Hubo una época en que el tiempo tenía sonido. Un sonido leve,
constante, pero con peso y presencia. En las habitaciones silenciosas, el reloj
no solo marcaba las horas: las pronunciaba. Tic-tac, tic-tac. Venía de la pared
del comedor, del reloj de bolsillo, del latido metálico que cuidaba el sueño en
el velador. El reloj mecánico no se limitaba a decirnos la hora: la
insinuaba, la recordaba, la murmuraba como quien no quiere interrumpir, pero
tampoco dejarnos solos. Era un compañero discreto, siempre presente, que nos
recordaba que el mundo giraba, que los minutos pasaban sin apuro, con una
cortesía casi humana.
Hoy, sin embargo, el tiempo ha enmudecido. Llega desde
pantallas sin alma, se desliza en dígitos fríos, parpadea desde teléfonos y
relojes digitales con la impasibilidad de lo automático. No hay tic, no hay
tac. Solo el número que cambia, sin ceremonia. El tiempo ya no respira: se
actualiza. Nos hemos desacostumbrado a escucharlo.
Hace dos siglos, el tiempo era una fuerza que se podía
domesticar. Se lo encerraba en cajas de madera, de metal, de cristal. Se lo
afinaba, se lo cuidaba, se le asignaba un lugar. Hoy, en cambio, el tiempo es
líquido, inasible, cada vez más veloz y menos comprensible. De ser un carruaje
que avanzaba al paso, se ha vuelto autopista infinita, flujo sin rostro regido
por algoritmos. Ya no lo escuchamos. Tal vez el tiempo ya no quiere que lo
escuchemos.
Y en esa pérdida hay algo profundamente triste. La nostalgia
por lo humano dentro de lo mecánico, por lo imperfecto que se detenía, que se
atrasaba, que necesitaba de nosotros. El tic-tac era un consuelo modesto: nos
decía “todavía estás aquí”, con cada segundo ganado. Y ahora, en su silencio,
quizá estemos también más lejos de nosotros mismos. Pero a veces —aunque muy
rara vez— uno encuentra un viejo reloj dormido en un cajón, lo toma entre las
manos, le da cuerda y escucha. Y en ese primer tic, como una gota en el
estanque quieto de la memoria, el tiempo vuelve a latir. No afuera, sino
dentro. Como si nos recordara, sin palabras, que seguimos vivos. Y que aún hay
tiempo.
Jenofonte
No hay comentarios.:
Publicar un comentario