8 de mayo de 2021

Y allí quedó el queso...

 
 Érase que se era una casa como cualquier otra casa, de ésas antiguas, de madera, vieja como sólo pueden ser las casas nortinas de madera.

Y en aquella casa, como en toda casa de madera que se respete, solían aparecer ciertos visitantes nocturnos, de pies ligeros y suave andar, amigos de comerse cualquier resto, sobra, miga o incluso alimentos que pudieran encontrar.

Estos visitantes, conocidos en el gremio de los roedores como "lauchas", habían proliferado el último tiempo, a falta de gatos en los lugares aledaños, y por el descuido de los dueños de casa que -imbuidos en el diario quehacer- no advirtieron su presencia hasta que era ya tarde, cuando los viles roedores, no contentos con las sobras que hallaban, rompieron arteramente una bolsa de arroz.

Levantada pues la alarma, pusiéronse los habitantes en campaña, y llegó el marido una noche con una trampa. Nueva, de reluciente metal, recién comprada en una ferretería, al pasar rumbo a su hogar.

No sólo una trampa traía, también había comprado para montarla el más sabroso manjar que para ratones se puede encontrar: un oloroso trozo de queso amarillo, mantecoso, que invitaba a ser comido. Un cubo de queso perfecto, algo más grande que un dado de cacho, fue a parar a la trampa, la que, con todo arte, fue montada al ras, de manera que el más leve roce la hiciera saltar.

La instaló el hombre detrás de la cocina, lugar de tránsito obligado de los nocturnos visitantes y, apagando las luces, fuéronse a acostar. No habían apagado aún las luces del dormitorio (uno leía y la otra miraba televisión), cuando se sintió un fuerte chasquido.

¡La trampa! se dijeron al unísono, a la vez que se miraban, y en tanto ella se recogía instintivamente bajo las frazadas, levantóse él rápidamente y, encendiendo luces, partió raudo a la cocina. Y allí estaba pues, atrapado por el resorte de la trampa, un soberbio ejemplar de laucha. Chilló al verse sorprendido, pues estaba todavía vivo, pero no había modo que pudiese escapar.

Por decoro, omitiremos la parte en que aquel peludo personaje abandonó -definitivamente- el escenario, y continuaremos la historia con el queso, apenas ligeramente mordido en una esquina, volviendo a ocupar el lugar que, por efectos del brusco golpe, se vio forzado a abandonar.

El marido instaló la trampa nuevamente, según diría a su esposa al volverse a acostar, precisamente porque el cebo había quedado casi intacto, pero sin pensar siquiera por un momento en que pudiese haber real necesidad. El ofensor estaba ya muerto, descansaba en paz, y en paz también podría descansar ahora él, sin que su esposa lo despertara -como en días pasados- al menor ruido que sentía.

Pero ni siquiera alcanzó a meterse a la cama, cuando el chasquido aquél se volvió a escuchar, nítidamente, en el silencio de la noche. "Madre patria", dijo él, "yo sabía que la había armado demasiado en la orilla, se soltó la porquería". Y partió a arreglarla, sin escuchar a su esposa que le decía que para qué, si ya no se necesitaba.

Es que para él no cabía eso de hacer las cosas mal, caramba, ¿cómo no iba a ser capaz de montar bien una miserable trampa?

Llegó a la cocina, encendió la luz y, al ir a recoger la trampa, la sorpresa fue total: había otra laucha allí, esta vez inanimada. Incluso la trampa lucía grandes manchas de sangre fresca, de tal manera había agarrado al pobre animal.

Bueno, el occiso no podía quedar ahí, de modo que lo retiró y lo arrojó con el otro, en lo profundo del basurero. El sólo hecho de estar manchada la trampa quitaba hasta las ganas de manipularla, pero cuando iba a dejarla ahí mismo, para limpiarla al día siguiente, se encontró -no sin sorpresa, con el dado de queso, aún intacto, en el piso.

Se rascó la cabeza, lo pensó un par de veces, y bueno, no lo podía dejar ahí, sin uso, de manera que a medias limpió la sangre, puso el queso y la trampa volvió a su estratégico lugar.

De vuelta a la cama, contada la historia, pasada la euforia del momento y con la conciencia tranquila de quien ha cumplido su deber de marido (eliminar las peligrosas alimañas que atacan el hogar), se dispuso a dormir. Y con tan buen ánimo enfrentó esa tarea, que no pasaron ni cinco minutos cuando ya estaba dormido.

Era noche cerrada cuando se sintió sacudido por el hombro, y escuchó a su mujer que le decía: "la trampa, saltó la trampa". Él, como todo buen marido que se precie de tal, no le creyó nada a su mujer. ¿Cómo podría haber saltado la trampa? Imposible. ¿Qué laucha se acercaría a una trampa todavía manchada con la sangre de su pariente? No, el olor a muerte las aleja inmediatamente. Y quiso volverse a dormir.

Obvio, la esposa, como toda buena esposa que se precie de tal, lo sacó de un ala de la cama, y lo mandó a investigar, sin parar mientes en que fuesen las 2 de la mañana.

Y obvio también, como ocurre siempre que una esposa afirma algo, tenía razón: allí, detrás de la cocina, preso en la trampa y al lado del trozo de amarillo y mantecoso queso, apenas mordido, estaba el cadáver de un tercer ratón.

Si no es algo extraño, inusual, extraordinario, atrapar tres ratones en una noche con la misma trampa (jamás lo he oído contar), atraparlos con el mismo queso no puede, definitivamente no puede, ser algo común y normal...

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1 comentario:

Jenofonte dijo...

Más parece suicidio en masa, un trabajo para Sherlock Mouse...