10 de septiembre de 2025

Caminar



Así es su andar: camina, se detiene y vuelve a caminar. No sabe si persigue algo o si tan solo se deja llevar por la costumbre de avanzar. Sus pies dejan su huella en la tierra y, cuando el cansancio lo vence, se tiende en la orilla del río. Entonces la paz lo envuelve como si quisiera abrazarlo, y en el murmullo del agua encuentra un refugio para los recuerdos.
Recuerda… no todo, claro, sino aquello que aún se resiste a abandonar la memoria de un peregrino errante.
Hay memorias que no pesan, sino que acarician, como un eco lejano que lo acompaña en el silencio.
A veces cree que, en cada recodo del río, no busca redención, sino la certeza de que vivió, de que sus pasos alguna vez estuvieron guiados por una ilusión tan luminosa como ingenua.
Y sigue andando. No porque sea lo único que le queda, sino porque en cada paso guarda el murmullo de aquel verano, y en ese recuerdo encuentra todavía un motivo para avanzar.

27 de agosto de 2025

Lady and cat





En la quietud de la tarde,
las flores detienen el tiempo.
Ella tiene en la mirada
el mismo secreto que su gato:
la paciencia del instante,
y el rumor invisible de lo eterno.

 

2 de agosto de 2025

Alegoría


En lo alto del acantilado, la silueta de una antigua mansión se destaca contra el cielo tormentoso.  Las olas se estrellan contra la costa con implacable insistencia. Un relámpago zigzaguea en la oscuridad, iluminando el cielo por un instante. Las ventanas, como ojos melancólicos, parecen observar la furia desatada del mar. Mientras el viento y la lluvia llenan el aire con su melodía salvaje y misteriosa, la mansión espera, impasible, la eternidad...


24 de julio de 2025

Balcón


La luz del sol se derrama, 
en oro líquido, sobre su cabello.
Su mirada, dulce y apacible,
contiene la quietud de la tarde.
Las hojas, en derroche de colores,
sirven de marco a su belleza
en la cálida piedra del balcón.

28 de junio de 2025

Liset


—¡Hey, rubio, ven con nosotros, nos juntamos en la esquina! —me gritó el García, como para que lo escuchara toda la cuadra.
Ya estaba cansado de ese grupo de pesados y sus bromas. No quería juntarme más con ellos. Si lo hice antes, fue tal vez porque necesitaba compañía, pero ya tenía más que suficiente de servirles de blanco de sus payasadas.
—No —respondí sin pensar—, tengo que juntarme con mi novia.
—¿Desde cuándo tienes novia? —gritó de nuevo.
Sin responder, me fui rápidamente de ahí sin mirar atrás.
Así fue como la conocí. Desde entonces dejé de juntarme con el grupo de siempre. Cada vez que podía, estaba con ella. Pero nunca en público; buscábamos los lugares más solitarios y ocultos: la última banca de una iglesia en horas vacías, un banco en el parque escondido entre dos frondosos árboles, una playa desierta.
La vez que se me acercaron dos liceanas —que nunca me hablaban— y me dijeron:
—Supimos que tienes novia, ¿quién es, si puede saberse?
Respondí sin pensar:
—Se llama Liset, ¿por qué?
—¿Liset qué? —preguntó una.
—Liset-a-ustedes-no-les-interesa —dije, alejándome.
De pronto surgió un interés nunca antes visto por mí. Hasta me invitaron a un baile.
—Anda con tu Liset —me dijeron.
—No le dan permiso —contesté—. Gracias por la invitación.
Y así transcurrió el año. Si antes me trataban poco, ahora me trataban menos. Pero yo vivía contento, porque cada vez que me sentía solo, Liset aparecía y me acompañaba, silenciosa, pero siempre a mi lado.
Cuando tuve que irme a estudiar a la capital, Liset se quedó atrás. Los estudios intensos y el trabajo de medio tiempo no me dejaban espacio para nada, y sin darme cuenta, la olvidé completamente.
Tras algunos años, y ya instalado en la rutina de mi nuevo trabajo, un día algo se movió dentro de mí. Era esa antigua soledad. Luego, llegó un impulso leve, como si una parte dormida despertara: necesitaba volver.
Y decidí regresar al pueblo. No por nostalgia, sino por una mezcla de cansancio y curiosidad. Quería ver qué había sido de los otros, si el barrio seguía igual, si García aún gritaba desde la esquina.
Caminé por las calles de siempre, y todo me parecía más pequeño, más apagado. Fue entonces cuando la vi.
Era una mujer sentada en una banca de la plaza, con un cuaderno en las manos. El sol de la tarde se colaba entre las hojas de los árboles, proyectando sombras suaves sobre su rostro. Al pasar cerca, algo en su expresión —una forma de fruncir apenas los labios, de mirar el papel como si el mundo fuera un murmullo— me resultó inquietantemente familiar.
Me detuve. Sentí una punzada en el pecho. Una especie de eco.
—¿Tú… eres Liset? —pregunté, sin pensar, con la voz más baja de lo que imaginaba.
Ella alzó la mirada, sorprendida. Sus ojos —grandes, tranquilos, como si supieran algo que yo todavía no— me observaron con curiosidad.
—¿Nos conocemos?
Dudé. Algo en su forma de estar, de sostener el cuaderno con delicadeza, me golpeó con una ternura antigua.
Ella ladeó la cabeza, como intentando descifrarme, y entonces sonrió. No con burla ni incomodidad: con una calidez tibia, honesta.
—Me llamo Elisa —dijo—. Pero cuando era chica, solía escribir cuentos firmados como “Liset”. ¿Por qué?
El mundo pareció detenerse. Sentí que el aire se volvía más denso, como si la realidad respirara conmigo.
No supe qué responder. Solo me senté junto a ella, casi en un acto reflejo, con el corazón latiendo fuerte, como si algo largamente dormido despertara de golpe.
Le conté —a medias, con pausas— la historia de una novia secreta que había inventado en el colegio. Le hablé de los lugares donde me refugiaba con ella, del silencio compartido, del consuelo que me daba su sola presencia. Le dije que nadie la había visto jamás, pero que para mí había sido real.
Ella no se rió. No se extrañó. Solo escuchó, con los ojos fijos en mí, como si estuviera leyendo un cuento que ya conocía de antes.
—Qué raro… —dijo al fin, con voz suave—. Yo también me inventé a alguien como tú. Venía a verme cuando más lo necesitaba. Solo que nunca lo encontré en persona.
Nos quedamos en silencio, mientras la brisa movía las hojas del cuaderno entre sus dedos. El sol bajaba lentamente, tiñendo de naranja los contornos de la plaza.
Y entonces lo comprendí.
Liset, tal vez, nunca existió con un cuerpo ni con un nombre real. Pero sí fue verdadera. Fue la forma que tuvo mi alma de no quebrarse. Y ahora, frente a mí, había alguien que también había dibujado con la imaginación un puente para no estar sola.
No había encontrado a Liset.
Había encontrado algo más valioso: la certeza de que no estaba solo, y que nunca lo estuve.

Jenofonte

24 de junio de 2025

En la penumbra

 


En la semipenumbra,
sus ojos eran lo único que importaba.

La luz apenas rozaba su rostro,
como si el universo mismo tuviera miedo
de perturbar aquella mirada que lo contenía todo:
amor, melancolía, y una promesa no dicha.

Él la contemplaba desde la distancia,
sin atreverse a romper
el silencio que los envolvía.

No hacían falta palabras.
Cada parpadeo suyo era un poema silencioso,
cada sombra sobre su piel,
un suspiro detenido en el tiempo.

Ella no lo miraba directamente,
pero lo sentía.
Como si su alma reconociera la suya a pesar del tiempo,
de las historias inconclusas,
y de los días que no compartieron.

La tenue luz que acariciaba su rostro
era la misma que él había buscado toda su vida
tal vez sin saberlo.

Y entonces, entre esa mitad sombra
y mitad esperanza, él lo supo con certeza:

un día ella volvería, y esta vez
no habría distancia ni silencio.
Solo la luz plena de una promesa cumplida.

19 de junio de 2025

El campamento en el bosque de la rana

Nadie recuerda con exactitud quién eligió ese rincón olvidado del mapa para hacer el campamento. Algunos dicen que el abuelo del jefe de tropa había acampado ahí alguna vez y que él fue quien lo recomendó; otros, que fue porque acampar en un bosque era más barato que arrendar un camping. Lo cierto es que, una mañana gris y no muy prometedora, la Patrulla Águilas Audaces de los Boy Scouts “San Jorge Valeroso” desembarcó con más entusiasmo que preparación en un bosque sin nombre, un lugar que parecía mucho más simpático de lo que era en realidad.
El primer día comenzó con un optimismo admirable: se levantaron las carpas con tal falta de habilidad que, al final, parecían deformes esculturas modernas. Se encendió una fogata que generaba más humo que calor, y se entonaron canciones con un entusiasmo que espantó a las aves del lugar, pero con una manera tan escandalosa de desafinar, que habría causado un soponcio a la profesora de música.
Pero fue al caer la tarde cuando el bosque empezó a mostrar su verdadera y perversa personalidad. Primero llegaron las hormigas. No cualquier tipo de hormiga: estas eran negras, grandes, con mandíbulas que podrían cortar un alambre y una fascinación casi científica por meterse en los calcetines. Luego, la rana. Una sola, pero enorme y fea. Se instaló en medio del sendero que llevaba al arroyo, como si quisiera cobrar peaje. Un explorador intentó moverla con un palo, y la rana, ofendida, le lanzó una mirada que congeló el alma del scout. Se la bautizó entonces como la Bruja, y los enviados a buscar agua daban un incómodo rodeo por entre los matorrales, mostrando una falta de audacia muy poco digna de un águila.
Por la noche, un mapache con extraordinaria habilidad desvalijó una mochila llena de galletas y se llevó un mapa que los scouts habían dibujado para una proyectada búsqueda del tesoro. Por supuesto que nunca se recuperaron las galletas, y el mapa fue encontrado a la mañana siguiente debajo de un árbol, roto y cubierto de algo que no sería higiénico nombrar.
Pero el momento cumbre del campamento llegó al segundo día, con la lluvia. Todo comenzó con un murmullo lejano, como el suspiro de un dios resfriado. Luego, sin más aviso, el cielo se desplomó sobre el campamento. La lluvia cayó con tanta fuerza que los scouts creyeron, por un instante, que estaban siendo castigados por algún inconfesable pecado.
Las carpas recibieron la lluvia con desesperación, es decir, cediendo a lo inevitable. El arroyo se convirtió en un río pequeño pero furioso que se llevó tres mochilas, los elementos para cocinar y la dignidad del jefe de tropa, que resbaló con gran estilo frente a todos y aterrizó de boca en el barro.
El apresurado regreso fue una procesión de figuras empapadas y silenciosas, envueltas en frazadas húmedas, con los calcetines chapoteando dentro de los zapatos y rostros que mezclaban trauma con algo de alivio. Fue, como dijo el más pequeño de la patrulla mientras se subía al bus, “la peor y mejor aventura de toda mi vida”.
Y aunque a nadie se le ha ocurrido, ni por broma, volver al bosque de la rana, se le recuerda en cada reunión, ocasión en la que todos rivalizan en contar anécdotas que ganan más y más detalles a medida que pasa el tiempo. Tantos, qué si alguien ajeno al grupo las escucha, pensaría que el campamento duró un mes, en lugar de casi tres miserables días...
Y tal vez esa sea el verdadero valor de ese desdichado campamento: que, aunque todos juren nunca volver a repetirlo, ha terminado convirtiéndose en la historia que más les gusta contar.

Jenofonte