Para un matamoros, es desconcertante encontrar un burgués que sabe hacer esas jugarretas.
            Saint André se dirigió a la casa. Por el camino encontró a Genoveva, pálida y desalentada. Al verle a él, palideció más aún y se quedó inmóvil.
            —¿Dónde está el señor Stoffel? —exclamó.
            —Digeriendo un berrinche —dijo el amable Saint André—. Por otros conceptos no ha sufrido daño alguno. He traído su espada. Quizá os gustará devolvérsela como regalo de boda, aunque, si verdaderamente le amáis, será mejor que lo penséis dos veces, porque os aseguro que esta arma es más peligrosa para él mismo que para los demás.
            Con un nuevo saludo la dejó con la espada de Stoffel en las manos, mirándole algo aturdida. En el umbral de la casa encontró a Coupri, que le recibió con la noticia de que a las seis esperaba al notario con el contrato de matrimonio dispuesto.
            Saint André sacó el reloj y dijo:
            —Me temo que no voy a poder esperarle.
            —¡Que no vas a esperarle! —exclamó Coupri—. ¿Qué quieres decir?
            —Tendréis que excusarme, caballero —dijo balbuceando un poco y casi acongojado—, pero tengo un compromiso importantísimo.
            El rostro de Coupri perdió toda expresión salvo la de asombro.
            —¿Hoy? —preguntó con acento de incredulidad.
            —Ahora mismo, caballero —dijo Saint André.
            —Pero… pero… —protestó Coupri, abriendo mucho los ojos—, en menos de una hora estará aquí. Ese compromiso debe aplazarse, amigo mío.
            —Por desgracia, es un compromiso inaplazable —insistió Saint André.
            —Pero, ¡por todos los diablos! No comprendo.
            La desesperación devolvió a Saint André su audacia acostumbrada e inventó osadamente
            —Sin duda os sorprenderá lo que tengo que deciros, caballero, pero, puesto que insistís, debéis saberlo. Llegué ayer tarde, al anochecer, y me alojé en La Mano de Oro, en la Rue de la Verriére. Durante la cena comí tantas codornices rellenas que, luego, por la noche, tuve retortijones. Un médico que llamaron comprobó que sufría una grave enfermedad interna de la que fallecí esta mañana a las cinco. Mi entierro está señalado para las seis de la tarde, y éste es, caballero, el compromiso que no puedo eludir. Comprenderéis, sin duda, su apremiante urgencia.
            Con los ojos y la boca muy abiertos, Coupri le miró por algunos segundos y empezó luego a reír. Pero su risa se heló ante la solemnidad del otro. Sintióse entonces inquieto y examinó a su futuro hijo político.
            —¿No estarás?… por casualidad —y se tocó la frente de modo significativo.
            —He temido que pudierais suponer esto, caballero. Permitidme que os asegure que no estoy loco. Estoy únicamente, muerto. ¡Adiós, caballero!
            —¡Un momento, amigo! —gritó Coupri.
            Pero Saint André no esperó. Se deslizó por delante de Coupri, evitando sus manos, que querían detenerle, recogió en el vestíbulo el sombrero y el bastón y salió de la casa con tal rapidez que, al llegar Coupri a la puerta, jadeante, se había ya perdido de vista.
            Aturdido e irritado, Coupri volvió al lado de los invitados reunidos en su casa y les gritó la increíble historia de la conducta de Tronjolly.
            —Quizá… —empezó a decir tía Juana, y se detuvo de pronto, con la alarma pintada en los ojos.
            —Quizá ¿qué? —preguntó Coupri.
            —¿Y si fuéramos a La Mano de Oro a informarnos un poco? —propuso tío Gregorio.
            Coupri pidió a gritos el sombrero y el bastón y salió inmediatamente acompañado de su hermano y de Stoffel, que estaba respirando venganza por todas partes.
            En La Mano de Oro el señor Coupri pidió por el hostelero.
            —¿Llegó aquí ayer tarde un señor Tronjolly, en la diligencia de Estrasburgo?
            El rostro del hostelero tomó una expresión extremadamente grave.
            —¿Un señor Tronjolly? —contestó—. Sí, justamente. Es verdad que llegó aquí.
            Y algo en su tono y maneras les llenó de un vago presentimiento.
            —Y ¿dónde está ahora? —preguntó Coupri.
            —¡Ay, señores! El desgraciado caballero se puso enfermo por la noche y aunque se hizo cuanto era posible, sucumbió por efecto de una inflamación gástrica al cabo de algunas horas. Le entierran en el Pare-la-Chaise esta tarde, a las seis.
            —¡Dios mío! —exclamó Coupri. Y cayó desplomado en una silla—. Era, entonces, verdad lo que me dijo.
            Tres hombres volvieron pálidos a la agradable casa de la Rue du Foin con la horrible historia de que un espíritu había pasado el día con ellos, historia que se difundió rápidamente y causó no poca emoción en aquella época. Y hasta ahora, que han sido descubiertas las memorias de ese divertido señor de Saint André, no se ha conocido la verdad en el misterioso asunto del Espíritu de Tronjolly.
            Si el teniente de la Guardia Suiza pudo o no convencer a Genoveva de que su espada no estaba deshonrada, ya que había luchado con un adversario sobrenatural, y si, puesto que no había ya que hablar de boda alguna con Tronjolly, pudo, o no, convencer a Coupri de que debía aceptarle por yerno, son cosas que, por desgracia, están fuera de nuestro conocimiento.

19 de junio de 2018

"¿Y cuándo salimos de nuevo?"

Llegaron aquella primavera a trabajar con nosotros, por unos cuantos meses. Eran dos estudiantes en práctica, que estarían allí con nosotros. Fue toda una sorpresa el verlas llegar: dos muchachas. Dos muchachas en un ambiente en donde nunca había habido mujeres, y en donde aún entonces trabajaban solo hombres. Es cierto que en otros lugares cercanos, como el laboratorio o la administración, había mujeres, pero allí, en ese pequeño taller donde el trabajo era duro y tedioso, nunca las hubo.
Eran las dos muy diferentes, y si bien presumían de ser amigas, pronto se advirtió que no era sino la camaradería propia de quienes han estudiado juntos. Aunque casi de la misma estatura, una de ellas era de formas más gruesas, y lucía pechos que la hacían más atractiva a sus ahora compañeros de labor. Pero, el hecho que era más extrovertida, conversadora, y (¿cómo no?) fumadora empedernida, llevó a que fuera más bien considerada como un nuevo compañero, que como una mujer.
La otra, en tanto, era muy diferente. Delgada, sin ser flaca, sus atributos femeninos se perdían irremediablemente, bajo la basta ropa de trabajo. De manera que más parecía una niña extraviada en ese lugar, que otra cosa. Ayudaban a tal efecto su carácter más bien reservado, y que si bien respondía las preguntas que le hacían, no iniciaba conversaciones si lo podía evitar. Más linda de cara que su compañera, tenía unos ojos oscuros que parecían esconder algo, allá en lo profundo.
Pasaron las semanas, y ambas habían aprendido ya todas las tareas, si bien una avanzaba menos, por el tiempo dedicado al cigarrillo y a las amenas conversaciones, que se iniciaban cada vez que el jefe se perdía del taller, en tanto la otra persistía en su reservada actitud.
Pero, los hombres no somos buenos, y unos más que los otros, solemos llevar doblez en nuestras acciones, cuando de mujeres se trata. Y así fue que, habiendo visto que la una “tenía cancha”, y sabía de hombres lo suficiente para mantenerlos a raya, algunos pícaros empezaron a ver qué podían conseguir de la otra, de esa calladita que parecía una inocente niña. Y, sutilmente, empezaron a hablar delante de ella, haciendo referencia a salidas que hacían con los compañeros en los días de descanso, de lo que hacían y donde iban. De pronto, ella pareció interesarse en algo de lo que a diario decían, y preguntó cómo era eso de “los topless” que mencionaban. Les brillaron los ojos a los maldadosos, para explicarle -poco menos- que era un santo lugar donde los hombres iban a pasar el rato y a beber con los compañeros, y que así, como al acaso, había unas mujeres que bailaban en topless para diversión de los asistentes, pero nada más que eso. Y, luego, obvio, como buenos compañeros de trabajo, ellos se mostraron dispuestos a llevarla -si le interesaba conocer- la próxima vez que salieran. Ella, que seguía trabajando, mientras conversaba, mostró un tibio interés, pero no dijo que no, de modo que, concertándose con miradas, los compañeros la invitaron a ir el siguiente descanso. La idea de esos lobos, obvio, era embriagar a la pobre e inocente caperucita, y ver qué sucedía luego.

Conocí la historia días después, al notar que había cierta frialdad en el trato que le daban a la chica, e intrigado porque un día ella se animó a preguntar cuándo saldrían de nuevo, y recibió puras excusas, de ésas que uno advierte enseguida que lo son. Así es que empecé a averiguar qué significaba todo eso, y a qué salida se refería la muchacha. Había reserva y miradas entre ellos, que los hacían callar algo que, evidentemente, les avergonzaba y aún les molestaba.
Pero, bueno, cuando tienes gente a tu cargo aprendes a conocerlos, y sabes a quién y cómo hacer hablar, así es que creé la situación llevándome a uno, más “blandito” que los otros, para hacer un trabajo que en verdad no necesitaba. Y ahí, entre nos y habiendo asegurado que yo sería “tumba”, accedió a contarme lo que había pasado. Partiendo de lo que ya he contado (la concertación previa), hasta el curso mismo de los hechos.

Dizque llegaron aquella noche al topless en cuestión (un lugar donde no suelen ir otras mujeres que las que allí trabajan), y escogieron, por más perturbar a la chica, una mesa contigua a la pista de baile. Adosada, más bien dicho, y cuya superficie quedaba casi a la misma altura que el entarimado. Como ellos invitaban, le pusieron un trago (que esperaban fuera el primero de unos cuantos) y conversaron animadamente, aunque ella seguía con su política de sólo respuestas. Pasado un rato y tras un segundo trago, salió a la pista la primera bailarina. Y la muchacha no le sacó los ojos de encima. Para cuando salió la segunda “toplera” a hacer su número, ella ya había aprendido que -cuando te gusta la mujer- se le da una propina, que le pones directamente entre la piel y la escasísima ropa. Y, para espanto de los hasta entonces alegres compañeros, cuando la bailarina se acercó a su mesa danzando, ella se incorporó sobre la silla, billete en mano, y se lo deslizó hábilmente, para luego (como cualquier hombre haría) acariciarle al pasar la pierna, mientras la miraba a los ojos. La toplera se fue sonriéndole -un cliente es un cliente y una propina es una propina- en tanto los lobos en la mesa no se reponían de la sorpresa, y aun pusieron cara de cordero degollado cuando la invitada pidió otro trago, que los anteriores no parecían haber hecho otro efecto que colorearle las mejillas y desinhibirla no poco. Pero, es evidente, para nada como ellos querían.


El resumen de aquella salida de amigos fue que las topleras (“dateadas” por la primera) pasaron todas -en sus bailes- por aquella mesa, y se fueron con propina de la entusiasmada muchacha, los amables compañeros tuvieron que pagar la cuenta de los tragos, y de una noche amarga, y no consiguieron nada más que la frustración de descubrir no sólo que no era cosa fácil embriagarla, sino que además su compañerita era “lela”. O sea, un compañero más.

Los hombres no podemos callarnos, cuando hay de por medio la posibilidad de reírse por las caídas de otro, de modo que no tardé mucho en preguntar, en medio del almuerzo, por qué no salíamos un día a los topless, ya que me habían invitado tanto y yo nunca había aceptado. Y aunque a la muchacha le brillaron los ojos ante la posibilidad, "extrañamente" no hubo ningún interesado...
Cuando las chicas hubieron terminado su práctica, y se fueron, se destapó la olla, se recordaron los detalles, se culparon unos con otros y los demás nos reímos de ellos por mucho tiempo.

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