28 de junio de 2025

Liset


—¡Hey, rubio, ven con nosotros, nos juntamos en la esquina! —me gritó el García, como para que lo escuchara toda la cuadra.
Ya estaba cansado de ese grupo de pesados y sus bromas. No quería juntarme más con ellos. Si lo hice antes, fue tal vez porque necesitaba compañía, pero ya tenía más que suficiente de servirles de blanco de sus payasadas.
—No —respondí sin pensar—, tengo que juntarme con mi novia.
—¿Desde cuándo tienes novia? —gritó de nuevo.
Sin responder, me fui rápidamente de ahí sin mirar atrás.
Así fue como la conocí. Desde entonces dejé de juntarme con el grupo de siempre. Cada vez que podía, estaba con ella. Pero nunca en público; buscábamos los lugares más solitarios y ocultos: la última banca de una iglesia en horas vacías, un banco en el parque escondido entre dos frondosos árboles, una playa desierta.
La vez que se me acercaron dos liceanas —que nunca me hablaban— y me dijeron:
—Supimos que tienes novia, ¿quién es, si puede saberse?
Respondí sin pensar:
—Se llama Liset, ¿por qué?
—¿Liset qué? —preguntó una.
—Liset-a-ustedes-no-les-interesa —dije, alejándome.
De pronto surgió un interés nunca antes visto por mí. Hasta me invitaron a un baile.
—Anda con tu Liset —me dijeron.
—No le dan permiso —contesté—. Gracias por la invitación.
Y así transcurrió el año. Si antes me trataban poco, ahora me trataban menos. Pero yo vivía contento, porque cada vez que me sentía solo, Liset aparecía y me acompañaba, silenciosa, pero siempre a mi lado.
Cuando tuve que irme a estudiar a la capital, Liset se quedó atrás. Los estudios intensos y el trabajo de medio tiempo no me dejaban espacio para nada, y sin darme cuenta, la olvidé completamente.
Tras algunos años, y ya instalado en la rutina de mi nuevo trabajo, un día algo se movió dentro de mí. Era esa antigua soledad. Luego, llegó un impulso leve, como si una parte dormida despertara: necesitaba volver.
Y decidí regresar al pueblo. No por nostalgia, sino por una mezcla de cansancio y curiosidad. Quería ver qué había sido de los otros, si el barrio seguía igual, si García aún gritaba desde la esquina.
Caminé por las calles de siempre, y todo me parecía más pequeño, más apagado. Fue entonces cuando la vi.
Era una mujer sentada en una banca de la plaza, con un cuaderno en las manos. El sol de la tarde se colaba entre las hojas de los árboles, proyectando sombras suaves sobre su rostro. Al pasar cerca, algo en su expresión —una forma de fruncir apenas los labios, de mirar el papel como si el mundo fuera un murmullo— me resultó inquietantemente familiar.
Me detuve. Sentí una punzada en el pecho. Una especie de eco.
—¿Tú… eres Liset? —pregunté, sin pensar, con la voz más baja de lo que imaginaba.
Ella alzó la mirada, sorprendida. Sus ojos —grandes, tranquilos, como si supieran algo que yo todavía no— me observaron con curiosidad.
—¿Nos conocemos?
Dudé. Algo en su forma de estar, de sostener el cuaderno con delicadeza, me golpeó con una ternura antigua.
Ella ladeó la cabeza, como intentando descifrarme, y entonces sonrió. No con burla ni incomodidad: con una calidez tibia, honesta.
—Me llamo Elisa —dijo—. Pero cuando era chica, solía escribir cuentos firmados como “Liset”. ¿Por qué?
El mundo pareció detenerse. Sentí que el aire se volvía más denso, como si la realidad respirara conmigo.
No supe qué responder. Solo me senté junto a ella, casi en un acto reflejo, con el corazón latiendo fuerte, como si algo largamente dormido despertara de golpe.
Le conté —a medias, con pausas— la historia de una novia secreta que había inventado en el colegio. Le hablé de los lugares donde me refugiaba con ella, del silencio compartido, del consuelo que me daba su sola presencia. Le dije que nadie la había visto jamás, pero que para mí había sido real.
Ella no se rió. No se extrañó. Solo escuchó, con los ojos fijos en mí, como si estuviera leyendo un cuento que ya conocía de antes.
—Qué raro… —dijo al fin, con voz suave—. Yo también me inventé a alguien como tú. Venía a verme cuando más lo necesitaba. Solo que nunca lo encontré en persona.
Nos quedamos en silencio, mientras la brisa movía las hojas del cuaderno entre sus dedos. El sol bajaba lentamente, tiñendo de naranja los contornos de la plaza.
Y entonces lo comprendí.
Liset, tal vez, nunca existió con un cuerpo ni con un nombre real. Pero sí fue verdadera. Fue la forma que tuvo mi alma de no quebrarse. Y ahora, frente a mí, había alguien que también había dibujado con la imaginación un puente para no estar sola.
No había encontrado a Liset.
Había encontrado algo más valioso: la certeza de que no estaba solo, y que nunca lo estuve.

Jenofonte

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