20 de noviembre de 2021

¿Quién es el dostor?

 El diagnóstico

Marco A. Almazán

El doctor Gorozpe de la Polaina, un hombre joven, bien parecido, excelentemente forrado desde el punto de vista económico por ambas ramas de su aristocrática familia, recién egresado de la Facultad de Medicina con notas sobresalientes y mención honorífica, entró en la sala número trece y miró rápida y someramente al enfermo. Su tez amarillenta le hizo diagnosticar sin más trámite:

—Hepatitis.

—Doctor —se atrevió a interrumpir la enfermera que lo seguía—, sólo que...

El doctor Gorozpe de la Polaina enarcó las cejas, puso las manos atrás y giró lentamente sobre sus talones.

—Señorita Mondínguez —carraspeó —. ¿Tiene usted la bondad de decirme quién es el médico aquí?

—Usted, doctor —repuso la enfermera sonrojándose ligeramente.

—Y si el médico dice que un paciente tiene hepatitis, ¿puede una simple enfermera corregir o enmendarle su diagnóstico?

—Naturalmente que no, doctor; pero es que...

—Señorita Mondínguez —Continuó el joven facultativo ahuecando la voz y balanceándose alternativamente sobre las puntas de los pies y los talones, siempre con las manos cruzadas a la espalda—: Yo digo las cosas solamente una vez. Y si pretende usted continuar adscrita a mí en este sanatorio, conviene que sepa que no tolero intromisiones, injerencias y menos contradicciones. Sí yo diagnostico que un enfermo tiene hepatitis, significa que el enfermo contrajo hepatitis, que está en cama a causa de su hepatitis y que lo más probable es que muera de hepatitis. A menos, como es natural, que yo le cure su hepatitis. ¿Entendido?

—Entendido, doctor —agachó la cabeza la enfermera, encendiéndose un cromogramo más.

—Muy bien. Entonces haga favor de aplicarle una inyección de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato cada tres horas y téngame informado de la evolución del enfermo. Que le hagan una electrósmosis del perigeo y dos análisis Wolfgang del hipocondrio derecho.

—Muy bien, doctor; nada más que... —interrumpió nuevamente la enfermera.

El joven médico la fulminó con una mirada a través de sus finos cristales de color lila. La muchacha volvió a inclinar la cabeza.

—Después de la segunda inyección —añadió el galeno—, espero que ese color amarillento ceda a uno rosadito claro. Avíseme sobre el particular.

—Le avisaré, doctor, nada más que...

El doctor Gorozpe de la Polaina dio una tremenda patada sobre el inmaculado piso de mármol.

— ¡Una interferencia más y me veré obligado a solicitar su despido sin derecho a compensación ni aguinaldo! Si persiste en objetar mis indicaciones, haré que la den de baja del cuerpo de enfermeras y que le retiren el distintivo de Florencia Nightingale.

La pobre chica palideció y se retorció las manos.

—De continuar el tinte amarillento de la epidermis, duplíquele la dosis de sulfabencina —concluyó el joven médico en tono que no admitía réplica.

—Muy bien, doctor —suspiró la enfermera.

El facultativo continuó su recorrido por las salas del sanatorio que tenía asignadas y después se marchó a su club a tomar el aperitivo. Almorzó en casa de los banqueros De la Lana y Escalón, y por la tarde jugó al golf. Al anochecer regresó al sanatorio.

— ¿A1guna novedad? —preguntó a la enfermera.

—Sí, doctor. El japonés de la sala trece falleció a las diecisiete treinta a consecuencia de su afección cardiaca.

El joven doctor Gorozpe de la Polaina se quedó con la boca abierta.

—Según parece —agregó muy seria la enfermera—, no resistió la doble dosis de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato ni la electrósmosis del perigeo.

6 de octubre de 2021

Receta

La cosa comenzó con un malestar, pero después comenzó a doler. No vamos a decir que dolía mucho, sería exagerado, pero dolía, con tenaz insistencia. 

Cuando el analgésico no ayuda mucho, y comienza a escucharse eso de: "deja de quejarte, ya te dije que fueras al médico", ¿qué hace uno?, pues ir al médico.
El profesional examina, "respire, no respire". Luego pide una cantidad de exámenes, de sangre, de orina, de rayos, de eco-no-se-cuanto y de qué-se-yo.

Listos los resultados, se emite el diagnóstico y la correspondiente receta. 
La receta, como siempre, pareciera estar escrita en jeroglífico, solo pareciera, claro, pero al tratar de saber lo que dice, da lo mismo si está en sánscrito.

Tomar la receta y partir a la farmacia es el siguiente paso. En la primera, después de esperar el turno, la señorita me recibe la receta y vuelve con cara de circunstancias. "Vale 68 mil 490, pero en la caja vienen 30 y como es dos veces al día, necesita dos cajas al mes, y aquí dice por seis meses".
No necesito calculadora para saber cuánto es el total. 
Golpeado alevosamente por el total resultante, todavía puedo preguntar: "¿ y un alternativo"?
"Está agotado", me responde la amable señorita...
El artero golpe me ha dejado una conmoción cerebral, pero doy las gracias y me retiro, frente en alto, "que nadie sepa mi sufrir", como dice la canción.

Luego viene el peregrinaje de un establecimiento en otro, lo que resulta ser un via crucis farmacéutico. "Vale 72 mil, el alternativo 67 mil", "Está agotado", "No trabajamos ese medicamento" (¿"no trabajamos"?), "con la tarjeta (que no tengo) le queda en 58 mil"...

Nada que hacer, hay que pensar en otras opciones. Una podría ser el hacerme devoto de San Angaricio de Trebisonda. Me dijo una señora que aplicarse la estampita en la zona afectada, mientras se rezan tres Avemarías y una Salve, es milagroso (me recalcó que siempre que se haga con fe, eso sí).

Ya se complicó mucho el asunto, el cielo está muy alto y el billete está muy lejos, creo que lo voy a dejar ahí no más. Si pensándolo bien, al final no era tanto lo que me dolía tampoco...


30 de septiembre de 2021

Les chats du Château de Pierrefonds

 

En Francia existe un castillo muy famoso, el de Pierrefonds, ubicado en el Departamento de Oise, y en la comuna que lleva su nombre. Este castillo fue edificado por primera vez en el siglo XII, en plena Edad Media, pero con el paso del tiempo dejó de usarse. Dos siglos después, Carlos VI se lo regaló a su hermano, el Duque de Orleans, quien encargó su reconstrucción al arquitecto de la corte, Jean le Noir. este realizó la restauración y empezó a habitarse.
 
Pasados otros dos siglos, en 1617 y tras una guerra interna, el Cardenal Richeliu dió órdenes de destruirlo por completo. Sin embargo, esta tarea era tan ardua y lenta, que la demolición se dejó a la mitad, destruyéndose sólo los techos y algunas murallas. 
 
Dos siglos más estuvo el castillo abandonado (parece cuento lo de los dos siglos), continuando el paso del tiempo la labor de destrucción, hasta que en 1857, Luis-Napoleón Bonaparte, ya convertido en Emperador de Francia, ordenó su reconstrucción total al arquitecto Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc, quien aunque trabajó en ello 22 años, no pudo terminarlo, ya que falleció en 1879. Las labores continuaron por seis años más, sin su dirección, para finalmente detenerse en 1885.
 
Se dice que fue este arquitecto quien, entre un centenar de otras bestias, hizo poner como ornamentos unas cuantas decenas de gatos, que algunos dicen ser una treintena y otros (tal vez muy fantasiosos) cifran en ochenta. Así como en otros edificios antiguos las gárgolas miran con horrendos rostros a los visitantes, desde las alturas de techos y muros, en el castillo de Pierrefonds son gatos en muchos casos quienes lo hacen. 
 





Gatos en variedad de posiciones, sentados, jugando con pelotas, cazando ratones e incluso una gata con su cría en la boca. Difícil es, en todo caso, para los visitantes apreciar estas pequeñas esculturas, ya que se encuentran en las alturas, guarneciendo techos y ventanas, y en lugares de difícil acceso. Es la contribución del arquitecto, amante de los gatos, en la restauración de este enorme edificio que, en estricto rigor, nadie sabe cómo era originalmente.
 
 





 Ciertamente, si pudiera construirme una casa, también le pondría tres o cuatro gatos a guisa de gárgolas...

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2 de septiembre de 2021

De falsos conejos y aventuras culinarias.

Hoy preparé la receta de "Falso conejo", platillo boliviano del que hablé hace unos días en mi Facebook, contando que lleva ese curioso nombre debido a que se habría reemplazado la carne de conejo original, por carne de vacuno.

Sin embargo, mi propia preparación también varía sobre la tradicional transandina, y no en poco. Puesto a comprar los ingredientes, advertí que, si bien el vacuno que reemplazó al conejo es mucho más fácil de conseguir que éste, hecho que motivó que esto se hiciera en su momento, el vacuno está a día de hoy mucho más caro, y eso me hizo pensar: ¿no cabría a su vez reemplazarlo por algo más asequible?
Porque, si ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón, ¿no aplicaría este axioma al que modifica una receta que otro modificó también? Debiera ser, me dije. Y así fue que, basándome en esa premisa y en otras consideraciones no menores, decidí reemplazar el vacuno por pollo.

Me pareció muy razonable (aunque quién me conozca sabrá que no soy fan de tales plumíferos, culinariamente hablando), porque la verdad es que la carne de pollo guarda más similitud en apariencia y características con el conejo que el vacuno. Así es que, sumando eso a lo anterior, se pensó y se hizo, y vengo ahora a presentarles el primer plato de «Falso falso conejo» de la historia culinaria mundial.

 

"Falso falso conejo"
"Falso Falso Conejo"

La receta se mantiene en un todo igual, exceptuando el mencionado cambio de pelo a pluma.

Ingredientes:

      1 pechuga de pollo deshuesada

      1 taza de arvejas

      4 vainas de ají amarillo

      ½ cucharadita de comino

      ½ cucharadita de pimienta

      1 taza de pan rallado

      1 diente de ajo finamente picado

      2 cebollas

 Acompañamiento:

12 papas

       2 cebollas

       2 tomates

       1 cucharada de perejil finamente picado

       aceite y sal

 Preparación:

 - Picar la cebolla en cuadritos pequeños y el ajo bien fino, freírlos hasta que la cebolla esté transparente. 

 

- Añadir el ají amarillo finamente picado (molido decía una receta), la pimienta y el comino. Sofreír durante unos minutos. Agregar las arvejitas y agua suficiente (creo que lo indicado en la receta es excesivo para una taza de arvejas, yo usé cantidades equivalentes, 1/1), dejar cocer hasta que las arvejas estén suaves.

 
- Cortar el pollo en filetes (más fácil comprar pechuga fileteada, obvio) y pasarlos por pan rallado. Esto debe hacerse concienzudamente, aplastándolo contra el pan con algún instrumento de madera (mazo de cocina, uslero, etc). La idea es que quede el pan bien impregnado.
- Freír los filetes apanados con aceite (esto pareciera obvio, pero hay recetas en que los ingredientes se fríen en mantequilla o en manteca).

- Una vez fritos, pasarlos al ahogado (la preparación con las arvejas) y dejarlo cocer 5 a 10 minutos.

Para el acompañamiento:

 - Cocer las papas en forma habitual. (Tenía muchas ganas de cocer las papas añadiéndole al agua algo de caldo de ave, para darles sabor, pero no tenía. Lo probaré la próxima vez.)

-El tomate se corta de cuadros y la cebolla de pluma. Se decora con una hojitas de perejil.
  

 

Obviamente, aquellos que comen hasta el arroz con arroz, pueden acompañar también este plato con ese elemento imprescindible de la cocina nacional. O con fideos, en algunas regiones de Bolivia se acompaña con fideos Caracoles u otro de similar tamaño.


 Algunas aclaraciones: 

- Pongo una pechuga de pollo porque la receta decía 3/4 de kilo de carne, y creo que eso es el equivalente. Dado que yo preparé la receta para una persona, reduje en mucho las cantidades, siendo éstas para varias personas. Dado que ninguna de las varias recetas consultadas indica para cuántas, asumo que una cantidad lógica son 3 papas por personas, por tanto podríamos asumir que es para 4.

- Los ingredientes que yo usé fueron la cuarta parte de los que se expone, obviamente.

 - Yo usé arvejitas congeladas y las tuve cociendo como 15 o 20 minutos (la idea es que estén bien blandas).

 - La “papa” más oscura que se ve en la foto no es papa. Para aportar un poco de variedad al acompañamiento, le agregué un pequeño camote, cuyo sabor tanto difiere de la papa y le dio una nota contrastante al plato, ligeramente dulce.

¿El resultado? Limpié el plato, y quedé arrepentido de no haber preparado mayor cantidad. 😕

No había ningún incauto(a) para hacérselo probar, así es que arriesgué mi propia salud, pero todo salió bien.

Falso falso conejo, agregado al menú. 🍴🍛

Post Data: Me acaban de decir que he inventado la rueda y descubierto la pólvora: el Falso conejo con pollo existía ya...  

Que gran decepción, y yo que pensaba haber hecho un gran aporte al acervo culinario sudamericano. .. 😓


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14 de mayo de 2021

Un pez en las Cruzadas



"Mientras el rey estaba en Sayette (Tunez) le trajeron una piedra que se rompió en lascas, la piedra más maravillosa del mundo; y cuando se separó una de las partes, se encontró, entre las dos piedras, la forma de un pez de mar. El pez era de piedra; pero no le faltaba nada en forma, ojos, huesos, ni color, ni nada más, para hacerlo parecer que  estuviera vivo. El rey me dio una de estas piedras, y encontré en ella una tenca, de color marrón, y de la forma que debería tener una tenca."
   (Jean de Joinville, Crónica de la Cruzada)

Encontré este texto de lo más interesante, porque era el año 1250 más o menos. En ese tiempo nada se sabía de los fósiles, pero lo que los caballeros franceses encontraron era eso, nada menos que peces fosilizados. Jean de Joinville encuentra que la piedra era "maravillosa", y deja su asombro registrado en su historia.

8 de mayo de 2021

Y allí quedó el queso...

 
 Érase que se era una casa como cualquier otra casa, de ésas antiguas, de madera, vieja como sólo pueden ser las casas nortinas de madera.

Y en aquella casa, como en toda casa de madera que se respete, solían aparecer ciertos visitantes nocturnos, de pies ligeros y suave andar, amigos de comerse cualquier resto, sobra, miga o incluso alimentos que pudieran encontrar.

Estos visitantes, conocidos en el gremio de los roedores como "lauchas", habían proliferado el último tiempo, a falta de gatos en los lugares aledaños, y por el descuido de los dueños de casa que -imbuidos en el diario quehacer- no advirtieron su presencia hasta que era ya tarde, cuando los viles roedores, no contentos con las sobras que hallaban, rompieron arteramente una bolsa de arroz.

Levantada pues la alarma, pusiéronse los habitantes en campaña, y llegó el marido una noche con una trampa. Nueva, de reluciente metal, recién comprada en una ferretería, al pasar rumbo a su hogar.

No sólo una trampa traía, también había comprado para montarla el más sabroso manjar que para ratones se puede encontrar: un oloroso trozo de queso amarillo, mantecoso, que invitaba a ser comido. Un cubo de queso perfecto, algo más grande que un dado de cacho, fue a parar a la trampa, la que, con todo arte, fue montada al ras, de manera que el más leve roce la hiciera saltar.

La instaló el hombre detrás de la cocina, lugar de tránsito obligado de los nocturnos visitantes y, apagando las luces, fuéronse a acostar. No habían apagado aún las luces del dormitorio (uno leía y la otra miraba televisión), cuando se sintió un fuerte chasquido.

¡La trampa! se dijeron al unísono, a la vez que se miraban, y en tanto ella se recogía instintivamente bajo las frazadas, levantóse él rápidamente y, encendiendo luces, partió raudo a la cocina. Y allí estaba pues, atrapado por el resorte de la trampa, un soberbio ejemplar de laucha. Chilló al verse sorprendido, pues estaba todavía vivo, pero no había modo que pudiese escapar.

Por decoro, omitiremos la parte en que aquel peludo personaje abandonó -definitivamente- el escenario, y continuaremos la historia con el queso, apenas ligeramente mordido en una esquina, volviendo a ocupar el lugar que, por efectos del brusco golpe, se vio forzado a abandonar.

El marido instaló la trampa nuevamente, según diría a su esposa al volverse a acostar, precisamente porque el cebo había quedado casi intacto, pero sin pensar siquiera por un momento en que pudiese haber real necesidad. El ofensor estaba ya muerto, descansaba en paz, y en paz también podría descansar ahora él, sin que su esposa lo despertara -como en días pasados- al menor ruido que sentía.

Pero ni siquiera alcanzó a meterse a la cama, cuando el chasquido aquél se volvió a escuchar, nítidamente, en el silencio de la noche. "Madre patria", dijo él, "yo sabía que la había armado demasiado en la orilla, se soltó la porquería". Y partió a arreglarla, sin escuchar a su esposa que le decía que para qué, si ya no se necesitaba.

Es que para él no cabía eso de hacer las cosas mal, caramba, ¿cómo no iba a ser capaz de montar bien una miserable trampa?

Llegó a la cocina, encendió la luz y, al ir a recoger la trampa, la sorpresa fue total: había otra laucha allí, esta vez inanimada. Incluso la trampa lucía grandes manchas de sangre fresca, de tal manera había agarrado al pobre animal.

Bueno, el occiso no podía quedar ahí, de modo que lo retiró y lo arrojó con el otro, en lo profundo del basurero. El sólo hecho de estar manchada la trampa quitaba hasta las ganas de manipularla, pero cuando iba a dejarla ahí mismo, para limpiarla al día siguiente, se encontró -no sin sorpresa, con el dado de queso, aún intacto, en el piso.

Se rascó la cabeza, lo pensó un par de veces, y bueno, no lo podía dejar ahí, sin uso, de manera que a medias limpió la sangre, puso el queso y la trampa volvió a su estratégico lugar.

De vuelta a la cama, contada la historia, pasada la euforia del momento y con la conciencia tranquila de quien ha cumplido su deber de marido (eliminar las peligrosas alimañas que atacan el hogar), se dispuso a dormir. Y con tan buen ánimo enfrentó esa tarea, que no pasaron ni cinco minutos cuando ya estaba dormido.

Era noche cerrada cuando se sintió sacudido por el hombro, y escuchó a su mujer que le decía: "la trampa, saltó la trampa". Él, como todo buen marido que se precie de tal, no le creyó nada a su mujer. ¿Cómo podría haber saltado la trampa? Imposible. ¿Qué laucha se acercaría a una trampa todavía manchada con la sangre de su pariente? No, el olor a muerte las aleja inmediatamente. Y quiso volverse a dormir.

Obvio, la esposa, como toda buena esposa que se precie de tal, lo sacó de un ala de la cama, y lo mandó a investigar, sin parar mientes en que fuesen las 2 de la mañana.

Y obvio también, como ocurre siempre que una esposa afirma algo, tenía razón: allí, detrás de la cocina, preso en la trampa y al lado del trozo de amarillo y mantecoso queso, apenas mordido, estaba el cadáver de un tercer ratón.

Si no es algo extraño, inusual, extraordinario, atrapar tres ratones en una noche con la misma trampa (jamás lo he oído contar), atraparlos con el mismo queso no puede, definitivamente no puede, ser algo común y normal...

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3 de mayo de 2021

Amarrado

 


Gatito negro amarrado, 
allí al costado de la calle,
a pesada piedra ligado 
¿por qué te tienen así?
¿es que te han castigado?

No, no, para que tome el sol 
mi dueña me ha dejado.

Y es que si estuviera libre 
ya me habría escapado,
y por ir tras de las gatas
 -soy yo muy enamorado-
peleando con mis rivales 
correría por los tejados,
para desazón de mi ama 
pues soy su bienamado.

Por eso, no por otra cosa, 
estoy de tal guisa atado.
 
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(Imagen de Javiertzo)

29 de abril de 2021

Las especialistas.

Era una tarde como cualquier otra, que dejaba paso ya a la noche, y yo estaba en el computador, como es habitual a esa hora. Enfrascado en lo que hacía, no noté la entrada de mi hijo sino hasta que me habló, con voz que sonaba agitada:  Papá, un ratón...

A esa voz, todo lo demás dejó de tener importancia, nada es más importante que el hecho que un intruso semejante se atreva a ingresar en nuestros dominios. Es un problema que debe atacarse de inmediato, ya que dilatar el asunto podría darles tiempo para establecerse, y eso sería muy malo. Mi casa es grande y plena de lugares donde una laucha pueda esconderse y pasar desapercibida, y dos o tres también. Por eso, mi hijo y yo le damos atención prioritaria e inmediata a estos casos, desde que él era un niño.

Mientras íbamos a su habitación, lugar donde se encontraba el intruso, pasó por mi mente una feliz idea: “ahora tenemos gatos”. Y sí, ciertamente, y no una, sino dos gatas tenía. Gatas, por lo demás, que llevan consigo fama de ser mejores cazadoras que los gatos. Sonreí, mientras pensaba “ya verás, laucha, no sabes en la que te has metido”. Pobre iluso, yo tampoco lo sabía.

Llegados a su habitación, donde el advenedizo animal se encontraba agazapado bajo un mueble, le dije a mi hijo que trajese a las gatas. Como si fuese tan fácil. Tsuki, al vernos nerviosos y apurados por atraparla, pensó que la cosa iba contra ella, así es que se dedicó a frustrar cualquier intento por tomarla. No hubo caso, y a cada momento se ponía más nerviosa. Así es que preferimos dejarla.

Con Noire es suficiente, dije yo, ella es más grande y lo hará mejor. Y así fue. Lo hizo mejor, pues la laucha apenas verla salió a escape hacia el pasillo, que aunque habíamos cerrado la puerta, el escurridizo y aparentemente deshuesado invasor pasó -sin dificultad alguna- por el ínfimo resquicio que quedaba debajo. Abrimos la puerta y Noire corrió detrás, seguida por nosotros, y entrando al living la atrapó con absoluta facilidad, de una vez y con una eficiencia sin par.

Hasta ahí todo bien, genial. Hasta ahí. Porque Noire, que por primera vez en su vida veía una laucha, y que jamás nunca había cazado nada que no fuera algún juguete o el ruedo de una cortina, no supo que más hacer con ella, y la soltó. El pequeño roedor quedó ahí, entre sus patas, como si no pudiera decidir si debía estar confundido o asustado, pero luego de unos instantes emprendió de nuevo veloz carrera por el borde de la pared, sin que pudiéramos hacer nada por detenerlo, ya que habíamos supuesto que Noire, como todo buen gato, sólo la había soltado para volverla a agarrar apenas quisiera escapar, y que tenía todo controlado. ¡Pamplinas!, ella se limitó a verlo correr, como si no fuera su asunto, ajena por completo a lo que esperábamos hiciera.

Tsuki, ya más curiosa que nerviosa, se hizo ver en ese momento en el vano de la puerta, pero sin ningún interés de perseguir a nadie. Solo curioseaba.

La laucha, ni corta ni perezosa, se escondió detrás de las cortinas. Las largas cortinas que llegan hasta el suelo. Despejamos en un dos por tres el área de muebles, sin perder de vista ambos extremos de las cortinas, por si pretendía escaparse de ahí. Movidos los muebles, con amplia visión de la zona y el resguardo de mi hijo atrás, me dirigí a la ventana y tomando las cortinas, las despegué del suelo, para dejar al bicho al descubierto y a merced de un buen golpe.

 

Pero, oh, sorpresa. No estaba. Sorprendido, solté las cortinas y las entreabrí despacio. ¡Y ahí estaba! En el borde de la ventana, sobre sus patas traseras, la condenada laucha ondeaba sus bigotes y me miraba. Quise darle un golpe con la mano, pero tenía la cortina agarrada y no conseguí nada más que perder de vista al animal, una vez más.

Nos pusimos de acuerdo, y decidimos atacar ambos al mismo tiempo, descorriendo lentamente las cortinas, una cada quien, pensando en que el visillo no bastaría para que se ocultara, y podríamos ver exactamente donde estaba. Pero las descorrimos, y las levantamos, y de la laucha nada. Ni rastro.

¿Las gatas? Las gatas a esa altura sólo nos miraban a distancia, como si estuvieran intrigadas por conocer el motivo de tanta zalagarda.

Revisamos las cortinas y los visillos de arriba abajo, y no estaba. Nos acusamos mutuamente de no haber visto cuando se escapaba. La buscamos por los rincones, detrás de los muebles, volcamos hasta el sofá, pero nada. Confiábamos en que por la puerta no había salido pues ahí estaban las gatas, y aunque habían demostrado ser unas inútiles para la caza, la laucha no lo sabía, y no correría sin motivo a enfrentarlas.

Era todo un misterio. La maldita bestia había desaparecido. Revisamos todo de de nuevo, tres  o cuatro veces, y cuando ya dábamos todo por perdido, cuando ya habíamos renunciado a la cacería y nos disponíamos a ordenar el living, me sentí extrañamente impulsado a mirar hacia arriba, a lo alto de la cortina. Y allí, asomando por sobre el borde de la cenefa sus malignos ojillos y su insolente cara, observándonos con aspecto de gozar del espectáculo, estaba la laucha. Nos había mirado desde allí, desde la altura, todo el rato que la buscábamos. Qué rabia, qué frustración, la miré de nuevo y me parecía como que se burlaba.

La bajé de un escobazo, y volvió a correr por el piso, por los muebles y las paredes, hasta que cayó, finalmente derrotada. No podía vencernos, claro que no, en nuestra propia casa, ni a mí, ni a mí, que llevaría como 30 muescas en el mango de la escoba, si las marcara...

Pero, eso sí, antes de irse se dio el gusto de reírse de nosotros un buen rato, ahí, en lo alto de la cenefa...

 


 

21 de abril de 2021

El merodeador nocturno

La historia de unos gatos que asaltaron una fuente con galletas, que alguien me contó recientemente, despertó en mí el recuerdo de un gato -que ya había olvidado- que hizo de las suyas con mi comida, alguna vez.

Vivía junto a un compañero, al lado mismo de un taller en el que trabajábamos. Y en el taller teníamos la cocina y todo lo que era menester, saliendo de él solo para irnos a dormir. No teníamos refrigerador, que hace 35 años atrás no eran tan fáciles de conseguir, de modo que cuando nos quedaba comida para el día siguiente, la dejábamos en la olla y ya. Muchas veces era carne o pollo lo que allí quedaba, de modo que al siguiente día sólo cocinábamos algo para acompañar.

Una mañana, al llegar junto a la cocina, nos encontramos con que la olla estaba destapada, y nuestro pollo asado había desaparecido. No entendíamos cómo pudo suceder. Un gato, dijo mi compañero (bastante mayor que yo), éste ha sido un gato. Pero ni encontramos gato alguno ni lugar por donde pudiera haber entrado. Y bueno, no nos ocupamos más del asunto.

 La siguiente vez que dejamos algo (días después), fue un buen trozo de carne, y mi compañero -pensando en lo ocurrido- guardó la olla dentro de un mueble, de manera que el supuesto gato no pudiera llegar a ella. Y nos fuimos. Mala idea. Cuando llegamos a la mañana siguiente, la carne estaba en el suelo del taller, medio comida y sucia, de haber sido arrastrada por el piso. El ladino animal había abierto el mueble, volcado la olla y tomado la carne, como si fuese lo más normal del mundo.

Rebuscamos por el taller, hasta que encontramos que, junto a una de las ventanas que, en lo alto de la pared, nos proporcionaban la luz, había una tabla suelta que le permitía al gato entrar y salir sin que nos hubiéramos dado cuenta. Yo iba ya a clavarla cuando mi compañero me tomó del brazo y me dijo que no. Quería que el gato volviera a entrar, porque pensaba vengarse. Se había tomado el hurto como una ofensa, y el desquite era ahora una cosa personal.

Cocinamos guiso de pollo un par de días después, para el almuerzo, y en la olla pusimos lo que debía ser para el día siguiente, como de costumbre. Le pregunté entonces cómo iba a hacer para evitar que el gato se lo comiera, y él sólo me respondió “ya vas a ver”. Cortó de una vieja cámara de neumático (en ese tiempo todos los neumáticos llevaban una cámara inflable dentro) una larga tira de goma, elástica y fuerte. Y con ella amarró la tapa de la olla, para luego darle 6 o siete vueltas alrededor, como si quisiera hacer un ovillo.

Y dejó la olla sobre la cocina, a la vista. Estaba muy seguro de sí mismo, de modo que yo confié en que sabía lo que hacía.

A la mañana siguiente, cuando entramos lo primero que vimos, desde la puerta, fue que no había nada sobre la cocina. Y que, en el piso, agarrado con sus cuatro patas a la olla y mordiendo los elásticos todavía, estaba el gato, furioso y desaliñado. No había podido abrirla, pero no se había rendido, y sabe dios cuántas horas llevaría luchando con las amarras, acuciado por el olor del pollo y por el jugo que escurría por la tapa cada vez que la volteaba. Y bueno ¿quién sabe?, tal vez hasta por una cuestión de orgullo personal.

En fin que aun en su furia pudo darse cuenta que nos acercábamos corriendo y soltó su presa, para correr a la desesperada en busca de la salida, pero le cortamos el paso, de modo que saltó y corrió por todo el taller con nosotros detrás, hasta que con la agilidad propia de los gatos nos evadió y consiguió salir por donde había entrado. El piso estaba todo resbaloso, con el aceite del pollo guisado, y sembrado de las cosas que había botado en su lucha contra la olla, y posterior huida. Limpiamos todo, riéndonos del gato, de su derrota y de su desalado escape.  

Mi compañero no quiso que cerrara el agujero en la pared: quería comprobar si el gato tendría el coraje de volver a nuestro taller. No lo tuvo. Nunca más volvió, y nuestra comida permanecía intacta en la olla. Amarrada, claro, que nunca nos volvimos a confiar.


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