Ella aparece en ocasiones, envuelta en la bruma del pasado,
como el eco lejano de una canción que una vez fue escuchada y luego olvidada.
Su silueta se dibuja entre la penumbra, hermosa e irreal, como un suspiro que
roza el mundo sin pertenecerle. Fue alguna vez de carne y risa, pero ahora es
solo niebla y memoria.
Es un amor hecho de instantes efímeros: miradas suspendidas
en el tiempo, palabras que flotan sin atrever a posarse, caricias que no llegan
a tocar. Él nunca puede alcanzarla, pero a veces, en medio del aire inmóvil,
cree sentir el roce tibio de sus manos sobre la piel. Ella sonríe como quien
recuerda lo que fue vivir, y él la ama como quien sabe que está soñando… y no
quiere despertar.
Sus encuentros son breves, casi irreales. Cada despedida
deja una herida que no sangra, pero tampoco cicatriza. Se buscan, se reconocen,
y aunque saben que no hay un mañana que les pertenezca, se abrazan en la
eternidad fugitiva de un suspiro.
Porque se aman. Aunque ella ya no camine entre los vivos, y
él aún no pertenezca al reino de las sombras. Se aman con la ternura imposible
de quienes entienden que hay amores que no vencen a la muerte, pero tampoco
mueren del todo.
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