24 de mayo de 2025

El tiempo y la memoria

 


Hubo una época en que el tiempo tenía sonido. Un sonido leve, constante, pero con peso y presencia. En las habitaciones silenciosas, el reloj no solo marcaba las horas: las pronunciaba. Tic-tac, tic-tac. Venía de la pared del comedor, del reloj de bolsillo, del latido metálico que cuidaba el sueño en el velador. El reloj mecánico no se limitaba a decirnos la hora: la insinuaba, la recordaba, la murmuraba como quien no quiere interrumpir, pero tampoco dejarnos solos. Era un compañero discreto, siempre presente, que nos recordaba que el mundo giraba, que los minutos pasaban sin apuro, con una cortesía casi humana.

Hoy, sin embargo, el tiempo ha enmudecido. Llega desde pantallas sin alma, se desliza en dígitos fríos, parpadea desde teléfonos y relojes digitales con la impasibilidad de lo automático. No hay tic, no hay tac. Solo el número que cambia, sin ceremonia. El tiempo ya no respira: se actualiza. Nos hemos desacostumbrado a escucharlo.

Hace dos siglos, el tiempo era una fuerza que se podía domesticar. Se lo encerraba en cajas de madera, de metal, de cristal. Se lo afinaba, se lo cuidaba, se le asignaba un lugar. Hoy, en cambio, el tiempo es líquido, inasible, cada vez más veloz y menos comprensible. De ser un carruaje que avanzaba al paso, se ha vuelto autopista infinita, flujo sin rostro regido por algoritmos. Ya no lo escuchamos. Tal vez el tiempo ya no quiere que lo escuchemos.

Y en esa pérdida hay algo profundamente triste. La nostalgia por lo humano dentro de lo mecánico, por lo imperfecto que se detenía, que se atrasaba, que necesitaba de nosotros. El tic-tac era un consuelo modesto: nos decía “todavía estás aquí”, con cada segundo ganado. Y ahora, en su silencio, quizá estemos también más lejos de nosotros mismos. Pero a veces —aunque muy rara vez— uno encuentra un viejo reloj dormido en un cajón, lo toma entre las manos, le da cuerda y escucha. Y en ese primer tic, como una gota en el estanque quieto de la memoria, el tiempo vuelve a latir. No afuera, sino dentro. Como si nos recordara, sin palabras, que seguimos vivos. Y que aún hay tiempo.

Jenofonte

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