Ya no recuerdo cuantos años tenía, once tal vez, y estaba en la clase llamada pretenciosamente “Artes Plásticas”. Los útiles eran un block de dibujo, lápiz grafito N°2, goma, sacapuntas y lápices de colores.
El profesor, —cuyo nombre he olvidado, y sinceramente no
lamento hacerlo—, entraba a la sala, se sentaba tras el escritorio y pasaba
lista. Habiendo dicho “presente” todos los presentes, pegaba con un chinche, en
la pizarra, el dibujo que debíamos copiar…
En eso consistía su método pedagógico, en proporcionarnos un
modelo, que podía ser cualquier objeto inanimado, una manzana, por ejemplo.
Entonces comenzaba la acción, el supuesto traspaso, vía lápiz, de la roja
manzana al papel en blanco.
Yo, con poquísimo entusiasmo —pues conocía perfectamente mis
limitaciones en cuanto al dibujo— comenzaba a trazar en la hoja del block la
supuesta forma del modelo. Nunca logré que ojos y mano trabajaran de común
acuerdo para copiar el dichoso objeto. Lo que aparecía en el papel era una
forma indefinida, semi esférica, semi cualquier cosa, pero claramente alejada
de toda semejanza con el modelo.
No lo sabía en ese momento, pero ahora estoy convencido de
que el resultado estaba más cerca del crimen gráfico que del arte.
De todos modos, presentado el fruto del esfuerzo de media
hora, la hoja era devuelta con la nota en la esquina; un 4.
Un 4 en la clase de Artes Plásticas equivalía a un 1 en
cualquier otra asignatura. Era la calificación que se reservaba para el trabajo
abiertamente deficiente. Se suponía que aquella materia era secundaria, un ramo
al que nadie daba mayor valor: ni el sistema, ni —por supuesto— los
estudiantes.
Jamás se me explicó cómo tomar el lápiz, cómo observar la
proporción, cómo se mide una curva con la vista o por qué la sombra cae donde
cae. Dibujaba por inercia, como topo romántico en la penumbra. Estaba en una
clase de dibujo donde nadie me enseñó jamás a dibujar, y sin embargo debía
asistir y cumplir con gastar hojas de block y lápices, para ser evaluado, estoy
seguro, con el mismo entusiasmo con que trataba de dibujar.
Debo decir, en mi defensa, que a veces trataba de poner todo
mi empeño en el dibujo, pero la relación empeño/resultado nunca funcionó, y la
clase de Artes Plásticas significaba tan solo un feroz e inevitable
aburrimiento.
Tiempo después supe que el profesor era, nominalmente,
“Profesor de Dibujo Artístico”. Me pareció un título tan adecuado como irónico.
Algo en la línea de llamar “Educación Física” —a un simple correr dando vueltas
al patio de la escuela. El título parecía ideado no para describir una función,
sino para encubrir su completa ausencia.
Y, sin embargo, en esa clase aprendí algo que no figuraba en
ningún programa: que hay profesores que enseñan sin querer, y otros que,
queriendo o no, simplemente no enseñan. El profesor de dibujo, impávido tras su
escritorio, logró al menos una cosa: convertirme en experto en no aprender a
dibujar.
Jenofonte
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