7 de junio de 2025

Clase de dibujo

Ya no recuerdo cuantos años tenía, once tal vez, y estaba en la clase llamada pretenciosamente “Artes Plásticas”. Los útiles eran un block de dibujo, lápiz grafito N°2, goma, sacapuntas y lápices de colores.

El profesor, —cuyo nombre he olvidado, y sinceramente no lamento hacerlo—, entraba a la sala, se sentaba tras el escritorio y pasaba lista. Habiendo dicho “presente” todos los presentes, pegaba con un chinche, en la pizarra, el dibujo que debíamos copiar…

En eso consistía su método pedagógico, en proporcionarnos un modelo, que podía ser cualquier objeto inanimado, una manzana, por ejemplo. Entonces comenzaba la acción, el supuesto traspaso, vía lápiz, de la roja manzana al papel en blanco.

Yo, con poquísimo entusiasmo —pues conocía perfectamente mis limitaciones en cuanto al dibujo— comenzaba a trazar en la hoja del block la supuesta forma del modelo. Nunca logré que ojos y mano trabajaran de común acuerdo para copiar el dichoso objeto. Lo que aparecía en el papel era una forma indefinida, semi esférica, semi cualquier cosa, pero claramente alejada de toda semejanza con el modelo.

No lo sabía en ese momento, pero ahora estoy convencido de que el resultado estaba más cerca del crimen gráfico que del arte.

De todos modos, presentado el fruto del esfuerzo de media hora, la hoja era devuelta con la nota en la esquina; un 4.

Un 4 en la clase de Artes Plásticas equivalía a un 1 en cualquier otra asignatura. Era la calificación que se reservaba para el trabajo abiertamente deficiente. Se suponía que aquella materia era secundaria, un ramo al que nadie daba mayor valor: ni el sistema, ni —por supuesto— los estudiantes.

Jamás se me explicó cómo tomar el lápiz, cómo observar la proporción, cómo se mide una curva con la vista o por qué la sombra cae donde cae. Dibujaba por inercia, como topo romántico en la penumbra. Estaba en una clase de dibujo donde nadie me enseñó jamás a dibujar, y sin embargo debía asistir y cumplir con gastar hojas de block y lápices, para ser evaluado, estoy seguro, con el mismo entusiasmo con que trataba de dibujar.

Debo decir, en mi defensa, que a veces trataba de poner todo mi empeño en el dibujo, pero la relación empeño/resultado nunca funcionó, y la clase de Artes Plásticas significaba tan solo un feroz e inevitable aburrimiento.

Tiempo después supe que el profesor era, nominalmente, “Profesor de Dibujo Artístico”. Me pareció un título tan adecuado como irónico. Algo en la línea de llamar “Educación Física” —a un simple correr dando vueltas al patio de la escuela. El título parecía ideado no para describir una función, sino para encubrir su completa ausencia.

Y, sin embargo, en esa clase aprendí algo que no figuraba en ningún programa: que hay profesores que enseñan sin querer, y otros que, queriendo o no, simplemente no enseñan. El profesor de dibujo, impávido tras su escritorio, logró al menos una cosa: convertirme en experto en no aprender a dibujar.

Jenofonte


5 de junio de 2025

El incienso y las cenizas

 
Yo iba a catecismo los sábados por la tarde, como a las cinco. Con los zapatos recién lustrados, el pelo bien peinado y vestido como correspondía para ir a una iglesia. Tenía esa edad en la que hay más preguntas que respuestas, pero en aquel salón poco iluminado eso no importaba. En el catecismo, las preguntas no estaban bien vistas.
El catequista, que era delgado y tenía voz de campana vieja, nos hablaba de misterios. El misterio de la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación, el misterio del pecado original. Todos eran “misterios” —una palabra que al principio me intrigaba, como si fueran parte de una novela de detectives—, pero que pronto aprendí que no se buscaba resolver, sino aceptar. Si uno preguntaba por qué Dios castigó a toda la humanidad por culpa de Adán y Eva, la respuesta era siempre la misma: un suspiro resignado y un “Es un misterio, y los misterios se aceptan con fe”. Yo asentía, pero por dentro sentía la comezón de una duda que no encontraba dónde rascar.
Después del catecismo venían las clases para ser acólito, en la sacristía con olor a cera fría y madera antigua. Allí, el padre Justo —un hombre de cejas tupidas y mirada que parecía juzgar incluso cuando sonreía— nos hacía ensayar el Confiteor, el Agnus Dei, el Dominus vobiscum. Todo en latín, lengua que nos sonaba a piedra seca, sin sentido ni música. Recitábamos como loros entrenados, sin entender ni una sola palabra. A veces uno se equivocaba y decía “spíritu tuó” en vez de “spíritu tuo”, y el padre hacía un gesto de desaprobación, con sus intimidantes cejas, que nos hacía esconder la cabeza entre los hombros. Yo repetía los sonidos como un conjuro antiguo, esperando que, al repetirlos lo suficiente, pudieran algún día revelarme su contenido. Pero no. Nunca lo hicieron.
Un día nos hablaron de los pecados capitales. Eran siete, como los enanitos, pero nada tenían de simpáticos. La lujuria, por ejemplo, era un concepto tan lejano para nosotros como la bolsa de valores. La envidia sí la entendíamos, por supuesto. La gula un poco. Pero la pereza era más confusa: ¿era pecado quedarse en cama cuando uno estaba cansado? ¿Y qué decir de la ira? ¿Cómo que uno no podía enojarse? Las virtudes, en cambio, parecían siempre fuera de nuestro alcance: templanza, caridad, prudencia, diligencia (¿diligencia…?) Palabras grandiosas, brillantes, como ventanas por las que nunca sabríamos mirar.
De todos modos había algo. Algo en el incienso que se elevaba en la misa como una plegaria sin forma, algo en el eco de nuestros pasos en el templo vacío, algo en la luz que se filtraba por las vidrieras y teñía de azul y rojo nuestras manos infantiles. Había una belleza inexplicable, una promesa que parecía susurrarse entre los mármoles y las velas. Algo que no entendíamos, pero que, durante un instante, creíamos sentir.
Con los años, dejé de asistir. Tanto misterio incomprensible, tanta monotonía de repetir palabras a las que no encontraba sentido, me aburrió soberanamente. El latín se volvió un eco lejano —aunque aún aparece en mis recuerdos, como una vieja canción cuya letra se me quedó grabada— y los misterios ya no me pedían aceptación, sino respuestas. Respuestas que nunca llegaron.
A veces me recuerdo, pequeño y confundido, saliendo del catecismo con el peso de los pecados no cometidos sobre los hombros y la sensación de estar siendo estrechamente vigilado. Pero era un niño, y antes de haber avanzado un par de cuadras, ya me había olvidado de todo y volvía a ser el mismo despreocupado pecador de siempre.
Hoy no queda fe, si es que alguna vez la hubo. Y eso no me hace mejor ni peor que antes. Solo un poco más libre. Libre de imaginarios castigos, de culpas heredadas, de promesas incomprensibles. Incluso, hasta del miedo.

Jenofonte

4 de junio de 2025

La isla en el papel

Hubo una época —no sabría decir si fue en mi infancia o un poco más tarde, en ese tiempo donde todo parecía más real que ahora— en que abrir un libro era como desplegar el mapa de una isla misteriosa. No me refiero a leer en el sentido técnico de seguir sílabas y párrafos, sino a esa forma de sumergirse en la lectura sin saber cuándo ni cómo regresar.
Recuerdo algunos: sus tapas tenían el color de una promesa. Los abría con la ceremonia que otros reservan para los santuarios, y al hacerlo, el mundo desaparecía.
Y allí estaban: el barco con sus velas infladas por vientos que solo yo sentía, la playa donde un cofre medio enterrado aguardaba pacientemente, las palmeras inclinadas como si me saludaran al llegar.
No era necesario entender cada palabra. Bastaba con dejar que las frases llegaran como las olas a la orilla. Al cerrar los ojos, podía escuchar el ruido que hacía el casco del barco al surcar el agua, o el murmullo de las hojas —las del libro y las de las palmeras imaginadas— al moverse bajo un sol de papel.
El mundo real quedaba lejos, desdibujado. Nada se escuchaba. Leer era desaparecer dulcemente. No huir, no escapar: disolverse.
Con el tiempo tuve que leer de otras maneras. Noticias, informes, contratos. Leer sin viajar.
Y, sin embargo, a veces, al ver un libro en el inhóspito suelo de una feria, siento que me toca la nostalgia. Como si aquella isla aún existiera, no en un estante ni en una página, sino en la marca invisible que dejó dentro de mí.
Leer era eso: zarpar con rumbo desconocido. Soñar sin cerrar los ojos. Ser otro sin dejar de ser uno mismo.
Y aunque hace años que no la visito, sé que esa playa sigue allí, intacta en algún rincón de mí, desplegándose en la curva suave del horizonte. No regresé. O tal vez nunca partí. Pero a veces, al pasar las páginas de un libro cualquiera, siento que el papel y la tinta se convierten en sol, viento y mar. Entonces sé que sigo a bordo, navegando hacia esa costa que una vez me enseñó a soñar.

Jenofonte

2 de junio de 2025

Cuando aún éramos ayer...

No sé cuándo empieza uno a dejar de ser joven, pero cuando empezamos a hablar del pasado, es un indicio bastante claro. No significa, claro, que uno sea viejo —palabra fea, esa—, pero sí que la juventud se ha vuelto algo que solo se visita, porque ya no se habita.
El pasado fue hace un tiempo —era escolar, cuando caminaba hacia el colegio. No existía locomoción colectiva en ese entonces, solo mis pies, mis horarios que cumplir y un par de zapatos decididos a gastarse las suelas entre pavimento y adoquines.
Volví a mi ciudad después de varios años. No sabría decir cuántos con exactitud, pero los suficientes como para que la ciudad ya no me esperara, y yo tampoco la reconociera del todo. Mi sentimentalismo, que se hace el dormido, pero se despierta con cualquier olor —a pan recién hecho o a pasto húmedo—, se levantó de inmediato. Lo que recordaba dolía. Lo que había olvidado, aún más.
¿A quién conozco?, me preguntaba, mientras cruzaba la plaza como quien camina por la memoria de otro. ¿Será ese un niño que una vez corría por esta misma plaza? ¿Y esa señora, alguien que alguna vez fue niña? ¿Y ese otro? ¿Es un desconocido o un olvidado? A estas alturas es casi lo mismo, ya no conozco a nadie.
Las tiendas también me pusieron en problemas. ¿Esa estaba ya, o la estoy inventando? ¿Y esa librería, ante cuya vitrina me detenía a soñar? ¿Cómo desapareció para transformarse en local de comida rápida?
Me vi en el vidrio de esas vitrinas que aún sobreviven en el centro, las mismas que me vieron pasar hace mil años. Y me pareció —eterna ilusión del amor propio— que yo era el mismo. Apenas una versión ligeramente usada del estudiante, del niño cuya máxima preocupación en la vida era una prueba de matemáticas.
Pero lo que alguna vez me pareció inamovible —la calle, las tiendas, el aire— ya no era igual. Tantas cosas que ya no estaban, o más bien estaban, pero disfrazadas. Otro edificio. Otra fachada. Otra vitrina. Ni siquiera era yo caminando por la vereda. Solo una parte de mí que ya no sabía cómo conjugarse en presente.
Volver es eso: buscar indicios de lo que fuimos. Y tratar de no hacer preguntas muy largas para que no duelan demasiado las respuestas.
Caminé con paso lento, como quien no quiere despertarse del todo de un sueño confuso. Pero al doblar la esquina, una ráfaga de aire me trajo el olor de la panadería antigua, aunque sé que ya no está. Me sonreí. Tal vez, pensé, no se trata de volver a lo que fuimos, sino de aprender a vivir con lo que aún queda: un eco, un reflejo, una brizna de ayer que se nos cuela en el bolsillo sin pedir permiso.

Jenofonte

24 de mayo de 2025

El tiempo y la memoria

 


Hubo una época en que el tiempo tenía sonido. Un sonido leve, constante, pero con peso y presencia. En las habitaciones silenciosas, el reloj no solo marcaba las horas: las pronunciaba. Tic-tac, tic-tac. Venía de la pared del comedor, del reloj de bolsillo, del latido metálico que cuidaba el sueño en el velador. El reloj mecánico no se limitaba a decirnos la hora: la insinuaba, la recordaba, la murmuraba como quien no quiere interrumpir, pero tampoco dejarnos solos. Era un compañero discreto, siempre presente, que nos recordaba que el mundo giraba, que los minutos pasaban sin apuro, con una cortesía casi humana.

Hoy, sin embargo, el tiempo ha enmudecido. Llega desde pantallas sin alma, se desliza en dígitos fríos, parpadea desde teléfonos y relojes digitales con la impasibilidad de lo automático. No hay tic, no hay tac. Solo el número que cambia, sin ceremonia. El tiempo ya no respira: se actualiza. Nos hemos desacostumbrado a escucharlo.

Hace dos siglos, el tiempo era una fuerza que se podía domesticar. Se lo encerraba en cajas de madera, de metal, de cristal. Se lo afinaba, se lo cuidaba, se le asignaba un lugar. Hoy, en cambio, el tiempo es líquido, inasible, cada vez más veloz y menos comprensible. De ser un carruaje que avanzaba al paso, se ha vuelto autopista infinita, flujo sin rostro regido por algoritmos. Ya no lo escuchamos. Tal vez el tiempo ya no quiere que lo escuchemos.

Y en esa pérdida hay algo profundamente triste. La nostalgia por lo humano dentro de lo mecánico, por lo imperfecto que se detenía, que se atrasaba, que necesitaba de nosotros. El tic-tac era un consuelo modesto: nos decía “todavía estás aquí”, con cada segundo ganado. Y ahora, en su silencio, quizá estemos también más lejos de nosotros mismos. Pero a veces —aunque muy rara vez— uno encuentra un viejo reloj dormido en un cajón, lo toma entre las manos, le da cuerda y escucha. Y en ese primer tic, como una gota en el estanque quieto de la memoria, el tiempo vuelve a latir. No afuera, sino dentro. Como si nos recordara, sin palabras, que seguimos vivos. Y que aún hay tiempo.

Jenofonte

8 de mayo de 2025

Fantasmagoría

En una casa abandonada, olvidada por el tiempo, donde las paredes murmuran historias que nadie recuerda y el polvo guarda secretos que ya no importan, él la espera. Siempre vuelve. A veces pasan semanas sin verla, pero, aunque la ausencia pese como el silencio entre los sueños, siempre regresa con la esperanza callada de un corazón que no ha aprendido a rendirse.

Ella aparece en ocasiones, envuelta en la bruma del pasado, como el eco lejano de una canción que una vez fue escuchada y luego olvidada. Su silueta se dibuja entre la penumbra, hermosa e irreal, como un suspiro que roza el mundo sin pertenecerle. Fue alguna vez de carne y risa, pero ahora es solo niebla y memoria.

Es un amor hecho de instantes efímeros: miradas suspendidas en el tiempo, palabras que flotan sin atrever a posarse, caricias que no llegan a tocar. Él nunca puede alcanzarla, pero a veces, en medio del aire inmóvil, cree sentir el roce tibio de sus manos sobre la piel. Ella sonríe como quien recuerda lo que fue vivir, y él la ama como quien sabe que está soñando… y no quiere despertar.

Sus encuentros son breves, casi irreales. Cada despedida deja una herida que no sangra, pero tampoco cicatriza. Se buscan, se reconocen, y aunque saben que no hay un mañana que les pertenezca, se abrazan en la eternidad fugitiva de un suspiro.

Porque se aman. Aunque ella ya no camine entre los vivos, y él aún no pertenezca al reino de las sombras. Se aman con la ternura imposible de quienes entienden que hay amores que no vencen a la muerte, pero tampoco mueren del todo.

Jenofonte 

3 de mayo de 2025

La costa silente


No recuerdo si ese lugar de la costa tenía un nombre. De tenerlo nunca lo supe. Era una desolada extensión pétrea, de farallones desnudos que se alzaban como estatuas erosionadas por siglos de viento y olas, con esa gravedad silenciosa que solo los paisajes olvidados por los dioses suelen tener. Algunos decían que parecía un pedazo de luna que se hubiera caído a la Tierra, y yo, en mi juventud, no entendía del todo esa metáfora. Ahora, en mi vejez, creo comprenderla.
El mar allí no rugía ni bailaba. No tenía prisa. Apenas lamía la base del acantilado, como si tratara de no despertar algo dormido entre las rocas. Recuerdo mirar por la borda del barco y sentirme observado por las profundidades, no con amenaza, sino con una melancólica curiosidad, como si el abismo me reconociera de alguna vida anterior.
El fondo submarino se dejaba entrever con una nitidez inquietante: rocas verdiazules, salpicadas de manchas violetas, como flores sumergidas de un jardín imposible. El agua no parecía agua. Era cristal líquido, un espejo tembloroso que devolvía no nuestros rostros, sino versiones antiguas de nosotros mismos, más jóvenes, más verdaderas quizás. Una ondulación suave —un temblor azulado que no respondía al viento ni a la marea— recorría el lecho marino, como si algo allí abajo se moviese con una calma milenaria.
Fue allí donde se vio por última vez a Narel.
Narel, la estudiante de oceanografía, la de los ojos grises. Narel, que hablaba con las corrientes y escuchaba a las olas. Decía que las mareas llevaban mensajes, que los remolinos eran discusiones entre los dioses del agua, y que los peces sabían más sobre el destino de los hombres que los propios astrólogos. Nos reíamos, claro. Yo el primero. Pero había una serenidad en su voz, una convicción suave y extraña que nos hacía callar sin darnos cuenta.
Llegamos a esa costa por accidente. El capitán había perdido el rumbo tras una tormenta que nos dejó medio desarbolados y con el timón averiado. Fue Narel quien divisó primero la línea pálida en el horizonte. Cuando echamos el ancla frente a los acantilados, el silencio nos envolvió como una niebla invisible. No había gaviotas, ni viento. Solo el rumor del mar.
Esa noche, Narel no durmió. Caminaba por la cubierta con una inquietud contenida, como si la hubiesen llamado por su nombre verdadero, ese que solo los dioses conocen. Al amanecer, descendió en una pequeña barca de remos y se perdió en dirección a una grieta en los farallones. No volvió. Ni rastro. Solo una brisa más cálida subiendo desde el agua, y el rumor de un canto que nadie supo descifrar.
Después de una semana de angustiosa búsqueda y espera, regresamos. Sin ella, claro. Nunca supimos qué le sucedió. Los viejos marinos dirían que tal vez la costa la aceptó, y que la convirtió en espuma o en piedra.
No volví a aquel lugar, aunque muchos años más tarde, cuando tuve un velero propio y libertad para vagar, lo busqué varias veces. Nunca lo encontré. Ni un indicio, ni una costa siquiera parecida. Como si hubiese desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Y, sin embargo, en algunas noches tranquilas, en mi casa en la costa de Cornwall, en esas raras ocasiones cuando el mar calla y el viento duerme, la imagen regresa con tal claridad que me despierto sintiendo la brisa salobre en la cara, y el reflejo de aquella agua extraña bailando bajo mis párpados cerrados. Y entonces me parece oírla —a Narel—, cantando suavemente desde las profundidades, como si me llamara por mi nombre de joven, aquel que ya nadie pronuncia, pero que ella, de algún modo, aún recuerda.
Y, por un instante, todo vuelve a ser como entonces. La costa como la vimos. El mar inmóvil. El temblor azul del fondo. Y Narel, remando hacia la grieta. Sin mirar atrás…

Jenofonte