28 de junio de 2025

Liset


—¡Hey, rubio, ven con nosotros, nos juntamos en la esquina! —me gritó el García, como para que lo escuchara toda la cuadra.
Ya estaba cansado de ese grupo de pesados y sus bromas. No quería juntarme más con ellos. Si lo hice antes, fue tal vez porque necesitaba compañía, pero ya tenía más que suficiente de servirles de blanco de sus payasadas.
—No —respondí sin pensar—, tengo que juntarme con mi novia.
—¿Desde cuándo tienes novia? —gritó de nuevo.
Sin responder, me fui rápidamente de ahí sin mirar atrás.
Así fue como la conocí. Desde entonces dejé de juntarme con el grupo de siempre. Cada vez que podía, estaba con ella. Pero nunca en público; buscábamos los lugares más solitarios y ocultos: la última banca de una iglesia en horas vacías, un banco en el parque escondido entre dos frondosos árboles, una playa desierta.
La vez que se me acercaron dos liceanas —que nunca me hablaban— y me dijeron:
—Supimos que tienes novia, ¿quién es, si puede saberse?
Respondí sin pensar:
—Se llama Liset, ¿por qué?
—¿Liset qué? —preguntó una.
—Liset-a-ustedes-no-les-interesa —dije, alejándome.
De pronto surgió un interés nunca antes visto por mí. Hasta me invitaron a un baile.
—Anda con tu Liset —me dijeron.
—No le dan permiso —contesté—. Gracias por la invitación.
Y así transcurrió el año. Si antes me trataban poco, ahora me trataban menos. Pero yo vivía contento, porque cada vez que me sentía solo, Liset aparecía y me acompañaba, silenciosa, pero siempre a mi lado.
Cuando tuve que irme a estudiar a la capital, Liset se quedó atrás. Los estudios intensos y el trabajo de medio tiempo no me dejaban espacio para nada, y sin darme cuenta, la olvidé completamente.
Tras algunos años, y ya instalado en la rutina de mi nuevo trabajo, un día algo se movió dentro de mí. Era esa antigua soledad. Luego, llegó un impulso leve, como si una parte dormida despertara: necesitaba volver.
Y decidí regresar al pueblo. No por nostalgia, sino por una mezcla de cansancio y curiosidad. Quería ver qué había sido de los otros, si el barrio seguía igual, si García aún gritaba desde la esquina.
Caminé por las calles de siempre, y todo me parecía más pequeño, más apagado. Fue entonces cuando la vi.
Era una mujer sentada en una banca de la plaza, con un cuaderno en las manos. El sol de la tarde se colaba entre las hojas de los árboles, proyectando sombras suaves sobre su rostro. Al pasar cerca, algo en su expresión —una forma de fruncir apenas los labios, de mirar el papel como si el mundo fuera un murmullo— me resultó inquietantemente familiar.
Me detuve. Sentí una punzada en el pecho. Una especie de eco.
—¿Tú… eres Liset? —pregunté, sin pensar, con la voz más baja de lo que imaginaba.
Ella alzó la mirada, sorprendida. Sus ojos —grandes, tranquilos, como si supieran algo que yo todavía no— me observaron con curiosidad.
—¿Nos conocemos?
Dudé. Algo en su forma de estar, de sostener el cuaderno con delicadeza, me golpeó con una ternura antigua.
Ella ladeó la cabeza, como intentando descifrarme, y entonces sonrió. No con burla ni incomodidad: con una calidez tibia, honesta.
—Me llamo Elisa —dijo—. Pero cuando era chica, solía escribir cuentos firmados como “Liset”. ¿Por qué?
El mundo pareció detenerse. Sentí que el aire se volvía más denso, como si la realidad respirara conmigo.
No supe qué responder. Solo me senté junto a ella, casi en un acto reflejo, con el corazón latiendo fuerte, como si algo largamente dormido despertara de golpe.
Le conté —a medias, con pausas— la historia de una novia secreta que había inventado en el colegio. Le hablé de los lugares donde me refugiaba con ella, del silencio compartido, del consuelo que me daba su sola presencia. Le dije que nadie la había visto jamás, pero que para mí había sido real.
Ella no se rió. No se extrañó. Solo escuchó, con los ojos fijos en mí, como si estuviera leyendo un cuento que ya conocía de antes.
—Qué raro… —dijo al fin, con voz suave—. Yo también me inventé a alguien como tú. Venía a verme cuando más lo necesitaba. Solo que nunca lo encontré en persona.
Nos quedamos en silencio, mientras la brisa movía las hojas del cuaderno entre sus dedos. El sol bajaba lentamente, tiñendo de naranja los contornos de la plaza.
Y entonces lo comprendí.
Liset, tal vez, nunca existió con un cuerpo ni con un nombre real. Pero sí fue verdadera. Fue la forma que tuvo mi alma de no quebrarse. Y ahora, frente a mí, había alguien que también había dibujado con la imaginación un puente para no estar sola.
No había encontrado a Liset.
Había encontrado algo más valioso: la certeza de que no estaba solo, y que nunca lo estuve.

Jenofonte

24 de junio de 2025

En la penumbra

 


En la semipenumbra,
sus ojos eran lo único que importaba.

La luz apenas rozaba su rostro,
como si el universo mismo tuviera miedo
de perturbar aquella mirada que lo contenía todo:
amor, melancolía, y una promesa no dicha.

Él la contemplaba desde la distancia,
sin atreverse a romper
el silencio que los envolvía.

No hacían falta palabras.
Cada parpadeo suyo era un poema silencioso,
cada sombra sobre su piel,
un suspiro detenido en el tiempo.

Ella no lo miraba directamente,
pero lo sentía.
Como si su alma reconociera la suya a pesar del tiempo,
de las historias inconclusas,
y de los días que no compartieron.

La tenue luz que acariciaba su rostro
era la misma que él había buscado toda su vida
tal vez sin saberlo.

Y entonces, entre esa mitad sombra
y mitad esperanza, él lo supo con certeza:

un día ella volvería, y esta vez
no habría distancia ni silencio.
Solo la luz plena de una promesa cumplida.

19 de junio de 2025

El campamento en el bosque de la rana

Nadie recuerda con exactitud quién eligió ese rincón olvidado del mapa para hacer el campamento. Algunos dicen que el abuelo del jefe de tropa había acampado ahí alguna vez y que él fue quien lo recomendó; otros, que fue porque acampar en un bosque era más barato que arrendar un camping. Lo cierto es que, una mañana gris y no muy prometedora, la Patrulla Águilas Audaces de los Boy Scouts “San Jorge Valeroso” desembarcó con más entusiasmo que preparación en un bosque sin nombre, un lugar que parecía mucho más simpático de lo que era en realidad.
El primer día comenzó con un optimismo admirable: se levantaron las carpas con tal falta de habilidad que, al final, parecían deformes esculturas modernas. Se encendió una fogata que generaba más humo que calor, y se entonaron canciones con un entusiasmo que espantó a las aves del lugar, pero con una manera tan escandalosa de desafinar, que habría causado un soponcio a la profesora de música.
Pero fue al caer la tarde cuando el bosque empezó a mostrar su verdadera y perversa personalidad. Primero llegaron las hormigas. No cualquier tipo de hormiga: estas eran negras, grandes, con mandíbulas que podrían cortar un alambre y una fascinación casi científica por meterse en los calcetines. Luego, la rana. Una sola, pero enorme y fea. Se instaló en medio del sendero que llevaba al arroyo, como si quisiera cobrar peaje. Un explorador intentó moverla con un palo, y la rana, ofendida, le lanzó una mirada que congeló el alma del scout. Se la bautizó entonces como la Bruja, y los enviados a buscar agua daban un incómodo rodeo por entre los matorrales, mostrando una falta de audacia muy poco digna de un águila.
Por la noche, un mapache con extraordinaria habilidad desvalijó una mochila llena de galletas y se llevó un mapa que los scouts habían dibujado para una proyectada búsqueda del tesoro. Por supuesto que nunca se recuperaron las galletas, y el mapa fue encontrado a la mañana siguiente debajo de un árbol, roto y cubierto de algo que no sería higiénico nombrar.
Pero el momento cumbre del campamento llegó al segundo día, con la lluvia. Todo comenzó con un murmullo lejano, como el suspiro de un dios resfriado. Luego, sin más aviso, el cielo se desplomó sobre el campamento. La lluvia cayó con tanta fuerza que los scouts creyeron, por un instante, que estaban siendo castigados por algún inconfesable pecado.
Las carpas recibieron la lluvia con desesperación, es decir, cediendo a lo inevitable. El arroyo se convirtió en un río pequeño pero furioso que se llevó tres mochilas, los elementos para cocinar y la dignidad del jefe de tropa, que resbaló con gran estilo frente a todos y aterrizó de boca en el barro.
El apresurado regreso fue una procesión de figuras empapadas y silenciosas, envueltas en frazadas húmedas, con los calcetines chapoteando dentro de los zapatos y rostros que mezclaban trauma con algo de alivio. Fue, como dijo el más pequeño de la patrulla mientras se subía al bus, “la peor y mejor aventura de toda mi vida”.
Y aunque a nadie se le ha ocurrido, ni por broma, volver al bosque de la rana, se le recuerda en cada reunión, ocasión en la que todos rivalizan en contar anécdotas que ganan más y más detalles a medida que pasa el tiempo. Tantos, qué si alguien ajeno al grupo las escucha, pensaría que el campamento duró un mes, en lugar de casi tres miserables días...
Y tal vez esa sea el verdadero valor de ese desdichado campamento: que, aunque todos juren nunca volver a repetirlo, ha terminado convirtiéndose en la historia que más les gusta contar.

Jenofonte

16 de junio de 2025

Lo que dicen los astros

Yo, que hasta los no sé cuántitantos años había vivido con la firme convicción de que los astros estaban demasiado ocupados en brillar como para ocuparse de mi modesto destino, decidí un jueves particularmente caluroso que sería conveniente —y quizás hasta elegante— dejarme guiar por el horóscopo. Para el caso, escogí el del
Diario Regional. La culpa fue de la cerveza. Siempre me cae mal cuando no está bien fría y la tomo sin compañía.

Géminis: "No tomes decisiones importantes hoy. El amor puede ser esquivo, el dinero también. Evita hablar con Sagitario y con tu jefe."

Naturalmente, no hice nada ese día. No abrí el correo, ni contesté el teléfono, ni me dirigí la palabra en el espejo por si acaso mi ascendente era Sagitario. Con mi jefe no tuve problemas; tal vez así se lo indicó su horóscopo y solo apareció a las nueve, firmó el libro y desapareció por el resto del día. Por lo tanto, me limité a observar el techo y esperar que pasaran las amenazas celestiales como quien espera que las moscas dejen de volar o que el gobierno cumpla sus promesas.

Al día siguiente, sin embargo, el horóscopo fue más amable:

Géminis: "Gran oportunidad en el amor. Compra flores. Llama a esa persona especial. Tu energía está en su punto más seductor gracias a que Venus está en la casa de Acuario."

Así que le llevé flores a Ermelinda, la bibliotecaria, con quien mantenía una especie de romance incipiente desde hacía meses, consistente en intercambios apasionados de tarjetas de préstamo de libros y miradas por encima de los estantes de novela rusa. Llevaba claveles —que era lo único que le quedaba a la florería— y mi mejor camisa, que no necesariamente eran compatibles.

Ella me recibió con una sonrisa. Me sentí impulsado por la fuerza de las constelaciones, me incliné y le recité lo primero que se me ocurrió, que fue una línea del horóscopo del día anterior. Ella palideció, soltó las flores como si quemaran y murmuró:

—Eres Géminis… como mi exmarido.

Y así fue como el horóscopo me quitó el amor antes de que siquiera comenzara. Ermelinda se casó seis meses después con un taxista de Capricornio, y yo estuve dos semanas sin atreverme a abrir el periódico.

Pero el vicio es tenaz, y la superstición, cuando se instala, se comporta como un cuñado incómodo: aparece a la hora del almuerzo todos los domingos, pide más vino del que no llevó y opina sobre tu vida sentimental.

Seguí leyendo el horóscopo, con creciente religiosidad. El problema es que cada mensaje era más críptico que el anterior.

Géminis: “Momento propicio para expandirte. Cuidado con las decisiones apresuradas. Evita los perros.”

Yo no entendí si lo de expandirme era emocionalmente, espiritualmente o en la cintura, pero me apunté a un curso de Tai Chi para embarazadas (era el único que tenía cupo). No me dejaron participar, aunque hice amistad con la instructora, que luego me denunció por invadir un espacio seguro. Y lo de los perros… bueno, eso lo ignoré hasta que, en el parque, uno me atacó sin motivo aparente. Tenía razón el horóscopo, aunque fue tarde para evitarlo.

Otro día, el consejo era:

Géminis: "Busca respuestas en el agua. La intuición será tu guía. Pero no uses azul."

Decidí ir al río. Me caí al intentar interpretar un reflejo que me pareció un mensaje. Perdí un zapato y gran parte de mi dignidad. Y encima llevaba camiseta azul. Me agarró un resfriado místico que me duró diez días y una otitis filosófica.

Y, sin embargo, lo peor ocurrió cuando el horóscopo dijo:

Géminis: "Atención: recibirás novedades. Quizá el pasado vuelva para reclamar lo que es suyo."

Pasé dos semanas encerrado, convencido de que se trataba de Emeterio, al que le debía un colchón desde hacía como diez años. Resultó que lo que me llegó fue una invitación a una reunión de exalumnos, donde nadie me reconoció y me preguntaron si yo era el nuevo portero del colegio.

Pero después, en medio de esta saga astrológica de fracasos, fue que conocí a Rosamelva. Estaba en la fila del banco, discutiendo con la cajera por unas comisiones abusivas, y lo hacía con tal fervor y elocuencia que no pude resistirme. Me enamoré en el acto. No de su cartera (que estaba usando como arma), sino de su absoluta indiferencia hacia los designios del zodíaco. Ella era Piscis, y me dijo que el horóscopo le servía únicamente para saber qué día es.

Comenzamos a salir, y contra toda predicción, fue maravilloso. No hubo traiciones (salvo cuando me dejó esperando en el cine porque se equivocó de día), y aunque mi horóscopo semanal seguía diciendo cosas como “no salgas”, “no firmes nada” o “hoy no es tu día”, lo cierto es que cada día con Rosamelva lo era. Incluso una vez rompimos juntos un suplemento dominical que decía que Géminis y Piscis son “incompatibles en la vida, en la cama y en la conversación”. Nos reímos, hicimos todo eso y más. Sin consultar a Venus.

Fue por ella que, en un gesto de venganza o curiosidad, decidí investigar quién escribía el horóscopo del Diario Regional. Tras varias vueltas y un adecuado soborno, descubrí que no se trataba de un experto en astrología hindú ni de una pitonisa húngara, sino de don Clodomiro, un ex empleado de la municipalidad, jubilado desde hacía quince años, que escribe los horóscopos desde su casa, copiándolos al azar de una revista femenina de 1942 llamada Secretillos. Dice que no cree en nada de eso, pero que le pagan un par de pesos por horóscopo y que, como nadie se ha quejado en mucho tiempo, sigue reciclando los mismos mensajes, intercambiándolos sin método alguno entre los diferentes signos.

Así fue como comprendí, tras un exhaustivo experimento de campo que consistió en hacerle caso al horóscopo durante ocho semanas consecutivas y sobrevivir para contarlo, que estas predicciones funcionan como un semáforo en una calle donde ya no pasa nadie: puede quedarse en rojo todo lo que quiera, pero si uno mira bien, no viene nadie, y tiene algo de dignidad y buenas piernas, puede cruzar tranquilo… y hasta encontrarse con el amor del otro lado de la calle.

Esto, por supuesto, contradice frontalmente lo planteado por don Clodomiro —autor del horóscopo del Diario Regional, jubilado profesional y aficionado a los crucigramas difíciles—, quien desde su balcón y con la ayuda de una lupa y revistas de 1942, sigue advirtiéndonos de “fuertes energías retrógradas” y “potenciales giros inesperados”. La única energía que gira ahí es la de su ventilador de mesa, y lo único inesperado es que siga escribiendo el horóscopo diario sin darse cuenta de que repite lo mismo desde que se jubiló.

Según un estudio absolutamente fidedigno, hecho por mí, el 87 % de las advertencias zodiacales son recicladas, el 10 % son inventadas por Clodomiro para pasar el rato, y el 3 % restante las escribe cuando se le acaba el sudoku y se aburre.

Y, aun así, cruzar la calle sin mirar el horóscopo fue lo mejor que me pasó. Porque ahí estaba Rosamelva, en el banco de la vereda opuesta, ignorando a los astros y discutiendo con la cajera.

Ahora soy medianamente feliz. Aunque no dejo de ser cauteloso. Vi que Rosamelva está usando cuchillos para preparar la cena. Y los astros dicen que esta semana debo tener cuidado con los objetos punzantes. Rosamelva es amorosa, pero a veces —como toda mujer— puede ser algo impredecible. Sobre todo cuando Saturno está en la casa de Libra.

Ella ya me olvidó...

 
La música, entre otras de sus características, está la de transportarnos a través del tiempo y el espacio. Es divertido como una antigua canción, de esas que ya casi nadie escucha, provoca que un par de neuronas se conecten y se vengan a la mente recuerdos que creíamos borrados. Encendí la radio y, en la estación que estaba sintonizada, comenzaba un programa dedicado a sacar discos, o lo que sea, del fondo del baúl de las canciones antiguas y casi olvidadas. “Ella ya me olvidó, yo la recuerdo ahora”, estaban tocando, y escucharla me llevó de regreso a un momento en el pasado, muy pasado, cuando era joven, y dando los primeros pasos de adulto, vivía en una residencial, de esas para jóvenes con sueldo de principiante. Yo trabajaba, y podía mantenerme, pero mi amigo no tenía y no me quedó más alternativa que recibirlo en mi pieza, a escondidas de la dueña pero con la complicidad de las empleadas, que ya sea por simpatía o porque les divertía reírse de la patrona, guardaban el secreto. “Ella ya me olvidó, yo la recuerdo ahora”, era una de las canciones que por estar de moda, repetían y repetían una y otra vez en las radios. No se lograba nada cambiando la estación, todas seguían la moda. Cómo es posible, decíamos mi amigo y yo, que a la gente les guste escuchar esas canciones tan ridículas: “Hoy la vi”, “La foto de carnet”, “Esto es el amor”, “Cómo te extraño mi amor”, “Como poder saber si te amo”. En resumen, la cursilería máxima convertida en canciones. Y repetirlas durante todo el día era para nosotros el colmo del abuso. Pero un día, sin darnos cuenta, nuestras vidas sufrieron un cambio, por casualidad nos ocurrió al mismo tiempo. Un fin de semana, yo tenía dos días libres (mi amigo estaba libre permanentemente) viajamos a nuestra ciudad natal. Algo sucedió allí, en dos días pueden suceder muchas cosas imprevistas, una lluvia, un temblor, un accidente… Bueno, lo nuestro lo podemos clasificar como accidente. De regreso en nuestro inhóspito cuarto de la residencial, continuamos con nuestras vidas, la mía en el trabajo, y mi amigo en el suyo, que consistía en buscar uno. Pero el ambiente era distinto, de pronto ya no conversábamos por la tarde, y nos quedábamos en silencio o nos comunicábamos lo estrictamente necesario, con un –-pon a hervir el agua o un --pásame el azúcar… ya ni hablábamos con las empleadas salvo para preguntarles –Rosita, ¿nos ha llegado carta? Porque ahora esperábamos cartas, ¿Por qué?, de pronto descubrimos, con una mezcla de desconcierto y angustia, que en apenas dos días nos habíamos enamorado violentamente, y como habíamos dado nuestra dirección a las recién adquiridas dueñas de nuestros corazones, necesitábamos saber, con la misma ansiedad con que el sediento pide agua, si nuestros sentimientos eran correspondidos. Y luego, debido al mal estado de nuestros corazones, encendíamos la radio y nos quedábamos embobados escuchando las antes detestables y ahora de improviso tan sentimentales y hermosas canciones de moda. --Oye, me decía mi amigo, --sube el volumen de la radio que están tocando: “Tu llegaste cuando menos te esperaba…” Ha pasado tanto tiempo desde entonces que puedo dar por seguro que ella ya me olvidó. Pero por culpa de la condenada radio que desenterró esas canciones antiguas, descubro con sentimiento, en medio de un ataque de nostalgia, que “yo la recuerdo ahora”…

Jen-O

9 de junio de 2025

Yo y Las Mil y una Noches...

Leer el libro de “
Las mil y una noches” es como adentrarse en un mundo de maravillas infinitas, donde cada rincón guarda un cuento, cada sombra una promesa y cada palabra una lámpara mágica encendida. Es un regalo para el espíritu, un banquete de imaginación servido con dátiles dorados y jarras de vino de granada.
Desde las primeras páginas, uno queda atrapado por el arte de Sherezade, la narradora de narradoras, que salva su vida noche a noche tejiendo historias dentro de historias, como una bordadora que no quiere terminar jamás su tapiz. Cada cuento es un universo, y dentro de ese universo hay otro, y luego otro, como cajas talladas con delicadeza por manos sabias. Un pescador pobre encuentra un ánfora con un genio, y el genio cuenta su propia historia, que a su vez remite a un sabio de la India, y este a un rey chino... y así, hasta que uno se rinde feliz, navegando sin rumbo fijo entre maravillas.
Qué decir de Bagdad, ciudad de ciudades, que brilla como un brazalete de oro al sol del relato. Sus mercados, sus baños públicos, sus barrios humildes y sus palacios espléndidos se describen con tanto color y detalle que uno siente el aroma del incienso y escucha el tintinear de los brazaletes de las mujeres. Mujeres que son, en estas páginas, tan bellas como astutas, tan valientes como encantadoras: princesas que dominan las artes y los enigmas, esclavas que ríen con picardía, enamoradas que se arriesgan por amor, y todas ellas inolvidables
Y allí, entre todos, el gran califa Harún al-Rachid, que recorre sus calles disfrazado, como un dios curioso que quiere probar el alma de su pueblo. Es sabio, justo, y en muchas noches se deja llevar por la poesía, por la música, por la historia de algún viejo mendigo que, por el arte de la narradora, resulta ser un príncipe disfrazado. La generosidad abunda en este mundo como el agua en el Tigris: hay quien da su fortuna por un gesto noble, quien rescata a un desconocido sólo porque así lo quiere Alá, el clemente, el misericordioso. Sí, también hay pillos, estafadores, malvados con ojos de serpiente, pero hasta ellos parecen necesarios para que el equilibrio de este universo de fábula se sostenga.
Y luego está otro personaje, el inigualable, el incansable, el afortunado Sinbad el Marino, cuyas aventuras harían palidecer a Ulises. Sus relatos están adornados de gigantes, monstruos, islas errantes y pájaros colosales, y sin embargo, detrás de cada exageración brilla una verdad geográfica o histórica: el comercio en el Índico, las rutas del este de África, los peligros de los estrechos. Leerlo es aprender sin darse cuenta, entre sospechas y asombro.
Las mil y una noches no es sólo un libro. Es un mundo entero, una época viva, una fiesta que no termina. Leerlo hoy sigue siendo tan grato como debió de serlo hace siglos: uno se sienta con el libro en las manos y, de pronto, no está solo, sino rodeado de mercaderes, encantadores de serpientes, músicos, poetas, esclavas danzarinas, sabios persas y piratas malayos. Es una lectura que no se agota, que siempre tiene otra historia que contar. ¿Y no es eso, al fin y al cabo, la más deliciosa de las magias?
Porque leer “Las mil y una noches” es como abrir un cofre lleno de joyas encantadas: no hay relato que no brille, no hay página que no murmure secretos antiguos. Cada historia es una puerta que se abre al asombro, una promesa de maravillas y de humanidad. Su lectura es un gozo constante, un viaje interminable por los caminos dorados de la imaginación oriental.
Entre las maravillas que ofrece esta obra sin par, brillan con luz propia las princesas, figuras de una belleza tan sublime que hasta el aire parece perfumado al mencionarlas. Aunque sus rostros se ocultan tras delicados velos, sus gestos, su voz, su mirada entre pestañas largas y negras, bastan para enamorar al héroe y al lector. No son meras bellezas de salón: son mujeres que aman con la intensidad de los desiertos ardientes y la generosidad de los oasis escondidos. Capaces de sacrificarlo todo —un reino, una identidad, incluso su libertad— por un amor verdadero, estas princesas son heroínas completas, tejidas de fuego y dulzura, de misterio y fidelidad. Algunas han sido raptadas por efrits, otras viven encerradas en torres de jade o jardines encantados, pero todas aguardan, con dignidad y esperanza, la llegada del momento en que puedan amar sin cadenas.
Y si las princesas son reinas del corazón, las hadas lo son del misterio. Ninguna como Peri-Banú, la reina del mundo subterráneo, la que vive entre columnas de cristal y techos de zafiro, rodeada de servidores invisibles y fuentes de agua viva. A pesar de su naturaleza mágica y su inmenso poder, se enamora de un hombre mortal y por él atraviesa los límites entre los mundos. Su historia —tan bella como melancólica— es un canto al poder del amor que trasciende incluso la frontera entre lo real y lo sobrenatural.
En estas páginas también surca los cielos la mítica alfombra mágica, tejido volador que transporta a los protagonistas más allá del tiempo y del espacio. Pura fantasía, sí, pero ¿quién no ha soñado con elevarse sobre la ciudad dormida, ver las torres de Bagdad desde las alturas, y partir rumbo a reinos ignotos, llevados por los hilos invisibles de un tapiz encantado? En Las mil y una noches, volar es posible, y no hay deseo que no pueda ser imaginado.
Pero esta obra no es sólo un desfile de lo fantástico. También hay historias humanas, profundamente terrenales, que muestran la riqueza y la convivencia de culturas y credos. En el famoso cuento del jorobado, por ejemplo, se cruzan los destinos de un corredor cristiano, un médico judío y varios personajes musulmanes, todos envueltos en una cadena de malentendidos y accidentes hilarantes. A través del humor y la complicación de las situaciones, se dibuja una ciudad donde la convivencia era un hecho, donde un cristiano podía curar a un musulmán, un judío dar consejo a un visir, y todos ser escuchados por el califa. En una época que hoy nos parece lejana, florecía la tolerancia más que el odio, y el respeto por la sabiduría del otro superaba las barreras religiosas. Ese mundo plural, donde las diferencias se mezclaban como especias en un mismo guiso, resplandece en cada relato.
La magia de Las mil y una noches reside también en esa asombrosa diversidad: hay cuentos de amor y de guerra, de comerciantes y mendigos, de genios que conceden deseos y de sabios que enseñan con proverbios. Hay fábulas morales, tragedias secretas, comedias desenfrenadas y relatos místicos. Y en cada uno late una verdad profunda: la vida es cambiante, el destino caprichoso, pero el corazón humano es capaz de hazañas que rivalizan con la magia.
Volver a este libro —o leerlo por primera vez— es como aceptar una invitación nocturna a un jardín iluminado por lámparas de aceite. Nos sentamos junto a Sherezade, y ella, con su voz suave, nos dice: “Escucha, que esta historia es tan antigua como el mundo, pero tan nueva como tu último sueño”. Y allí quedamos, encantados, atrapados, agradecidos. Porque Las mil y una noches no envejece, no se gasta, no se apaga. Es y será siempre una de las más dulces delicias que puede ofrecernos la lectura.

Jenofonte

7 de junio de 2025

Clase de dibujo

Ya no recuerdo cuantos años tenía, once tal vez, y estaba en la clase llamada pretenciosamente “Artes Plásticas”. Los útiles eran un block de dibujo, lápiz grafito N°2, goma, sacapuntas y lápices de colores.

El profesor, —cuyo nombre he olvidado, y sinceramente no lamento hacerlo—, entraba a la sala, se sentaba tras el escritorio y pasaba lista. Habiendo dicho “presente” todos los presentes, pegaba con un chinche, en la pizarra, el dibujo que debíamos copiar…

En eso consistía su método pedagógico, en proporcionarnos un modelo, que podía ser cualquier objeto inanimado, una manzana, por ejemplo. Entonces comenzaba la acción, el supuesto traspaso, vía lápiz, de la roja manzana al papel en blanco.

Yo, con poquísimo entusiasmo —pues conocía perfectamente mis limitaciones en cuanto al dibujo— comenzaba a trazar en la hoja del block la supuesta forma del modelo. Nunca logré que ojos y mano trabajaran de común acuerdo para copiar el dichoso objeto. Lo que aparecía en el papel era una forma indefinida, semi esférica, semi cualquier cosa, pero claramente alejada de toda semejanza con el modelo.

No lo sabía en ese momento, pero ahora estoy convencido de que el resultado estaba más cerca del crimen gráfico que del arte.

De todos modos, presentado el fruto del esfuerzo de media hora, la hoja era devuelta con la nota en la esquina; un 4.

Un 4 en la clase de Artes Plásticas equivalía a un 1 en cualquier otra asignatura. Era la calificación que se reservaba para el trabajo abiertamente deficiente. Se suponía que aquella materia era secundaria, un ramo al que nadie daba mayor valor: ni el sistema, ni —por supuesto— los estudiantes.

Jamás se me explicó cómo tomar el lápiz, cómo observar la proporción, cómo se mide una curva con la vista o por qué la sombra cae donde cae. Dibujaba por inercia, como topo romántico en la penumbra. Estaba en una clase de dibujo donde nadie me enseñó jamás a dibujar, y sin embargo debía asistir y cumplir con gastar hojas de block y lápices, para ser evaluado, estoy seguro, con el mismo entusiasmo con que trataba de dibujar.

Debo decir, en mi defensa, que a veces trataba de poner todo mi empeño en el dibujo, pero la relación empeño/resultado nunca funcionó, y la clase de Artes Plásticas significaba tan solo un feroz e inevitable aburrimiento.

Tiempo después supe que el profesor era, nominalmente, “Profesor de Dibujo Artístico”. Me pareció un título tan adecuado como irónico. Algo en la línea de llamar “Educación Física” —a un simple correr dando vueltas al patio de la escuela. El título parecía ideado no para describir una función, sino para encubrir su completa ausencia.

Y, sin embargo, en esa clase aprendí algo que no figuraba en ningún programa: que hay profesores que enseñan sin querer, y otros que, queriendo o no, simplemente no enseñan. El profesor de dibujo, impávido tras su escritorio, logró al menos una cosa: convertirme en experto en no aprender a dibujar.

Jenofonte


5 de junio de 2025

El incienso y las cenizas

 
Yo iba a catecismo los sábados por la tarde, como a las cinco. Con los zapatos recién lustrados, el pelo bien peinado y vestido como correspondía para ir a una iglesia. Tenía esa edad en la que hay más preguntas que respuestas, pero en aquel salón poco iluminado eso no importaba. En el catecismo, las preguntas no estaban bien vistas.
El catequista, que era delgado y tenía voz de campana vieja, nos hablaba de misterios. El misterio de la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación, el misterio del pecado original. Todos eran “misterios” —una palabra que al principio me intrigaba, como si fueran parte de una novela de detectives—, pero que pronto aprendí que no se buscaba resolver, sino aceptar. Si uno preguntaba por qué Dios castigó a toda la humanidad por culpa de Adán y Eva, la respuesta era siempre la misma: un suspiro resignado y un “Es un misterio, y los misterios se aceptan con fe”. Yo asentía, pero por dentro sentía la comezón de una duda que no encontraba dónde rascar.
Después del catecismo venían las clases para ser acólito, en la sacristía con olor a cera fría y madera antigua. Allí, el padre Justo —un hombre de cejas tupidas y mirada que parecía juzgar incluso cuando sonreía— nos hacía ensayar el Confiteor, el Agnus Dei, el Dominus vobiscum. Todo en latín, lengua que nos sonaba a piedra seca, sin sentido ni música. Recitábamos como loros entrenados, sin entender ni una sola palabra. A veces uno se equivocaba y decía “spíritu tuó” en vez de “spíritu tuo”, y el padre hacía un gesto de desaprobación, con sus intimidantes cejas, que nos hacía esconder la cabeza entre los hombros. Yo repetía los sonidos como un conjuro antiguo, esperando que, al repetirlos lo suficiente, pudieran algún día revelarme su contenido. Pero no. Nunca lo hicieron.
Un día nos hablaron de los pecados capitales. Eran siete, como los enanitos, pero nada tenían de simpáticos. La lujuria, por ejemplo, era un concepto tan lejano para nosotros como la bolsa de valores. La envidia sí la entendíamos, por supuesto. La gula un poco. Pero la pereza era más confusa: ¿era pecado quedarse en cama cuando uno estaba cansado? ¿Y qué decir de la ira? ¿Cómo que uno no podía enojarse? Las virtudes, en cambio, parecían siempre fuera de nuestro alcance: templanza, caridad, prudencia, diligencia (¿diligencia…?) Palabras grandiosas, brillantes, como ventanas por las que nunca sabríamos mirar.
De todos modos había algo. Algo en el incienso que se elevaba en la misa como una plegaria sin forma, algo en el eco de nuestros pasos en el templo vacío, algo en la luz que se filtraba por las vidrieras y teñía de azul y rojo nuestras manos infantiles. Había una belleza inexplicable, una promesa que parecía susurrarse entre los mármoles y las velas. Algo que no entendíamos, pero que, durante un instante, creíamos sentir.
Con los años, dejé de asistir. Tanto misterio incomprensible, tanta monotonía de repetir palabras a las que no encontraba sentido, me aburrió soberanamente. El latín se volvió un eco lejano —aunque aún aparece en mis recuerdos, como una vieja canción cuya letra se me quedó grabada— y los misterios ya no me pedían aceptación, sino respuestas. Respuestas que nunca llegaron.
A veces me recuerdo, pequeño y confundido, saliendo del catecismo con el peso de los pecados no cometidos sobre los hombros y la sensación de estar siendo estrechamente vigilado. Pero era un niño, y antes de haber avanzado un par de cuadras, ya me había olvidado de todo y volvía a ser el mismo despreocupado pecador de siempre.
Hoy no queda fe, si es que alguna vez la hubo. Y eso no me hace mejor ni peor que antes. Solo un poco más libre. Libre de imaginarios castigos, de culpas heredadas, de promesas incomprensibles. Incluso, hasta del miedo.

Jenofonte

4 de junio de 2025

La isla en el papel

Hubo una época —no sabría decir si fue en mi infancia o un poco más tarde, en ese tiempo donde todo parecía más real que ahora— en que abrir un libro era como desplegar el mapa de una isla misteriosa. No me refiero a leer en el sentido técnico de seguir sílabas y párrafos, sino a esa forma de sumergirse en la lectura sin saber cuándo ni cómo regresar.
Recuerdo algunos: sus tapas tenían el color de una promesa. Los abría con la ceremonia que otros reservan para los santuarios, y al hacerlo, el mundo desaparecía.
Y allí estaban: el barco con sus velas infladas por vientos que solo yo sentía, la playa donde un cofre medio enterrado aguardaba pacientemente, las palmeras inclinadas como si me saludaran al llegar.
No era necesario entender cada palabra. Bastaba con dejar que las frases llegaran como las olas a la orilla. Al cerrar los ojos, podía escuchar el ruido que hacía el casco del barco al surcar el agua, o el murmullo de las hojas —las del libro y las de las palmeras imaginadas— al moverse bajo un sol de papel.
El mundo real quedaba lejos, desdibujado. Nada se escuchaba. Leer era desaparecer dulcemente. No huir, no escapar: disolverse.
Con el tiempo tuve que leer de otras maneras. Noticias, informes, contratos. Leer sin viajar.
Y, sin embargo, a veces, al ver un libro en el inhóspito suelo de una feria, siento que me toca la nostalgia. Como si aquella isla aún existiera, no en un estante ni en una página, sino en la marca invisible que dejó dentro de mí.
Leer era eso: zarpar con rumbo desconocido. Soñar sin cerrar los ojos. Ser otro sin dejar de ser uno mismo.
Y aunque hace años que no la visito, sé que esa playa sigue allí, intacta en algún rincón de mí, desplegándose en la curva suave del horizonte. No regresé. O tal vez nunca partí. Pero a veces, al pasar las páginas de un libro cualquiera, siento que el papel y la tinta se convierten en sol, viento y mar. Entonces sé que sigo a bordo, navegando hacia esa costa que una vez me enseñó a soñar.

Jenofonte

2 de junio de 2025

Cuando aún éramos ayer...

No sé cuándo empieza uno a dejar de ser joven, pero cuando empezamos a hablar del pasado, es un indicio bastante claro. No significa, claro, que uno sea viejo —palabra fea, esa—, pero sí que la juventud se ha vuelto algo que solo se visita, porque ya no se habita.
El pasado fue hace un tiempo —era escolar, cuando caminaba hacia el colegio. No existía locomoción colectiva en ese entonces, solo mis pies, mis horarios que cumplir y un par de zapatos decididos a gastarse las suelas entre pavimento y adoquines.
Volví a mi ciudad después de varios años. No sabría decir cuántos con exactitud, pero los suficientes como para que la ciudad ya no me esperara, y yo tampoco la reconociera del todo. Mi sentimentalismo, que se hace el dormido, pero se despierta con cualquier olor —a pan recién hecho o a pasto húmedo—, se levantó de inmediato. Lo que recordaba dolía. Lo que había olvidado, aún más.
¿A quién conozco?, me preguntaba, mientras cruzaba la plaza como quien camina por la memoria de otro. ¿Será ese un niño que una vez corría por esta misma plaza? ¿Y esa señora, alguien que alguna vez fue niña? ¿Y ese otro? ¿Es un desconocido o un olvidado? A estas alturas es casi lo mismo, ya no conozco a nadie.
Las tiendas también me pusieron en problemas. ¿Esa estaba ya, o la estoy inventando? ¿Y esa librería, ante cuya vitrina me detenía a soñar? ¿Cómo desapareció para transformarse en local de comida rápida?
Me vi en el vidrio de esas vitrinas que aún sobreviven en el centro, las mismas que me vieron pasar hace mil años. Y me pareció —eterna ilusión del amor propio— que yo era el mismo. Apenas una versión ligeramente usada del estudiante, del niño cuya máxima preocupación en la vida era una prueba de matemáticas.
Pero lo que alguna vez me pareció inamovible —la calle, las tiendas, el aire— ya no era igual. Tantas cosas que ya no estaban, o más bien estaban, pero disfrazadas. Otro edificio. Otra fachada. Otra vitrina. Ni siquiera era yo caminando por la vereda. Solo una parte de mí que ya no sabía cómo conjugarse en presente.
Volver es eso: buscar indicios de lo que fuimos. Y tratar de no hacer preguntas muy largas para que no duelan demasiado las respuestas.
Caminé con paso lento, como quien no quiere despertarse del todo de un sueño confuso. Pero al doblar la esquina, una ráfaga de aire me trajo el olor de la panadería antigua, aunque sé que ya no está. Me sonreí. Tal vez, pensé, no se trata de volver a lo que fuimos, sino de aprender a vivir con lo que aún queda: un eco, un reflejo, una brizna de ayer que se nos cuela en el bolsillo sin pedir permiso.

Jenofonte

24 de mayo de 2025

El tiempo y la memoria

 


Hubo una época en que el tiempo tenía sonido. Un sonido leve, constante, pero con peso y presencia. En las habitaciones silenciosas, el reloj no solo marcaba las horas: las pronunciaba. Tic-tac, tic-tac. Venía de la pared del comedor, del reloj de bolsillo, del latido metálico que cuidaba el sueño en el velador. El reloj mecánico no se limitaba a decirnos la hora: la insinuaba, la recordaba, la murmuraba como quien no quiere interrumpir, pero tampoco dejarnos solos. Era un compañero discreto, siempre presente, que nos recordaba que el mundo giraba, que los minutos pasaban sin apuro, con una cortesía casi humana.

Hoy, sin embargo, el tiempo ha enmudecido. Llega desde pantallas sin alma, se desliza en dígitos fríos, parpadea desde teléfonos y relojes digitales con la impasibilidad de lo automático. No hay tic, no hay tac. Solo el número que cambia, sin ceremonia. El tiempo ya no respira: se actualiza. Nos hemos desacostumbrado a escucharlo.

Hace dos siglos, el tiempo era una fuerza que se podía domesticar. Se lo encerraba en cajas de madera, de metal, de cristal. Se lo afinaba, se lo cuidaba, se le asignaba un lugar. Hoy, en cambio, el tiempo es líquido, inasible, cada vez más veloz y menos comprensible. De ser un carruaje que avanzaba al paso, se ha vuelto autopista infinita, flujo sin rostro regido por algoritmos. Ya no lo escuchamos. Tal vez el tiempo ya no quiere que lo escuchemos.

Y en esa pérdida hay algo profundamente triste. La nostalgia por lo humano dentro de lo mecánico, por lo imperfecto que se detenía, que se atrasaba, que necesitaba de nosotros. El tic-tac era un consuelo modesto: nos decía “todavía estás aquí”, con cada segundo ganado. Y ahora, en su silencio, quizá estemos también más lejos de nosotros mismos. Pero a veces —aunque muy rara vez— uno encuentra un viejo reloj dormido en un cajón, lo toma entre las manos, le da cuerda y escucha. Y en ese primer tic, como una gota en el estanque quieto de la memoria, el tiempo vuelve a latir. No afuera, sino dentro. Como si nos recordara, sin palabras, que seguimos vivos. Y que aún hay tiempo.

Jenofonte

8 de mayo de 2025

Fantasmagoría

En una casa abandonada, olvidada por el tiempo, donde las paredes murmuran historias que nadie recuerda y el polvo guarda secretos que ya no importan, él la espera. Siempre vuelve. A veces pasan semanas sin verla, pero, aunque la ausencia pese como el silencio entre los sueños, siempre regresa con la esperanza callada de un corazón que no ha aprendido a rendirse.

Ella aparece en ocasiones, envuelta en la bruma del pasado, como el eco lejano de una canción que una vez fue escuchada y luego olvidada. Su silueta se dibuja entre la penumbra, hermosa e irreal, como un suspiro que roza el mundo sin pertenecerle. Fue alguna vez de carne y risa, pero ahora es solo niebla y memoria.

Es un amor hecho de instantes efímeros: miradas suspendidas en el tiempo, palabras que flotan sin atrever a posarse, caricias que no llegan a tocar. Él nunca puede alcanzarla, pero a veces, en medio del aire inmóvil, cree sentir el roce tibio de sus manos sobre la piel. Ella sonríe como quien recuerda lo que fue vivir, y él la ama como quien sabe que está soñando… y no quiere despertar.

Sus encuentros son breves, casi irreales. Cada despedida deja una herida que no sangra, pero tampoco cicatriza. Se buscan, se reconocen, y aunque saben que no hay un mañana que les pertenezca, se abrazan en la eternidad fugitiva de un suspiro.

Porque se aman. Aunque ella ya no camine entre los vivos, y él aún no pertenezca al reino de las sombras. Se aman con la ternura imposible de quienes entienden que hay amores que no vencen a la muerte, pero tampoco mueren del todo.

Jenofonte 

3 de mayo de 2025

La costa silente


No recuerdo si ese lugar de la costa tenía un nombre. De tenerlo nunca lo supe. Era una desolada extensión pétrea, de farallones desnudos que se alzaban como estatuas erosionadas por siglos de viento y olas, con esa gravedad silenciosa que solo los paisajes olvidados por los dioses suelen tener. Algunos decían que parecía un pedazo de luna que se hubiera caído a la Tierra, y yo, en mi juventud, no entendía del todo esa metáfora. Ahora, en mi vejez, creo comprenderla.
El mar allí no rugía ni bailaba. No tenía prisa. Apenas lamía la base del acantilado, como si tratara de no despertar algo dormido entre las rocas. Recuerdo mirar por la borda del barco y sentirme observado por las profundidades, no con amenaza, sino con una melancólica curiosidad, como si el abismo me reconociera de alguna vida anterior.
El fondo submarino se dejaba entrever con una nitidez inquietante: rocas verdiazules, salpicadas de manchas violetas, como flores sumergidas de un jardín imposible. El agua no parecía agua. Era cristal líquido, un espejo tembloroso que devolvía no nuestros rostros, sino versiones antiguas de nosotros mismos, más jóvenes, más verdaderas quizás. Una ondulación suave —un temblor azulado que no respondía al viento ni a la marea— recorría el lecho marino, como si algo allí abajo se moviese con una calma milenaria.
Fue allí donde se vio por última vez a Narel.
Narel, la estudiante de oceanografía, la de los ojos grises. Narel, que hablaba con las corrientes y escuchaba a las olas. Decía que las mareas llevaban mensajes, que los remolinos eran discusiones entre los dioses del agua, y que los peces sabían más sobre el destino de los hombres que los propios astrólogos. Nos reíamos, claro. Yo el primero. Pero había una serenidad en su voz, una convicción suave y extraña que nos hacía callar sin darnos cuenta.
Llegamos a esa costa por accidente. El capitán había perdido el rumbo tras una tormenta que nos dejó medio desarbolados y con el timón averiado. Fue Narel quien divisó primero la línea pálida en el horizonte. Cuando echamos el ancla frente a los acantilados, el silencio nos envolvió como una niebla invisible. No había gaviotas, ni viento. Solo el rumor del mar.
Esa noche, Narel no durmió. Caminaba por la cubierta con una inquietud contenida, como si la hubiesen llamado por su nombre verdadero, ese que solo los dioses conocen. Al amanecer, descendió en una pequeña barca de remos y se perdió en dirección a una grieta en los farallones. No volvió. Ni rastro. Solo una brisa más cálida subiendo desde el agua, y el rumor de un canto que nadie supo descifrar.
Después de una semana de angustiosa búsqueda y espera, regresamos. Sin ella, claro. Nunca supimos qué le sucedió. Los viejos marinos dirían que tal vez la costa la aceptó, y que la convirtió en espuma o en piedra.
No volví a aquel lugar, aunque muchos años más tarde, cuando tuve un velero propio y libertad para vagar, lo busqué varias veces. Nunca lo encontré. Ni un indicio, ni una costa siquiera parecida. Como si hubiese desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Y, sin embargo, en algunas noches tranquilas, en mi casa en la costa de Cornwall, en esas raras ocasiones cuando el mar calla y el viento duerme, la imagen regresa con tal claridad que me despierto sintiendo la brisa salobre en la cara, y el reflejo de aquella agua extraña bailando bajo mis párpados cerrados. Y entonces me parece oírla —a Narel—, cantando suavemente desde las profundidades, como si me llamara por mi nombre de joven, aquel que ya nadie pronuncia, pero que ella, de algún modo, aún recuerda.
Y, por un instante, todo vuelve a ser como entonces. La costa como la vimos. El mar inmóvil. El temblor azul del fondo. Y Narel, remando hacia la grieta. Sin mirar atrás…

Jenofonte

27 de abril de 2025

El prado de las hadas


"Hay lugares que sólo existen mientras soñamos. Pero soñarlos es la única forma de llegar a ellos."

Aquella noche no comenzó como una aventura, sino como un simple paseo: un sendero que se deslizaba entre álamos de sombra suave y hojas rumorosas. En el cielo, las estrellas guiñaban sus ojos. No sé cuándo dejé de andar sobre tierra firme; el sendero se enredó en niebla, y la niebla en mi cabeza.

Lo primero que vi fue un gnomo de sombrero rojo, sentado en un tronco, que me invitaba a brindar con él sin decir una palabra. Me alcanzó un jarro con cerveza, y cada sorbo sabía a hojas de otoño y brisa suave. Le agradecí la cerveza, y la risa con que me respondió era como el crujir de ramas quebradas.

Sin saber cómo, llegué a un cruce de caminos envuelto en vapor azul, y un genio de rostro avinagrado me hizo señas desde un arco de humo. Sus ojos eran pozos de tempestades; ofrecía cumplir deseos como quien lanza anzuelos en un lago oscuro. Me incliné en señal de respeto, pero pasé de largo, temiendo que su humor cambiase como el viento antes de la tormenta.

El sendero me llevó hasta un embarcadero que flotaba en el aire. Una barca me esperaba —hecha de sueños y estrellas—, y navegué sobre un mar de nubes. Desde la bruma surgieron sirenas, y su canto era como lazos dorados que tiraban de mí. Recordando antiguas historias, con sogas de lirios me até a la barca, y con extraño dolor dejé que se alejara mientras sus voces se disolvían en perfumes.

En un abrir y cerrar de ojos me encontré en un valle de humo sulfuroso. Allí rugió un dragón: alas de herrumbre, ojos como carbones vivos. Me puse a temblar, sin saber qué hacer. Un enano herrero, cuya fragua brillaba en la caverna de mi propio corazón, me tendió una espada cuya hoja vibraba con el coraje de un héroe olvidado. Pero yo no era un héroe, y corrí huyendo del bramido del monstruo, sintiendo la vida como una antorcha encendida.

Pero no todos los encuentros fueron hazañas.

Un troll, vasto como un coloso de arcilla, dormía junto a un puente hecho de raíces trenzadas. Incluso en su sueño agitaba una mano gigantesca, derribando árboles como espigas. Desvié mi camino en un arco amplio, pisando apenas el suelo, como quien teme despertar a un dios adormecido.

Y al final, tras un portal de ramas entrelazadas, llegué a un lugar especial.

Era un prado que no podía existir, donde la hierba brillaba con luz propia y cada flor era un latido. Las hadas danzaban en círculos, tan ligeras que apenas perturbaban el aire sobre los tréboles. Yo, sin saber cómo, conocí sus nombres, sus risas, sus antiguas canciones. Bailé entre ellas, o soñé que bailaba; ¿no es lo mismo?

Cada giro, cada nota vibrando en el aire, era el eco de una alegría que nunca puede atraparse del todo, como el último repique de un campanario en la tarde.

Allí me enamoré de todo: de la noche, del prado, de cada hada, de cada chispa de vida que la noche había tejido para mí.

Y cuando la primera luz de un alba imposible tiñó el prado de un gris nacarado, sentí que mis pies se volvían pesados y que la música se alejaba como un barco en la niebla. Las hadas, una tras otra, se desvanecieron en destellos, y el prado mismo se deshizo como la escarcha bajo el primer soplo tibio de la mañana.

Desperté con el murmullo de la brisa entre los álamos y el aroma de la hierba aún aferrado a mi alma.

A veces —muy raramente—, en los sueños me encuentro buscando el sendero que lleva a esa tierra imposible, y me parece volver a ver aquel portal de ramas entrelazadas que daba entrada al prado de las hadas.

Pero al intentar acercarme, siempre despierto, y solo me queda el vacío dulce de lo que se ha perdido, y la tenue esperanza de algún día volver a encontrarlo.

Jenofonte

26 de abril de 2025

Sueños

 


Recuerdo que había noches en que el cielo entero parecía acercarse, como si quisiera confiarme algún antiguo secreto.
Caminaba lentamente, con la mente enredada en cosas que hoy se me escapan de la memoria. Sin embargo, al llegar a aquella pequeña loma, me dejaba caer sobre el pasto aún tibio del día y alzaba la mirada.
Ahí estaban, como siempre: esos diminutos destellos de luz que eran otros tantos soles.

Se veían tan pequeños... apenas puntitos titilantes en una sábana inmensa y, aun así, sentía que cada uno guardaba un sistema propio, con sus planetas y sus lunas, contando historias que sólo podíamos adivinar.
Cerraba apenas los ojos y, al abrirlos, imaginaba que la Tierra era un navío, y yo, su viajero, impulsándome hacia esos lejanísimos sistemas.
Pensaba en qué maravilla sería llegar a uno de esos mundos remotos y, en una lengua nueva, decir simplemente:
"Hola, vengo de un lugar donde las tardes huelen a pan caliente y los grillos cantan cuando sale la luna."

En la escuela pregunté una vez si podría haber vida allá afuera. El maestro, con la voz grave de quien teme decepcionar, dijo que lo veía improbable.
Pero yo no. Yo seguía creyendo que sí.
Debía de haber, me decía, en algún rincón lejano del universo, alguien también acostado sobre la hierba, mirando hacia este mismo firmamento, preguntándose si estaba solo.

La noche caía sin prisa, como un abrigo que alguien, en un gesto antiguo, me ponía sobre los hombros.
Sabía que debía levantarme y caminar de regreso a casa. Sabía que la luz en la ventana se encendería pronto, esperándome.
Pero me quedaba un poco más, porque esa breve eternidad robada al universo —esa hora hecha de cielo, de sueños y de estrellas— era todo lo que me pertenecía verdaderamente.
Y uno nunca debería tener prisa al despedirse de lo que ama.

Jen-O

14 de abril de 2025

Acerca del fracaso del orden alfabético



No me juzguen todavía. Comprenderán ustedes que, a mis setenta y tantos años —setenta y pocos si me lo pregunta una señorita simpática, y setenta y muchos si se trata de un médico con cara de lápida—, la noción del tiempo adquiere una elasticidad casi poética. Hay mañanas que se extienden como epopeyas homéricas y tardes que se evaporan como un suspiro de juventud. Así que, con ese espíritu y una taza de té (antes era café, pero el doctor me ha puesto en paz con la vida… quitándome todo lo que la hacía tolerable), me propuse enfrentar una de las últimas batallas de mi existencia: poner en orden mis libros.

La primera media hora del proceso consistió en reunir el valor suficiente para mirar los estantes. Lo hice escoltado por mi bastón, mi rodilla derecha traicionera y la idea reconfortante de que, si moría en el intento, al menos sería en mi propia casa, entre libros, como corresponde a un viejo respetable.

Bueno, allí estaba mi biblioteca. Y ahí estaban ellos, mis libros, esperándome con esa expresión muda que tienen los viejos amigos que saben que, aunque uno se demore años en volver, la conversación continuará donde se dejó.

Tomé una caja de cartón con la intención de clasificar. ¡Clasificar! Qué verbo tan arrogante… como si los libros fueran cosas simples, ordenables. Pero bien, me armé de valor. Empecé por el estante de la izquierda, nivel inferior, ese donde están, supuestamente, solo esas antiguas novelas que uno leía en los años en que aún creía que el amor podía salvar al mundo.

Y ahí estaba: El caballero de la taberna, de Rafael Sabatini. ¡Lo había olvidado por completo! Lo abrí con la inocente intención de confirmar que, efectivamente, debía ir al montón de "libros antiguos", pero bastó leer la primera línea —“Aquel a quien llamaban ‘El caballero de la taberna’ rió de una manera maligna, con una risa que los piadosos podrían imaginar en los labios de Satanás”— para que me sentara en el sillón, olvidara la caja, el té, el propósito entero, y me sumergiera en la lectura como quien se zambulle en un lago conocido, con los huesos doloridos pero el alma feliz.

Así pasó la mañana.

Cuando me di cuenta, eran las doce y media. Mi gato, Dogberry, me observaba desde la puerta con ese gesto, entre compasivo y despreciativo, que tienen los felinos cuando creen que el humano ha fracasado moralmente.

—Solo estaba dándole una ojeada, Dogberry —le dije—. Quería recordar un poco de qué se trata.

Dogberry bostezó, demostrando un poco educado interés.

Para no rendirme, cambié de estrategia. Pasé al estante superior. Autores rusos. ¡Ah, los rusos! Con ellos nunca se sabe si uno está a punto de enamorarse o de pegarse un tiro. Y ahí, justo en medio de Tolstói y Dostoievski, se escondía un librito delgado, casi tímido: Pequeñas y grandes desgracias, de un tal Iván Balakov.

—¡Y este! —exclamé—. ¡Lo leí hace unos sesenta años, creo!

Lo abrí. Y claro, fue como abrir una ventana. De pronto tenía diecinueve años, el corazón intacto y la creencia absurda de que entender a los personajes era lo mismo que entender la vida. Uno de los pasajes me hizo reir. Dogberry abandonó el cuarto demostrando su desprecio. Lloré también un poco (por dentro) lo admito. Porque uno se ríe del mundo y llora por uno mismo, que es otro tipo de tragedia.

Y así fue. La tarde se convirtió en noche. La caja de cartón seguía vacía. Yo, en cambio, estaba lleno. Lleno de historias, de risas, de lágrimas de hace medio siglo, de olor a páginas amarillentas, de personajes que un día me enseñaron a soñar y que ahora me saludaban como viejos camaradas, de bellas e inalcanzables mujeres que me sonreían con picardía para ocultarse después tras sus abanicos. Cualquiera que lea esto pensará que estoy loco. Tal vez un poco. Pero díganme ustedes, ¿no es también un acto de cordura elegir la felicidad inútil y la ternura del desorden por encima del tristemente impecable orden sin alma?

Ahora que recuerdo, estoy leyendo Memorias de un bandoneón abandonado. Debe estar entre los cojines del sillón. Lo buscaré, porque quiero seguir leyéndolo. Mañana retomo lo del ordenamiento, sin falta…

A la mañana siguiente, me desperté con renovado entusiasmo, como si la vida me hubiera guiñado un ojo cómplice durante el sueño. Me preparé un desayuno formidable (tres galletas de agua y una taza de té, lo que en esta etapa de la existencia equivale a un banquete) y me fui de nuevo a la biblioteca, ahora con la determinación de un general que vuelve al campo de batalla tras una derrota gloriosa, dispuesto a reivindicarse.

Decidí, con una lógica que me pareció irrefutable, empezar ahora por los diccionarios. Son pesados, no cuentan historias y no tienen personajes entrañables que me tienten a sentarme. Clasificarlos sería un trámite rápido. O eso creía yo.

Comencé por el más grande: el Diccionario Enciclopédico Ilustrado de la Lengua Española, tomo uno, letra A. Lo abrí solo para confirmar que no tenía moho. Pero ¿saben qué encontré? La palabra abismarse.

Abismarse: lanzarse o caer en un abismo; sumirse en la contemplación de algo profundo.

¿Cómo no leer más? Me pareció tan bello, tan humano, tan… autobiográfico, que de pronto me encontré abismado —nunca mejor dicho— en una lectura apasionada de palabras. Fui de abismarse a acicalar, de ahí a albahaca, luego a anacronismo, y sin darme cuenta estaba leyendo definiciones como si fueran poemas.

—Sé lo que estás pensando, Dogberry —le dije al gato—. Y sí, tienes razón, esto no avanza.

Entonces hice lo que hace cualquier hombre razonable que se enfrenta a una tarea imposible: la pospuse con elegancia. Me dije: “Los diccionarios son una categoría en sí. Pueden quedarse juntos, sin necesidad de clasificarlos más. El orden ya está implícito: es alfabético, como manda el consenso universal”. Además, mi proverbio favorito es: “No hagas hoy lo que puedes dejar para mañana”.

¡Qué alivio! Cerré el tomo A con gesto triunfal y pasé al siguiente estante. Sin diccionarios, sin novelas antiguas, sin rusos… ¡Historia! “Esto sí será fácil”, pensé. “Uno no se encariña con la Historia. La Historia no te roba el alma, solo el tiempo”.

Qué idiota fui.

Allí estaba, medio tapado por una edición destartalada de un libro sobre el Imperio Bizantino, un librito que encontré en una feria, con tapa dura y pretensiones blandas: Antología de humoristas italianos contemporáneos. ¿Qué hacía en ese estante? Imposible saberlo, pero de eso se trata todo este trajín: de ordenar lo desordenado.

Lo abrí en cualquier parte.

Recuerdos escolares. ¡Qué sugestivo título! Y veo que comienza así: “Obligado a suprimir de mi biblioteca todos los libros inútiles…”. Resultó ser casi como una premonición. Ni que yo lo hubiese escrito.

Me senté y leí no solo ese cuento, sino el libro entero.

Cuando bajé al comedor, ya eran casi las cinco de la tarde. Haciendo un balance me dije a mi mismo: Bueno, logré clasificar toda la letra A. Claro que solo del del Diccionario Enciclopédico...

Dirán que soy incorregible. No es verdad, soy muy corregible. Lo que pasa es que me niego a ser corregido.

Hoy no fui a la biblioteca.

Decidí quedarme en el jardín, al sol, con un libro que encontré ayer mientras buscaba mis anteojos debajo del velador (me pasa seguido: busco una cosa y encuentro otra). El libro era Cuentos para leer en una sala de espera, de un autor olvidado que siempre me hizo sonreír.

Leí tres cuentos y luego dormité una hora. Soñé que los libros bajaban solos de los estantes, se clasificaban por sí mismos y hasta se quejaban si quedaban cerca de autores que no les caían bien. Balzac gruñía si lo ponían junto a Bukowski, y la edición de Crimen y castigo murmuraba, indignada, si un libro de autoayuda se le acercaba demasiado. Veía desfilar ante mí a Don Quijote y a Sinuhé, caminando juntos por las llanuras de Mongolia, mientras, en el fondo, la nave Corazón de Oro, de Douglas Adams, se perdía entre distantes nebulosas. Un ballenero surcaba el océano con el capitán Ahab a bordo, discutiendo sobre metafísica con Lemuel Gulliver, mientras Margarita, Elizabeth Bennet, Sherezade y Anna Karénina se asomaban desde los balcones de ciudades imposibles. Pasaban también viajeros incansables: Phileas Fogg, tratando de seguir los pasos de Marco Polo en China, acompañado por un espadachín de malas pulgas que se parecía sospechosamente a Enrique de Lagardère. Todo ese universo desfilaba frente a mí, mientras mis libros, pensando por su cuenta, trataban de organizar mi mundo según sus propias reglas. Cuando desperté, entendí por fin la verdad: ordenar mi biblioteca es una excusa. Lo que quiero es reencontrarme, libro por libro, con el tiempo pasado. Cada libro es una etapa de mi vida, una carta que me envié a mí mismo desde el pasado. Si algún día logro ordenarla por completo, quizás me quede sin razones para visitarla. Y eso sí sería una verdadera tragedia.

Así es que sí, Dogberry, mañana lo intentaré de nuevo. Pero no te prometo nada. Y no me mires con esa cara, que, como dijo don Quijote, “la mucha conversación que he tenido contigo ha engendrado ese menosprecio…”

Jenofonte

13 de abril de 2025

Se incluye cuñado


El hombre se casa con la seguridad de haber encontrado al amor de su vida. Dice “sí, acepto”, firma papeles, escucha sermones, recibe arroz en los ojos y, entre la emoción y el temor, comienza a vivir su vida de casado. Nadie le advierte que el contrato matrimonial trae letra pequeña: el matrimonio incluye un cuñado.

El anexo especifica: “Acepta también al hermano de su esposa, con sus opiniones, consejos no solicitados, visitas inoportunas y sablazos sin misericordia.”

En fin, el flamante marido —que podría ser cualquiera— ya ha hecho las paces con la realidad. Sabe que el cuñado es permanente, que aparece en cada comida, en cada reunión y en cada intento fallido de descansar. No es una mala persona; simplemente resulta excesivo, omnipresente, inevitable.

—¿Para qué vas a pagarle a un gásfiter? Eso te lo arreglo yo en un momento, tráeme una llave inglesa —comentó aquella vez, refiriéndose al lavaplatos. Todo terminó en una cañería rota, una cocina inundada y un gásfiter que cobró recargo por ser domingo. Y cuando la esposa le dijo: “Pero si él solo quería ayudar, mira la buena voluntad que tiene”, tuvo que guardar silencio, aunque en su interior los epítetos dedicados al cuñado excedían lo imaginable.

Luego, lo de la parrilla:

—¿Y si hacemos un asado? Yo traigo la carne, no tienes que preocuparte más que de encender el carbón.

Así no más fue. Estando el carbón encendido, a la espera de la carne, llegó el cuñado. El problema es que lo que traía —entre paréntesis, “la carne”— era solo un paquete de chorizos de una marca de escasa santidad. Aguantando las terribles ganas de describirle al cuñado el lugar donde podía guardarse los chorizos, no le quedó más remedio que correr al supermercado más cercano a comprar algo de carne para echar a la parrilla: el carbón estaba esperando.

Y así, cada día se van apilando, una sobre otra, las situaciones. A muchos les parecerán graciosas, como para que un comediante las use en un escenario. Pero al marido, que viene del trabajo con un calor en el que los pájaros están cayendo asados, pensando en que al llegar a casa se tomará una cerveza de las que ayer dejó en el refrigerador, no le resulta nada gracioso encontrarse con que ya no están.

—¿Y qué pasó con mis cervezas? —pregunta, ingenuamente.

—¡Ah! —es la respuesta—. Es que mi hermano pasó a verme. Pero, ¿por qué no vas a comprar otras?

Salir de nuevo, con ese calor infernal, no es para nada una opción. Y así, el cuñado ha obrado el milagro de Caná a la inversa: la cerveza se convierte en agua…

Después ocurrió un hecho que se convirtió en la gota que colmó el vaso, o la paja que quiebra la espalda del camello, según prefiera cada uno.

—El problema —dijo— es que tú no tienes mucha ambición. Mi hermana necesita algo mejor, una casa más grande, por ejemplo —agregó, mientras el marido volvía a oír, otra vez, consejos sobre el matrimonio... del mismo hombre que, a los cuarenta, seguía viviendo con su madre.

¿Y cómo se consigue fácilmente algo más grande? Pues ganando dinero, invirtiendo con uno de sus amigos, experto en negociar en la Bolsa:

—Tú pones un millón y a la semana tienes diez; mi amigo es cien por ciento confiable.

Claro, tanto o más confiable que el cuñado, ya que el millón desapareció completamente.

Si el marido hubiera perdido los ahorros en la ruleta, en el póker o en las carreras de caballos, el drama habría sido de telenovela. Pero como fue el cuñado...

—Entiende —le dijo su esposa—, fue pura mala suerte que el negocio fallara, pero sabes que todo lo hizo con la mejor de las intenciones.

El marido se pone verde, pero no se queja. Simplemente se traga las lágrimas, resignado a lo que no está bajo su control, como quien acepta que llueva después de haber lavado el auto. Ha aprendido a respirar hondo y contar hasta diez mil. Ha desarrollado una paciencia digna de un estudio científico, una que dejaría en vergüenza al patriarca Job.

Pero el hecho de que después el cuñado haya llegado a la casa —a la hora del almuerzo, por supuesto— con una cara de ángel que Rafael hubiera usado como modelo para sus pinturas, logró que el marido comenzara a sufrir una transformación. Su mente alberga ahora siniestras ideas. Y empieza a leer con avidez novelas policiales y a ver antiguas películas de gánsteres, buscando métodos para eliminar a un fulano y hacer desaparecer su cuerpo sin que queden rastros.

Pero, aunque los incrédulos duden, los milagros existen, y un día ocurrió algo inesperado. Entre cervezas y comentarios sobre las nuevas Leyes del Trabajo (el que no ha trabajado en su vida), el cuñado dijo:

—Vi un programa en la televisión acerca de Tailandia. Ese país sí que es bueno: playa, sol, aventura y, además, todo baratísimo.

El marido agarra la idea al vuelo y se aferra a ella como un náufrago a una tabla. Tailandia. Palabra mágica. Desde entonces, comienza a estimular esa idea, a regarla cuidadosamente como quien cuida una planta exótica. Lo anima:

—Pues mira los pasajes, no te hagas problemas, yo te los regalo. El pasaporte, el seguro, las vacunas, el repelente de mosquitos... lo que haga falta. Tú sabes que eres como un hermano para mí…

Y un día ocurrió: el aeropuerto, lágrimas de pena derramadas por la hermana, y de alegría por el marido. El avión despega y se pierde en el cielo.

Un par de meses después, se recibe una videollamada en la que el cuñado, con un fondo de playas y puesta de sol, proclama:

—Mira, conocí aquí a una tailandesa y su padre tiene un negocio en la playa. Perdóname, hermano, sé que me echan de menos, pero me voy a quedar aquí.

Desde entonces, el marido despierta de su siesta en el sofá, respira hondo y, por fin, pone en la televisión el programa de su gusto, sin que el cuñado le arrebate el control remoto diciendo:
—Mira mejor el canal 5, que hay un programa de concursos donde puedes ganar premios con tan solo una llamada telefónica.

¿Para qué sirve un cuñado? Tal vez para recordarte que la paciencia es una de las siete virtudes cardinales, y que te estás ganando el cielo.
O quizás, para enseñarte que todo problema tiene solución... como tomar la decisión de comprar —aunque sea con un doloroso crédito a 48 meses plazo— un viaje de ida, y ojalá sin regreso, a Tailandia o al País de Nunca Jamás, para ese entrañable miembro de la familia.

Pero a veces aparece una nube negra en los pensamientos del marido: ¿y si el maldito se mete en un lío y lo mandan de regreso?
Entonces abre el refrigerador, saca una lata bien fría… y la nube negra se desvanece, como si el futuro incierto pudiera esperar… al menos hasta que se termine esa cerveza.

Jenofonte