28 de junio de 2025

Liset


—¡Hey, rubio, ven con nosotros, nos juntamos en la esquina! —me gritó el García, como para que lo escuchara toda la cuadra.
Ya estaba cansado de ese grupo de pesados y sus bromas. No quería juntarme más con ellos. Si lo hice antes, fue tal vez porque necesitaba compañía, pero ya tenía más que suficiente de servirles de blanco de sus payasadas.
—No —respondí sin pensar—, tengo que juntarme con mi novia.
—¿Desde cuándo tienes novia? —gritó de nuevo.
Sin responder, me fui rápidamente de ahí sin mirar atrás.
Así fue como la conocí. Desde entonces dejé de juntarme con el grupo de siempre. Cada vez que podía, estaba con ella. Pero nunca en público; buscábamos los lugares más solitarios y ocultos: la última banca de una iglesia en horas vacías, un banco en el parque escondido entre dos frondosos árboles, una playa desierta.
La vez que se me acercaron dos liceanas —que nunca me hablaban— y me dijeron:
—Supimos que tienes novia, ¿quién es, si puede saberse?
Respondí sin pensar:
—Se llama Liset, ¿por qué?
—¿Liset qué? —preguntó una.
—Liset-a-ustedes-no-les-interesa —dije, alejándome.
De pronto surgió un interés nunca antes visto por mí. Hasta me invitaron a un baile.
—Anda con tu Liset —me dijeron.
—No le dan permiso —contesté—. Gracias por la invitación.
Y así transcurrió el año. Si antes me trataban poco, ahora me trataban menos. Pero yo vivía contento, porque cada vez que me sentía solo, Liset aparecía y me acompañaba, silenciosa, pero siempre a mi lado.
Cuando tuve que irme a estudiar a la capital, Liset se quedó atrás. Los estudios intensos y el trabajo de medio tiempo no me dejaban espacio para nada, y sin darme cuenta, la olvidé completamente.
Tras algunos años, y ya instalado en la rutina de mi nuevo trabajo, un día algo se movió dentro de mí. Era esa antigua soledad. Luego, llegó un impulso leve, como si una parte dormida despertara: necesitaba volver.
Y decidí regresar al pueblo. No por nostalgia, sino por una mezcla de cansancio y curiosidad. Quería ver qué había sido de los otros, si el barrio seguía igual, si García aún gritaba desde la esquina.
Caminé por las calles de siempre, y todo me parecía más pequeño, más apagado. Fue entonces cuando la vi.
Era una mujer sentada en una banca de la plaza, con un cuaderno en las manos. El sol de la tarde se colaba entre las hojas de los árboles, proyectando sombras suaves sobre su rostro. Al pasar cerca, algo en su expresión —una forma de fruncir apenas los labios, de mirar el papel como si el mundo fuera un murmullo— me resultó inquietantemente familiar.
Me detuve. Sentí una punzada en el pecho. Una especie de eco.
—¿Tú… eres Liset? —pregunté, sin pensar, con la voz más baja de lo que imaginaba.
Ella alzó la mirada, sorprendida. Sus ojos —grandes, tranquilos, como si supieran algo que yo todavía no— me observaron con curiosidad.
—¿Nos conocemos?
Dudé. Algo en su forma de estar, de sostener el cuaderno con delicadeza, me golpeó con una ternura antigua.
Ella ladeó la cabeza, como intentando descifrarme, y entonces sonrió. No con burla ni incomodidad: con una calidez tibia, honesta.
—Me llamo Elisa —dijo—. Pero cuando era chica, solía escribir cuentos firmados como “Liset”. ¿Por qué?
El mundo pareció detenerse. Sentí que el aire se volvía más denso, como si la realidad respirara conmigo.
No supe qué responder. Solo me senté junto a ella, casi en un acto reflejo, con el corazón latiendo fuerte, como si algo largamente dormido despertara de golpe.
Le conté —a medias, con pausas— la historia de una novia secreta que había inventado en el colegio. Le hablé de los lugares donde me refugiaba con ella, del silencio compartido, del consuelo que me daba su sola presencia. Le dije que nadie la había visto jamás, pero que para mí había sido real.
Ella no se rió. No se extrañó. Solo escuchó, con los ojos fijos en mí, como si estuviera leyendo un cuento que ya conocía de antes.
—Qué raro… —dijo al fin, con voz suave—. Yo también me inventé a alguien como tú. Venía a verme cuando más lo necesitaba. Solo que nunca lo encontré en persona.
Nos quedamos en silencio, mientras la brisa movía las hojas del cuaderno entre sus dedos. El sol bajaba lentamente, tiñendo de naranja los contornos de la plaza.
Y entonces lo comprendí.
Liset, tal vez, nunca existió con un cuerpo ni con un nombre real. Pero sí fue verdadera. Fue la forma que tuvo mi alma de no quebrarse. Y ahora, frente a mí, había alguien que también había dibujado con la imaginación un puente para no estar sola.
No había encontrado a Liset.
Había encontrado algo más valioso: la certeza de que no estaba solo, y que nunca lo estuve.

Jenofonte

24 de junio de 2025

En la penumbra

 


En la semipenumbra,
sus ojos eran lo único que importaba.

La luz apenas rozaba su rostro,
como si el universo mismo tuviera miedo
de perturbar aquella mirada que lo contenía todo:
amor, melancolía, y una promesa no dicha.

Él la contemplaba desde la distancia,
sin atreverse a romper
el silencio que los envolvía.

No hacían falta palabras.
Cada parpadeo suyo era un poema silencioso,
cada sombra sobre su piel,
un suspiro detenido en el tiempo.

Ella no lo miraba directamente,
pero lo sentía.
Como si su alma reconociera la suya a pesar del tiempo,
de las historias inconclusas,
y de los días que no compartieron.

La tenue luz que acariciaba su rostro
era la misma que él había buscado toda su vida
tal vez sin saberlo.

Y entonces, entre esa mitad sombra
y mitad esperanza, él lo supo con certeza:

un día ella volvería, y esta vez
no habría distancia ni silencio.
Solo la luz plena de una promesa cumplida.

19 de junio de 2025

El campamento en el bosque de la rana

Nadie recuerda con exactitud quién eligió ese rincón olvidado del mapa para hacer el campamento. Algunos dicen que el abuelo del jefe de tropa había acampado ahí alguna vez y que él fue quien lo recomendó; otros, que fue porque acampar en un bosque era más barato que arrendar un camping. Lo cierto es que, una mañana gris y no muy prometedora, la Patrulla Águilas Audaces de los Boy Scouts “San Jorge Valeroso” desembarcó con más entusiasmo que preparación en un bosque sin nombre, un lugar que parecía mucho más simpático de lo que era en realidad.
El primer día comenzó con un optimismo admirable: se levantaron las carpas con tal falta de habilidad que, al final, parecían deformes esculturas modernas. Se encendió una fogata que generaba más humo que calor, y se entonaron canciones con un entusiasmo que espantó a las aves del lugar, pero con una manera tan escandalosa de desafinar, que habría causado un soponcio a la profesora de música.
Pero fue al caer la tarde cuando el bosque empezó a mostrar su verdadera y perversa personalidad. Primero llegaron las hormigas. No cualquier tipo de hormiga: estas eran negras, grandes, con mandíbulas que podrían cortar un alambre y una fascinación casi científica por meterse en los calcetines. Luego, la rana. Una sola, pero enorme y fea. Se instaló en medio del sendero que llevaba al arroyo, como si quisiera cobrar peaje. Un explorador intentó moverla con un palo, y la rana, ofendida, le lanzó una mirada que congeló el alma del scout. Se la bautizó entonces como la Bruja, y los enviados a buscar agua daban un incómodo rodeo por entre los matorrales, mostrando una falta de audacia muy poco digna de un águila.
Por la noche, un mapache con extraordinaria habilidad desvalijó una mochila llena de galletas y se llevó un mapa que los scouts habían dibujado para una proyectada búsqueda del tesoro. Por supuesto que nunca se recuperaron las galletas, y el mapa fue encontrado a la mañana siguiente debajo de un árbol, roto y cubierto de algo que no sería higiénico nombrar.
Pero el momento cumbre del campamento llegó al segundo día, con la lluvia. Todo comenzó con un murmullo lejano, como el suspiro de un dios resfriado. Luego, sin más aviso, el cielo se desplomó sobre el campamento. La lluvia cayó con tanta fuerza que los scouts creyeron, por un instante, que estaban siendo castigados por algún inconfesable pecado.
Las carpas recibieron la lluvia con desesperación, es decir, cediendo a lo inevitable. El arroyo se convirtió en un río pequeño pero furioso que se llevó tres mochilas, los elementos para cocinar y la dignidad del jefe de tropa, que resbaló con gran estilo frente a todos y aterrizó de boca en el barro.
El apresurado regreso fue una procesión de figuras empapadas y silenciosas, envueltas en frazadas húmedas, con los calcetines chapoteando dentro de los zapatos y rostros que mezclaban trauma con algo de alivio. Fue, como dijo el más pequeño de la patrulla mientras se subía al bus, “la peor y mejor aventura de toda mi vida”.
Y aunque a nadie se le ha ocurrido, ni por broma, volver al bosque de la rana, se le recuerda en cada reunión, ocasión en la que todos rivalizan en contar anécdotas que ganan más y más detalles a medida que pasa el tiempo. Tantos, qué si alguien ajeno al grupo las escucha, pensaría que el campamento duró un mes, en lugar de casi tres miserables días...
Y tal vez esa sea el verdadero valor de ese desdichado campamento: que, aunque todos juren nunca volver a repetirlo, ha terminado convirtiéndose en la historia que más les gusta contar.

Jenofonte

16 de junio de 2025

Lo que dicen los astros

Yo, que hasta los no sé cuántitantos años había vivido con la firme convicción de que los astros estaban demasiado ocupados en brillar como para ocuparse de mi modesto destino, decidí un jueves particularmente caluroso que sería conveniente —y quizás hasta elegante— dejarme guiar por el horóscopo. Para el caso, escogí el del
Diario Regional. La culpa fue de la cerveza. Siempre me cae mal cuando no está bien fría y la tomo sin compañía.

Géminis: "No tomes decisiones importantes hoy. El amor puede ser esquivo, el dinero también. Evita hablar con Sagitario y con tu jefe."

Naturalmente, no hice nada ese día. No abrí el correo, ni contesté el teléfono, ni me dirigí la palabra en el espejo por si acaso mi ascendente era Sagitario. Con mi jefe no tuve problemas; tal vez así se lo indicó su horóscopo y solo apareció a las nueve, firmó el libro y desapareció por el resto del día. Por lo tanto, me limité a observar el techo y esperar que pasaran las amenazas celestiales como quien espera que las moscas dejen de volar o que el gobierno cumpla sus promesas.

Al día siguiente, sin embargo, el horóscopo fue más amable:

Géminis: "Gran oportunidad en el amor. Compra flores. Llama a esa persona especial. Tu energía está en su punto más seductor gracias a que Venus está en la casa de Acuario."

Así que le llevé flores a Ermelinda, la bibliotecaria, con quien mantenía una especie de romance incipiente desde hacía meses, consistente en intercambios apasionados de tarjetas de préstamo de libros y miradas por encima de los estantes de novela rusa. Llevaba claveles —que era lo único que le quedaba a la florería— y mi mejor camisa, que no necesariamente eran compatibles.

Ella me recibió con una sonrisa. Me sentí impulsado por la fuerza de las constelaciones, me incliné y le recité lo primero que se me ocurrió, que fue una línea del horóscopo del día anterior. Ella palideció, soltó las flores como si quemaran y murmuró:

—Eres Géminis… como mi exmarido.

Y así fue como el horóscopo me quitó el amor antes de que siquiera comenzara. Ermelinda se casó seis meses después con un taxista de Capricornio, y yo estuve dos semanas sin atreverme a abrir el periódico.

Pero el vicio es tenaz, y la superstición, cuando se instala, se comporta como un cuñado incómodo: aparece a la hora del almuerzo todos los domingos, pide más vino del que no llevó y opina sobre tu vida sentimental.

Seguí leyendo el horóscopo, con creciente religiosidad. El problema es que cada mensaje era más críptico que el anterior.

Géminis: “Momento propicio para expandirte. Cuidado con las decisiones apresuradas. Evita los perros.”

Yo no entendí si lo de expandirme era emocionalmente, espiritualmente o en la cintura, pero me apunté a un curso de Tai Chi para embarazadas (era el único que tenía cupo). No me dejaron participar, aunque hice amistad con la instructora, que luego me denunció por invadir un espacio seguro. Y lo de los perros… bueno, eso lo ignoré hasta que, en el parque, uno me atacó sin motivo aparente. Tenía razón el horóscopo, aunque fue tarde para evitarlo.

Otro día, el consejo era:

Géminis: "Busca respuestas en el agua. La intuición será tu guía. Pero no uses azul."

Decidí ir al río. Me caí al intentar interpretar un reflejo que me pareció un mensaje. Perdí un zapato y gran parte de mi dignidad. Y encima llevaba camiseta azul. Me agarró un resfriado místico que me duró diez días y una otitis filosófica.

Y, sin embargo, lo peor ocurrió cuando el horóscopo dijo:

Géminis: "Atención: recibirás novedades. Quizá el pasado vuelva para reclamar lo que es suyo."

Pasé dos semanas encerrado, convencido de que se trataba de Emeterio, al que le debía un colchón desde hacía como diez años. Resultó que lo que me llegó fue una invitación a una reunión de exalumnos, donde nadie me reconoció y me preguntaron si yo era el nuevo portero del colegio.

Pero después, en medio de esta saga astrológica de fracasos, fue que conocí a Rosamelva. Estaba en la fila del banco, discutiendo con la cajera por unas comisiones abusivas, y lo hacía con tal fervor y elocuencia que no pude resistirme. Me enamoré en el acto. No de su cartera (que estaba usando como arma), sino de su absoluta indiferencia hacia los designios del zodíaco. Ella era Piscis, y me dijo que el horóscopo le servía únicamente para saber qué día es.

Comenzamos a salir, y contra toda predicción, fue maravilloso. No hubo traiciones (salvo cuando me dejó esperando en el cine porque se equivocó de día), y aunque mi horóscopo semanal seguía diciendo cosas como “no salgas”, “no firmes nada” o “hoy no es tu día”, lo cierto es que cada día con Rosamelva lo era. Incluso una vez rompimos juntos un suplemento dominical que decía que Géminis y Piscis son “incompatibles en la vida, en la cama y en la conversación”. Nos reímos, hicimos todo eso y más. Sin consultar a Venus.

Fue por ella que, en un gesto de venganza o curiosidad, decidí investigar quién escribía el horóscopo del Diario Regional. Tras varias vueltas y un adecuado soborno, descubrí que no se trataba de un experto en astrología hindú ni de una pitonisa húngara, sino de don Clodomiro, un ex empleado de la municipalidad, jubilado desde hacía quince años, que escribe los horóscopos desde su casa, copiándolos al azar de una revista femenina de 1942 llamada Secretillos. Dice que no cree en nada de eso, pero que le pagan un par de pesos por horóscopo y que, como nadie se ha quejado en mucho tiempo, sigue reciclando los mismos mensajes, intercambiándolos sin método alguno entre los diferentes signos.

Así fue como comprendí, tras un exhaustivo experimento de campo que consistió en hacerle caso al horóscopo durante ocho semanas consecutivas y sobrevivir para contarlo, que estas predicciones funcionan como un semáforo en una calle donde ya no pasa nadie: puede quedarse en rojo todo lo que quiera, pero si uno mira bien, no viene nadie, y tiene algo de dignidad y buenas piernas, puede cruzar tranquilo… y hasta encontrarse con el amor del otro lado de la calle.

Esto, por supuesto, contradice frontalmente lo planteado por don Clodomiro —autor del horóscopo del Diario Regional, jubilado profesional y aficionado a los crucigramas difíciles—, quien desde su balcón y con la ayuda de una lupa y revistas de 1942, sigue advirtiéndonos de “fuertes energías retrógradas” y “potenciales giros inesperados”. La única energía que gira ahí es la de su ventilador de mesa, y lo único inesperado es que siga escribiendo el horóscopo diario sin darse cuenta de que repite lo mismo desde que se jubiló.

Según un estudio absolutamente fidedigno, hecho por mí, el 87 % de las advertencias zodiacales son recicladas, el 10 % son inventadas por Clodomiro para pasar el rato, y el 3 % restante las escribe cuando se le acaba el sudoku y se aburre.

Y, aun así, cruzar la calle sin mirar el horóscopo fue lo mejor que me pasó. Porque ahí estaba Rosamelva, en el banco de la vereda opuesta, ignorando a los astros y discutiendo con la cajera.

Ahora soy medianamente feliz. Aunque no dejo de ser cauteloso. Vi que Rosamelva está usando cuchillos para preparar la cena. Y los astros dicen que esta semana debo tener cuidado con los objetos punzantes. Rosamelva es amorosa, pero a veces —como toda mujer— puede ser algo impredecible. Sobre todo cuando Saturno está en la casa de Libra.

Ella ya me olvidó...

 
La música, entre otras de sus características, está la de transportarnos a través del tiempo y el espacio. Es divertido como una antigua canción, de esas que ya casi nadie escucha, provoca que un par de neuronas se conecten y se vengan a la mente recuerdos que creíamos borrados. Encendí la radio y, en la estación que estaba sintonizada, comenzaba un programa dedicado a sacar discos, o lo que sea, del fondo del baúl de las canciones antiguas y casi olvidadas. “Ella ya me olvidó, yo la recuerdo ahora”, estaban tocando, y escucharla me llevó de regreso a un momento en el pasado, muy pasado, cuando era joven, y dando los primeros pasos de adulto, vivía en una residencial, de esas para jóvenes con sueldo de principiante. Yo trabajaba, y podía mantenerme, pero mi amigo no tenía y no me quedó más alternativa que recibirlo en mi pieza, a escondidas de la dueña pero con la complicidad de las empleadas, que ya sea por simpatía o porque les divertía reírse de la patrona, guardaban el secreto. “Ella ya me olvidó, yo la recuerdo ahora”, era una de las canciones que por estar de moda, repetían y repetían una y otra vez en las radios. No se lograba nada cambiando la estación, todas seguían la moda. Cómo es posible, decíamos mi amigo y yo, que a la gente les guste escuchar esas canciones tan ridículas: “Hoy la vi”, “La foto de carnet”, “Esto es el amor”, “Cómo te extraño mi amor”, “Como poder saber si te amo”. En resumen, la cursilería máxima convertida en canciones. Y repetirlas durante todo el día era para nosotros el colmo del abuso. Pero un día, sin darnos cuenta, nuestras vidas sufrieron un cambio, por casualidad nos ocurrió al mismo tiempo. Un fin de semana, yo tenía dos días libres (mi amigo estaba libre permanentemente) viajamos a nuestra ciudad natal. Algo sucedió allí, en dos días pueden suceder muchas cosas imprevistas, una lluvia, un temblor, un accidente… Bueno, lo nuestro lo podemos clasificar como accidente. De regreso en nuestro inhóspito cuarto de la residencial, continuamos con nuestras vidas, la mía en el trabajo, y mi amigo en el suyo, que consistía en buscar uno. Pero el ambiente era distinto, de pronto ya no conversábamos por la tarde, y nos quedábamos en silencio o nos comunicábamos lo estrictamente necesario, con un –-pon a hervir el agua o un --pásame el azúcar… ya ni hablábamos con las empleadas salvo para preguntarles –Rosita, ¿nos ha llegado carta? Porque ahora esperábamos cartas, ¿Por qué?, de pronto descubrimos, con una mezcla de desconcierto y angustia, que en apenas dos días nos habíamos enamorado violentamente, y como habíamos dado nuestra dirección a las recién adquiridas dueñas de nuestros corazones, necesitábamos saber, con la misma ansiedad con que el sediento pide agua, si nuestros sentimientos eran correspondidos. Y luego, debido al mal estado de nuestros corazones, encendíamos la radio y nos quedábamos embobados escuchando las antes detestables y ahora de improviso tan sentimentales y hermosas canciones de moda. --Oye, me decía mi amigo, --sube el volumen de la radio que están tocando: “Tu llegaste cuando menos te esperaba…” Ha pasado tanto tiempo desde entonces que puedo dar por seguro que ella ya me olvidó. Pero por culpa de la condenada radio que desenterró esas canciones antiguas, descubro con sentimiento, en medio de un ataque de nostalgia, que “yo la recuerdo ahora”…

Jen-O

9 de junio de 2025

Yo y Las Mil y una Noches...

Leer el libro de “
Las mil y una noches” es como adentrarse en un mundo de maravillas infinitas, donde cada rincón guarda un cuento, cada sombra una promesa y cada palabra una lámpara mágica encendida. Es un regalo para el espíritu, un banquete de imaginación servido con dátiles dorados y jarras de vino de granada.
Desde las primeras páginas, uno queda atrapado por el arte de Sherezade, la narradora de narradoras, que salva su vida noche a noche tejiendo historias dentro de historias, como una bordadora que no quiere terminar jamás su tapiz. Cada cuento es un universo, y dentro de ese universo hay otro, y luego otro, como cajas talladas con delicadeza por manos sabias. Un pescador pobre encuentra un ánfora con un genio, y el genio cuenta su propia historia, que a su vez remite a un sabio de la India, y este a un rey chino... y así, hasta que uno se rinde feliz, navegando sin rumbo fijo entre maravillas.
Qué decir de Bagdad, ciudad de ciudades, que brilla como un brazalete de oro al sol del relato. Sus mercados, sus baños públicos, sus barrios humildes y sus palacios espléndidos se describen con tanto color y detalle que uno siente el aroma del incienso y escucha el tintinear de los brazaletes de las mujeres. Mujeres que son, en estas páginas, tan bellas como astutas, tan valientes como encantadoras: princesas que dominan las artes y los enigmas, esclavas que ríen con picardía, enamoradas que se arriesgan por amor, y todas ellas inolvidables
Y allí, entre todos, el gran califa Harún al-Rachid, que recorre sus calles disfrazado, como un dios curioso que quiere probar el alma de su pueblo. Es sabio, justo, y en muchas noches se deja llevar por la poesía, por la música, por la historia de algún viejo mendigo que, por el arte de la narradora, resulta ser un príncipe disfrazado. La generosidad abunda en este mundo como el agua en el Tigris: hay quien da su fortuna por un gesto noble, quien rescata a un desconocido sólo porque así lo quiere Alá, el clemente, el misericordioso. Sí, también hay pillos, estafadores, malvados con ojos de serpiente, pero hasta ellos parecen necesarios para que el equilibrio de este universo de fábula se sostenga.
Y luego está otro personaje, el inigualable, el incansable, el afortunado Sinbad el Marino, cuyas aventuras harían palidecer a Ulises. Sus relatos están adornados de gigantes, monstruos, islas errantes y pájaros colosales, y sin embargo, detrás de cada exageración brilla una verdad geográfica o histórica: el comercio en el Índico, las rutas del este de África, los peligros de los estrechos. Leerlo es aprender sin darse cuenta, entre sospechas y asombro.
Las mil y una noches no es sólo un libro. Es un mundo entero, una época viva, una fiesta que no termina. Leerlo hoy sigue siendo tan grato como debió de serlo hace siglos: uno se sienta con el libro en las manos y, de pronto, no está solo, sino rodeado de mercaderes, encantadores de serpientes, músicos, poetas, esclavas danzarinas, sabios persas y piratas malayos. Es una lectura que no se agota, que siempre tiene otra historia que contar. ¿Y no es eso, al fin y al cabo, la más deliciosa de las magias?
Porque leer “Las mil y una noches” es como abrir un cofre lleno de joyas encantadas: no hay relato que no brille, no hay página que no murmure secretos antiguos. Cada historia es una puerta que se abre al asombro, una promesa de maravillas y de humanidad. Su lectura es un gozo constante, un viaje interminable por los caminos dorados de la imaginación oriental.
Entre las maravillas que ofrece esta obra sin par, brillan con luz propia las princesas, figuras de una belleza tan sublime que hasta el aire parece perfumado al mencionarlas. Aunque sus rostros se ocultan tras delicados velos, sus gestos, su voz, su mirada entre pestañas largas y negras, bastan para enamorar al héroe y al lector. No son meras bellezas de salón: son mujeres que aman con la intensidad de los desiertos ardientes y la generosidad de los oasis escondidos. Capaces de sacrificarlo todo —un reino, una identidad, incluso su libertad— por un amor verdadero, estas princesas son heroínas completas, tejidas de fuego y dulzura, de misterio y fidelidad. Algunas han sido raptadas por efrits, otras viven encerradas en torres de jade o jardines encantados, pero todas aguardan, con dignidad y esperanza, la llegada del momento en que puedan amar sin cadenas.
Y si las princesas son reinas del corazón, las hadas lo son del misterio. Ninguna como Peri-Banú, la reina del mundo subterráneo, la que vive entre columnas de cristal y techos de zafiro, rodeada de servidores invisibles y fuentes de agua viva. A pesar de su naturaleza mágica y su inmenso poder, se enamora de un hombre mortal y por él atraviesa los límites entre los mundos. Su historia —tan bella como melancólica— es un canto al poder del amor que trasciende incluso la frontera entre lo real y lo sobrenatural.
En estas páginas también surca los cielos la mítica alfombra mágica, tejido volador que transporta a los protagonistas más allá del tiempo y del espacio. Pura fantasía, sí, pero ¿quién no ha soñado con elevarse sobre la ciudad dormida, ver las torres de Bagdad desde las alturas, y partir rumbo a reinos ignotos, llevados por los hilos invisibles de un tapiz encantado? En Las mil y una noches, volar es posible, y no hay deseo que no pueda ser imaginado.
Pero esta obra no es sólo un desfile de lo fantástico. También hay historias humanas, profundamente terrenales, que muestran la riqueza y la convivencia de culturas y credos. En el famoso cuento del jorobado, por ejemplo, se cruzan los destinos de un corredor cristiano, un médico judío y varios personajes musulmanes, todos envueltos en una cadena de malentendidos y accidentes hilarantes. A través del humor y la complicación de las situaciones, se dibuja una ciudad donde la convivencia era un hecho, donde un cristiano podía curar a un musulmán, un judío dar consejo a un visir, y todos ser escuchados por el califa. En una época que hoy nos parece lejana, florecía la tolerancia más que el odio, y el respeto por la sabiduría del otro superaba las barreras religiosas. Ese mundo plural, donde las diferencias se mezclaban como especias en un mismo guiso, resplandece en cada relato.
La magia de Las mil y una noches reside también en esa asombrosa diversidad: hay cuentos de amor y de guerra, de comerciantes y mendigos, de genios que conceden deseos y de sabios que enseñan con proverbios. Hay fábulas morales, tragedias secretas, comedias desenfrenadas y relatos místicos. Y en cada uno late una verdad profunda: la vida es cambiante, el destino caprichoso, pero el corazón humano es capaz de hazañas que rivalizan con la magia.
Volver a este libro —o leerlo por primera vez— es como aceptar una invitación nocturna a un jardín iluminado por lámparas de aceite. Nos sentamos junto a Sherezade, y ella, con su voz suave, nos dice: “Escucha, que esta historia es tan antigua como el mundo, pero tan nueva como tu último sueño”. Y allí quedamos, encantados, atrapados, agradecidos. Porque Las mil y una noches no envejece, no se gasta, no se apaga. Es y será siempre una de las más dulces delicias que puede ofrecernos la lectura.

Jenofonte

7 de junio de 2025

Clase de dibujo

Ya no recuerdo cuantos años tenía, once tal vez, y estaba en la clase llamada pretenciosamente “Artes Plásticas”. Los útiles eran un block de dibujo, lápiz grafito N°2, goma, sacapuntas y lápices de colores.

El profesor, —cuyo nombre he olvidado, y sinceramente no lamento hacerlo—, entraba a la sala, se sentaba tras el escritorio y pasaba lista. Habiendo dicho “presente” todos los presentes, pegaba con un chinche, en la pizarra, el dibujo que debíamos copiar…

En eso consistía su método pedagógico, en proporcionarnos un modelo, que podía ser cualquier objeto inanimado, una manzana, por ejemplo. Entonces comenzaba la acción, el supuesto traspaso, vía lápiz, de la roja manzana al papel en blanco.

Yo, con poquísimo entusiasmo —pues conocía perfectamente mis limitaciones en cuanto al dibujo— comenzaba a trazar en la hoja del block la supuesta forma del modelo. Nunca logré que ojos y mano trabajaran de común acuerdo para copiar el dichoso objeto. Lo que aparecía en el papel era una forma indefinida, semi esférica, semi cualquier cosa, pero claramente alejada de toda semejanza con el modelo.

No lo sabía en ese momento, pero ahora estoy convencido de que el resultado estaba más cerca del crimen gráfico que del arte.

De todos modos, presentado el fruto del esfuerzo de media hora, la hoja era devuelta con la nota en la esquina; un 4.

Un 4 en la clase de Artes Plásticas equivalía a un 1 en cualquier otra asignatura. Era la calificación que se reservaba para el trabajo abiertamente deficiente. Se suponía que aquella materia era secundaria, un ramo al que nadie daba mayor valor: ni el sistema, ni —por supuesto— los estudiantes.

Jamás se me explicó cómo tomar el lápiz, cómo observar la proporción, cómo se mide una curva con la vista o por qué la sombra cae donde cae. Dibujaba por inercia, como topo romántico en la penumbra. Estaba en una clase de dibujo donde nadie me enseñó jamás a dibujar, y sin embargo debía asistir y cumplir con gastar hojas de block y lápices, para ser evaluado, estoy seguro, con el mismo entusiasmo con que trataba de dibujar.

Debo decir, en mi defensa, que a veces trataba de poner todo mi empeño en el dibujo, pero la relación empeño/resultado nunca funcionó, y la clase de Artes Plásticas significaba tan solo un feroz e inevitable aburrimiento.

Tiempo después supe que el profesor era, nominalmente, “Profesor de Dibujo Artístico”. Me pareció un título tan adecuado como irónico. Algo en la línea de llamar “Educación Física” —a un simple correr dando vueltas al patio de la escuela. El título parecía ideado no para describir una función, sino para encubrir su completa ausencia.

Y, sin embargo, en esa clase aprendí algo que no figuraba en ningún programa: que hay profesores que enseñan sin querer, y otros que, queriendo o no, simplemente no enseñan. El profesor de dibujo, impávido tras su escritorio, logró al menos una cosa: convertirme en experto en no aprender a dibujar.

Jenofonte