El tren avanzaba con su vaivén monótono, sacudiendo suavemente a los pasajeros. Afuera, la tarde teñía el mundo de tonos dorados, y la estación apareció de pronto, como una pintura suspendida en el tiempo.
Fue entonces cuando la vi.
De pie en el andén, con una expresión serena, una mujer
observaba el tren con mirada difícil de descifrar. Su cabello, tocado por la
luz del ocaso, parecía una llamarada trémula, y su vestido ligero bailaba con
la brisa. No hacía ningún gesto, no buscaba a nadie. Simplemente estaba allí,
etérea y distante, como un recuerdo de algo que aún no había sucedido. El mundo
quedó en suspenso: ni tren ni estación, solo ella, flotando entre el tiempo y
el ocaso…
Mi corazón pareció detenerse. No la conocía, pero durante un
instante tuve la sensación irracional de que, si pudiera saltar del tren en ese
mismo momento, la alcanzaría y mi vida sería otra. Pero en un segundo, o un
siglo, el tren reinició su marcha, separándome de ella como en un sueño del que
uno despierta bruscamente.
Su figura se hizo borrosa, desdibujada entre la velocidad y
la nostalgia, hasta desaparecer por completo.
Y sin embargo, en ese breve instante, sentí que algo
irremediable me había sido arrebatado. Como si, sin saberlo, hubiese estado
esperando toda mi vida encontrarla, solo para perderla en un suspiro.
Jenofonte