"Hay lugares que sólo existen mientras soñamos. Pero soñarlos es la única forma de llegar a ellos."
Aquella noche no comenzó como una aventura, sino como un
simple paseo: un sendero que se deslizaba entre álamos de sombra suave y hojas
rumorosas. En el cielo, las estrellas guiñaban sus ojos. No sé cuándo dejé de
andar sobre tierra firme; el sendero se enredó en niebla, y la niebla en mi
cabeza.
Lo primero que vi fue un gnomo de sombrero rojo, sentado en
un tronco, que me invitaba a brindar con él sin decir una palabra. Me alcanzó
un jarro con cerveza, y cada sorbo sabía a hojas de otoño y brisa suave. Le
agradecí la cerveza, y la risa con que me respondió era como el crujir de ramas
quebradas.
Sin saber cómo, llegué a un cruce de caminos envuelto en
vapor azul, y un genio de rostro avinagrado me hizo señas desde un arco de
humo. Sus ojos eran pozos de tempestades; ofrecía cumplir deseos como quien
lanza anzuelos en un lago oscuro. Me incliné en señal de respeto, pero pasé de
largo, temiendo que su humor cambiase como el viento antes de la tormenta.
El sendero me llevó hasta un embarcadero que flotaba en el
aire. Una barca me esperaba —hecha de sueños y estrellas—, y navegué sobre un
mar de nubes. Desde la bruma surgieron sirenas, y su canto era como lazos
dorados que tiraban de mí. Recordando antiguas historias, con sogas de lirios
me até a la barca, y con extraño dolor dejé que se alejara mientras sus voces
se disolvían en perfumes.
En un abrir y cerrar de ojos me encontré en un valle de humo
sulfuroso. Allí rugió un dragón: alas de herrumbre, ojos como carbones vivos.
Me puse a temblar, sin saber qué hacer. Un enano herrero, cuya fragua brillaba
en la caverna de mi propio corazón, me tendió una espada cuya hoja vibraba con
el coraje de un héroe olvidado. Pero yo no era un héroe, y corrí huyendo del
bramido del monstruo, sintiendo la vida como una antorcha encendida.
Pero no todos los encuentros fueron hazañas.
Un troll, vasto como un coloso de arcilla, dormía junto a un
puente hecho de raíces trenzadas. Incluso en su sueño agitaba una mano
gigantesca, derribando árboles como espigas. Desvié mi camino en un arco
amplio, pisando apenas el suelo, como quien teme despertar a un dios
adormecido.
Y al final, tras un portal de ramas entrelazadas, llegué a
un lugar especial.
Era un prado que no podía existir, donde la hierba brillaba
con luz propia y cada flor era un latido. Las hadas danzaban en círculos, tan
ligeras que apenas perturbaban el aire sobre los tréboles. Yo, sin saber cómo,
conocí sus nombres, sus risas, sus antiguas canciones. Bailé entre ellas, o
soñé que bailaba; ¿no es lo mismo?
Cada giro, cada nota vibrando en el aire, era el eco de una
alegría que nunca puede atraparse del todo, como el último repique de un
campanario en la tarde.
Allí me enamoré de todo: de la noche, del prado, de cada
hada, de cada chispa de vida que la noche había tejido para mí.
Y cuando la primera luz de un alba imposible tiñó el prado
de un gris nacarado, sentí que mis pies se volvían pesados y que la música se
alejaba como un barco en la niebla. Las hadas, una tras otra, se desvanecieron
en destellos, y el prado mismo se deshizo como la escarcha bajo el primer soplo
tibio de la mañana.
Desperté con el murmullo de la brisa entre los álamos y el
aroma de la hierba aún aferrado a mi alma.
A veces —muy raramente—, en los sueños me encuentro buscando
el sendero que lleva a esa tierra imposible, y me parece volver a ver aquel
portal de ramas entrelazadas que daba entrada al prado de las hadas.
Pero al intentar acercarme, siempre despierto, y solo me
queda el vacío dulce de lo que se ha perdido, y la tenue esperanza de algún día
volver a encontrarlo.
Jenofonte
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