24 de marzo de 2011

¡Está bien...!

Está bien, pero antes de publicar el otro cuento de Daudet, El sitio de Berlín, me permitiré hacer un paréntesis humorístico, esperando que les provoque, por lo menos, una sonrisa:

Peligros de la semántica
.
El eminente filólogo, tres veces Premio Nóbel de Semántica (que como ustedes saben es la ciencia que trata de los cambios de significación de las palabras), aprestó el bolígrafo y puso la fecha en el ángulo superior derecho de la cuartilla.
Querida amiga..., escribió.
Pero se detuvo. “Querida” es una palabra con un segundo sentido altamente inmoral. Lo mismo que “amiga”. En otra persona hubiera podido pasar, pero en él... ¡con aquella profesión y aquellos tres premios Nóbel de semántica! Rápidamente tachó las dos palabras. Luego se dio cuenta de que una carta con tachaduras se ve muy fea, por lo cual arrugó el papel, lo tiró al cesto y empezó de nuevo en una hoja fresca:
Estimada señorita...
El eminente filólogo y semántico se detuvo y mordisqueó el bolígrafo. “Estimar” lo mismo significa tener aprecio por una persona, que juzgar, reputar, tasar, valuar. . . El término podría interpretarse en el sentido de que él ya había calibrado a la dama. Y aun desde el punto de vista afectivo, difícilmente podía sentir apego, inclinación o cariño por una mujer con quien sólo había hablado una vez por teléfono. Nueva tachadura y tercera cuartilla.
Distinguida señorita..
Diablos —pensó—-, en realidad no sabía si era señora o señorita. Esto podía tener mucha importancia. Si la trataba de señorita siendo casada, podría producirse una ironía infamante. Era tanto como decirle: “se comporta usted con la frivolidad de una chica soltera”. O peor aún: “su señor marido no ha sido capaz de consumar el matrimonio”. ¡Horror! El eminente filólogo y semántico se vio mentalmente abofeteado o retado a duelo de sable por un marido enfurecido. Y por lo que hace a “distinguida”... Distinguir también significa diferenciar, separar, especificar, precisar, discernir, percibir, reconocer. Acepciones todas que entrañan un grado de intimidad que desde luego no existía entre él y la dama. Era tanto como decirle: “yo la distingo a usted entre muchas otras mujeres, la percibo al primer golpe de vista, la reconozco de inmediato, pues sus encantos me son familiares”. Ni hablar.
Amable conocida..., escribió con ciertas dudas, después de una larga reflexión.
Pero de repente se le vino encima el recuerdo de la Biblia: “Y Adán conoció a su mujer...” Rojo como un tomate, el eminente filólogo y semántico tachó diez veces seguidas la insidiosa segunda palabra.
Muy señora mía...
Esta era la fórmula de encabezamiento común y corriente, que no compromete a nadie. Es decir, salvo el vocablo “mía”. ¡Con Cuánta ligereza escriben los demás una carta! “Mía” indica posesión. Y todo el mundo sabe lo que significa la “posesión” de una mujer. ¡Qué barbaridad! Tachó el “mía” y tiró el papel al cesto. Decididamente el conocimiento a fondo del lenguaje tiene sus problemas e inconvenientes.
Honorable dama..., principió una nueva cuartilla.
Paró el bolígrafo en seco. “Honorable” entrañaba las mismas dificultades. ¿En qué estriba el honor femenino? En la honestidad, el recato, la decencia, las virtudes propias del sexo, la castidad, el decoro. Recalcarle el término a una dama podría interpretarse en diversos sentidos, uno de ellos en son de mofa, chanza o pitorreo. Igual que se le dice “güero” a un prieto retinto o “jovenazo” a un ancianito.
De pronto el rostro del eminente filólogo y semántico se iluminó con una sonrisa.
—¡María Cristina! —gritó.
No porque así se llamara la dama a quien dirigía la carta, sino porque ése era el nombre de su mujer.
Doña María Cristina, una veterana más bien fea, medio pachucha y bastante fondona, entró en el despacho en bata y con rizadores en el cabello, arrastrando las pantuflas y con aire de fastidio.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
—María Cristina, hija, hazme un favor —le dijo el eminente filólogo y semántico—. Escribe tú en tu iletrada manera una carta a esta señora, o lo que sea, haciendo el pedido del Diccionario de Incorrecciones y Particularidades del lenguaje. Aquí tienes la dirección de la librería.

Marco A. Almazán, Pitos y flautas.

4 comentarios:

Rodrigo dijo...

¿Será que nadie ha comentado, para no arriesgarse a malas interpretaciones de sus palabras?

Don Pato dijo...

La copié y se la mandé a mis amigos "Filosemánticos" !!!

CeciliaCastillo dijo...

Buenísimo...
Me reí muchísimo

tito dijo...

Con razón Jesús exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has mantenido ocultas estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla.
Aunque es un divertido cuento, muestra cómo podemos complicarnos la vida con cosas pequeñas