No sé cuándo empieza uno a dejar de ser joven, pero cuando
empezamos a hablar del pasado, es un indicio bastante claro. No significa,
claro, que uno sea viejo —palabra fea, esa—, pero sí que la juventud se ha
vuelto algo que solo se visita, porque ya no se habita.
El pasado fue hace un tiempo —era escolar, cuando caminaba hacia el colegio. No existía locomoción colectiva en ese entonces, solo mis pies, mis horarios que cumplir y un par de zapatos decididos a gastarse las suelas entre pavimento y adoquines.
Volví a mi ciudad después de varios años. No sabría decir cuántos con exactitud, pero los suficientes como para que la ciudad ya no me esperara, y yo tampoco la reconociera del todo. Mi sentimentalismo, que se hace el dormido, pero se despierta con cualquier olor —a pan recién hecho o a pasto húmedo—, se levantó de inmediato. Lo que recordaba dolía. Lo que había olvidado, aún más.
¿A quién conozco?, me preguntaba, mientras cruzaba la plaza como quien camina por la memoria de otro. ¿Será ese un niño que una vez corría por esta misma plaza? ¿Y esa señora, alguien que alguna vez fue niña? ¿Y ese otro? ¿Es un desconocido o un olvidado? A estas alturas es casi lo mismo, ya no conozco a nadie.
Las tiendas también me pusieron en problemas. ¿Esa estaba ya, o la estoy inventando? ¿Y esa librería, ante cuya vitrina me detenía a soñar? ¿Cómo desapareció para transformarse en local de comida rápida?
Me vi en el vidrio de esas vitrinas que aún sobreviven en el centro, las mismas que me vieron pasar hace mil años. Y me pareció —eterna ilusión del amor propio— que yo era el mismo. Apenas una versión ligeramente usada del estudiante, del niño cuya máxima preocupación en la vida era una prueba de matemáticas.
Pero lo que alguna vez me pareció inamovible —la calle, las tiendas, el aire— ya no era igual. Tantas cosas que ya no estaban, o más bien estaban, pero disfrazadas. Otro edificio. Otra fachada. Otra vitrina. Ni siquiera era yo caminando por la vereda. Solo una parte de mí que ya no sabía cómo conjugarse en presente.
Volver es eso: buscar indicios de lo que fuimos. Y tratar de no hacer preguntas muy largas para que no duelan demasiado las respuestas.
Caminé con paso lento, como quien no quiere despertarse del todo de un sueño confuso. Pero al doblar la esquina, una ráfaga de aire me trajo el olor de la panadería antigua, aunque sé que ya no está. Me sonreí. Tal vez, pensé, no se trata de volver a lo que fuimos, sino de aprender a vivir con lo que aún queda: un eco, un reflejo, una brizna de ayer que se nos cuela en el bolsillo sin pedir permiso.
El pasado fue hace un tiempo —era escolar, cuando caminaba hacia el colegio. No existía locomoción colectiva en ese entonces, solo mis pies, mis horarios que cumplir y un par de zapatos decididos a gastarse las suelas entre pavimento y adoquines.
Volví a mi ciudad después de varios años. No sabría decir cuántos con exactitud, pero los suficientes como para que la ciudad ya no me esperara, y yo tampoco la reconociera del todo. Mi sentimentalismo, que se hace el dormido, pero se despierta con cualquier olor —a pan recién hecho o a pasto húmedo—, se levantó de inmediato. Lo que recordaba dolía. Lo que había olvidado, aún más.
¿A quién conozco?, me preguntaba, mientras cruzaba la plaza como quien camina por la memoria de otro. ¿Será ese un niño que una vez corría por esta misma plaza? ¿Y esa señora, alguien que alguna vez fue niña? ¿Y ese otro? ¿Es un desconocido o un olvidado? A estas alturas es casi lo mismo, ya no conozco a nadie.
Las tiendas también me pusieron en problemas. ¿Esa estaba ya, o la estoy inventando? ¿Y esa librería, ante cuya vitrina me detenía a soñar? ¿Cómo desapareció para transformarse en local de comida rápida?
Me vi en el vidrio de esas vitrinas que aún sobreviven en el centro, las mismas que me vieron pasar hace mil años. Y me pareció —eterna ilusión del amor propio— que yo era el mismo. Apenas una versión ligeramente usada del estudiante, del niño cuya máxima preocupación en la vida era una prueba de matemáticas.
Pero lo que alguna vez me pareció inamovible —la calle, las tiendas, el aire— ya no era igual. Tantas cosas que ya no estaban, o más bien estaban, pero disfrazadas. Otro edificio. Otra fachada. Otra vitrina. Ni siquiera era yo caminando por la vereda. Solo una parte de mí que ya no sabía cómo conjugarse en presente.
Volver es eso: buscar indicios de lo que fuimos. Y tratar de no hacer preguntas muy largas para que no duelan demasiado las respuestas.
Caminé con paso lento, como quien no quiere despertarse del todo de un sueño confuso. Pero al doblar la esquina, una ráfaga de aire me trajo el olor de la panadería antigua, aunque sé que ya no está. Me sonreí. Tal vez, pensé, no se trata de volver a lo que fuimos, sino de aprender a vivir con lo que aún queda: un eco, un reflejo, una brizna de ayer que se nos cuela en el bolsillo sin pedir permiso.
Jenofonte
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