No recuerdo
si ese lugar de la costa tenía un nombre. De tenerlo nunca lo supe. Era una
desolada extensión pétrea, de farallones desnudos que se alzaban como estatuas
erosionadas por siglos de viento y olas, con esa gravedad silenciosa que solo
los paisajes olvidados por los dioses suelen tener. Algunos decían que parecía
un pedazo de luna que se hubiera caído a la Tierra, y yo, en mi juventud, no
entendía del todo esa metáfora. Ahora, en mi vejez, creo comprenderla.
El mar allí no rugía ni bailaba. No tenía prisa. Apenas lamía la base del
acantilado, como si tratara de no despertar algo dormido entre las rocas.
Recuerdo mirar por la borda del barco y sentirme observado por las
profundidades, no con amenaza, sino con una melancólica curiosidad, como si el
abismo me reconociera de alguna vida anterior.
El fondo submarino se dejaba entrever con una nitidez inquietante: rocas
verdiazules, salpicadas de manchas violetas, como flores sumergidas de un
jardín imposible. El agua no parecía agua. Era cristal líquido, un espejo
tembloroso que devolvía no nuestros rostros, sino versiones antiguas de
nosotros mismos, más jóvenes, más verdaderas quizás. Una ondulación suave —un
temblor azulado que no respondía al viento ni a la marea— recorría el lecho
marino, como si algo allí abajo se moviese con una calma milenaria.
Fue allí donde se vio por última vez a Narel.
Narel, la estudiante de oceanografía, la de los ojos grises. Narel, que hablaba
con las corrientes y escuchaba a las olas. Decía que las mareas llevaban
mensajes, que los remolinos eran discusiones entre los dioses del agua, y que
los peces sabían más sobre el destino de los hombres que los propios
astrólogos. Nos reíamos, claro. Yo el primero. Pero había una serenidad en su
voz, una convicción suave y extraña que nos hacía callar sin darnos cuenta.
Llegamos a esa costa por accidente. El capitán había perdido el rumbo tras una
tormenta que nos dejó medio desarbolados y con el timón averiado. Fue Narel
quien divisó primero la línea pálida en el horizonte. Cuando echamos el ancla
frente a los acantilados, el silencio nos envolvió como una niebla invisible.
No había gaviotas, ni viento. Solo el rumor del mar.
Esa noche, Narel no durmió. Caminaba por la cubierta con una inquietud
contenida, como si la hubiesen llamado por su nombre verdadero, ese que solo
los dioses conocen. Al amanecer, descendió en una pequeña barca de remos y se
perdió en dirección a una grieta en los farallones. No volvió. Ni rastro. Solo
una brisa más cálida subiendo desde el agua, y el rumor de un canto que nadie
supo descifrar.
Después de una semana de angustiosa búsqueda y espera, regresamos. Sin ella,
claro. Nunca supimos qué le sucedió. Los viejos marinos dirían que tal vez la
costa la aceptó, y que la convirtió en espuma o en piedra.
No volví a aquel lugar, aunque muchos años más tarde, cuando tuve un velero
propio y libertad para vagar, lo busqué varias veces. Nunca lo encontré. Ni un
indicio, ni una costa siquiera parecida. Como si hubiese desaparecido, como si
nunca hubiera existido.
Y, sin embargo, en algunas noches tranquilas, en mi casa en la costa de
Cornwall, en esas raras ocasiones cuando el mar calla y el viento duerme, la
imagen regresa con tal claridad que me despierto sintiendo la brisa salobre en
la cara, y el reflejo de aquella agua extraña bailando bajo mis párpados
cerrados. Y entonces me parece oírla —a Narel—, cantando suavemente desde las
profundidades, como si me llamara por mi nombre de joven, aquel que ya nadie
pronuncia, pero que ella, de algún modo, aún recuerda.
Y, por un instante, todo vuelve a ser como entonces. La costa como la vimos. El
mar inmóvil. El temblor azul del fondo. Y Narel, remando hacia la grieta. Sin
mirar atrás…
Jenofonte