28 de junio de 2025
Liset
24 de junio de 2025
En la penumbra
sus ojos eran lo único que importaba.
La luz apenas rozaba su rostro,
como si el universo mismo tuviera miedo
de perturbar aquella mirada que lo contenía todo:
amor, melancolía, y una promesa no dicha.
Él la contemplaba desde la distancia,
sin atreverse a romper
el silencio que los envolvía.
No hacían falta palabras.
Cada parpadeo suyo era un poema silencioso,
cada sombra sobre su piel,
un suspiro detenido en el tiempo.
Ella no lo miraba directamente,
pero lo sentía.
Como si su alma reconociera la suya a pesar del tiempo,
de las historias inconclusas,
y de los días que no compartieron.
La tenue luz que acariciaba su rostro
era la misma que él había buscado toda su vida
tal vez sin saberlo.
Y entonces, entre esa mitad sombra
y mitad esperanza, él lo supo con certeza:
un día ella volvería, y esta vez
no habría distancia ni silencio.
Solo la luz plena de una promesa cumplida.
19 de junio de 2025
El campamento en el bosque de la rana
El primer día comenzó con un optimismo admirable: se levantaron las carpas con tal falta de habilidad que, al final, parecían deformes esculturas modernas. Se encendió una fogata que generaba más humo que calor, y se entonaron canciones con un entusiasmo que espantó a las aves del lugar, pero con una manera tan escandalosa de desafinar, que habría causado un soponcio a la profesora de música.
Pero fue al caer la tarde cuando el bosque empezó a mostrar su verdadera y perversa personalidad. Primero llegaron las hormigas. No cualquier tipo de hormiga: estas eran negras, grandes, con mandíbulas que podrían cortar un alambre y una fascinación casi científica por meterse en los calcetines. Luego, la rana. Una sola, pero enorme y fea. Se instaló en medio del sendero que llevaba al arroyo, como si quisiera cobrar peaje. Un explorador intentó moverla con un palo, y la rana, ofendida, le lanzó una mirada que congeló el alma del scout. Se la bautizó entonces como la Bruja, y los enviados a buscar agua daban un incómodo rodeo por entre los matorrales, mostrando una falta de audacia muy poco digna de un águila.
Por la noche, un mapache con extraordinaria habilidad desvalijó una mochila llena de galletas y se llevó un mapa que los scouts habían dibujado para una proyectada búsqueda del tesoro. Por supuesto que nunca se recuperaron las galletas, y el mapa fue encontrado a la mañana siguiente debajo de un árbol, roto y cubierto de algo que no sería higiénico nombrar.
Pero el momento cumbre del campamento llegó al segundo día, con la lluvia. Todo comenzó con un murmullo lejano, como el suspiro de un dios resfriado. Luego, sin más aviso, el cielo se desplomó sobre el campamento. La lluvia cayó con tanta fuerza que los scouts creyeron, por un instante, que estaban siendo castigados por algún inconfesable pecado.
Las carpas recibieron la lluvia con desesperación, es decir, cediendo a lo inevitable. El arroyo se convirtió en un río pequeño pero furioso que se llevó tres mochilas, los elementos para cocinar y la dignidad del jefe de tropa, que resbaló con gran estilo frente a todos y aterrizó de boca en el barro.
El apresurado regreso fue una procesión de figuras empapadas y silenciosas, envueltas en frazadas húmedas, con los calcetines chapoteando dentro de los zapatos y rostros que mezclaban trauma con algo de alivio. Fue, como dijo el más pequeño de la patrulla mientras se subía al bus, “la peor y mejor aventura de toda mi vida”.
Y aunque a nadie se le ha ocurrido, ni por broma, volver al bosque de la rana, se le recuerda en cada reunión, ocasión en la que todos rivalizan en contar anécdotas que ganan más y más detalles a medida que pasa el tiempo. Tantos, qué si alguien ajeno al grupo las escucha, pensaría que el campamento duró un mes, en lugar de casi tres miserables días...
Y tal vez esa sea el verdadero valor de ese desdichado campamento: que, aunque todos juren nunca volver a repetirlo, ha terminado convirtiéndose en la historia que más les gusta contar.
Jenofonte
16 de junio de 2025
Lo que dicen los astros
Géminis: "No tomes decisiones
importantes hoy. El amor puede ser esquivo, el dinero también. Evita hablar con
Sagitario y con tu jefe."
Naturalmente, no hice nada ese día. No abrí el correo, ni contesté el
teléfono, ni me dirigí la palabra en el espejo por si acaso mi ascendente era
Sagitario. Con mi jefe no tuve problemas; tal vez así se lo indicó su horóscopo
y solo apareció a las nueve, firmó el libro y desapareció por el resto del día.
Por lo tanto, me limité a observar el techo y esperar que pasaran las amenazas
celestiales como quien espera que las moscas dejen de volar o que el gobierno
cumpla sus promesas.
Al día siguiente, sin embargo, el horóscopo fue más amable:
Géminis: "Gran oportunidad en
el amor. Compra flores. Llama a esa persona especial. Tu energía está en su
punto más seductor gracias a que Venus está en la casa de Acuario."
Así que le llevé flores a Ermelinda, la bibliotecaria, con quien
mantenía una especie de romance incipiente desde hacía meses, consistente en
intercambios apasionados de tarjetas de préstamo de libros y miradas por encima
de los estantes de novela rusa. Llevaba claveles —que era lo único que le
quedaba a la florería— y mi mejor camisa, que no necesariamente eran
compatibles.
Ella me recibió con una sonrisa. Me sentí impulsado por la fuerza de las
constelaciones, me incliné y le recité lo primero que se me ocurrió, que fue
una línea del horóscopo del día anterior. Ella palideció, soltó las flores como
si quemaran y murmuró:
—Eres Géminis… como mi exmarido.
Y así fue como el horóscopo me quitó el amor antes de que siquiera
comenzara. Ermelinda se casó seis meses después con un taxista de Capricornio,
y yo estuve dos semanas sin atreverme a abrir el periódico.
Pero el vicio es tenaz, y la superstición, cuando se instala, se
comporta como un cuñado incómodo: aparece a la hora del almuerzo todos los
domingos, pide más vino del que no llevó y opina sobre tu vida sentimental.
Seguí leyendo el horóscopo, con creciente religiosidad. El problema es
que cada mensaje era más críptico que el anterior.
Géminis: “Momento propicio para
expandirte. Cuidado con las decisiones apresuradas. Evita los perros.”
Yo no entendí si lo de expandirme era emocionalmente, espiritualmente o
en la cintura, pero me apunté a un curso de Tai Chi para embarazadas (era el
único que tenía cupo). No me dejaron participar, aunque hice amistad con la
instructora, que luego me denunció por invadir un espacio seguro. Y lo de los
perros… bueno, eso lo ignoré hasta que, en el parque, uno me atacó sin motivo
aparente. Tenía razón el horóscopo, aunque fue tarde para evitarlo.
Otro día, el consejo era:
Géminis: "Busca respuestas en
el agua. La intuición será tu guía. Pero no uses azul."
Decidí ir al río. Me caí al intentar interpretar un reflejo que me
pareció un mensaje. Perdí un zapato y gran parte de mi dignidad. Y encima
llevaba camiseta azul. Me agarró un resfriado místico que me duró diez días y
una otitis filosófica.
Y, sin embargo, lo peor ocurrió cuando el horóscopo dijo:
Géminis: "Atención: recibirás
novedades. Quizá el pasado vuelva para reclamar lo que es suyo."
Pasé dos semanas encerrado, convencido de que se trataba de Emeterio, al
que le debía un colchón desde hacía como diez años. Resultó que lo que me llegó
fue una invitación a una reunión de exalumnos, donde nadie me reconoció y me
preguntaron si yo era el nuevo portero del colegio.
Pero después, en medio de esta saga astrológica de fracasos, fue que
conocí a Rosamelva. Estaba en la fila del banco, discutiendo con la cajera por
unas comisiones abusivas, y lo hacía con tal fervor y elocuencia que no pude
resistirme. Me enamoré en el acto. No de su cartera (que estaba usando como
arma), sino de su absoluta indiferencia hacia los designios del zodíaco. Ella
era Piscis, y me dijo que el horóscopo le servía únicamente para saber qué día
es.
Comenzamos a salir, y contra toda predicción, fue maravilloso. No hubo
traiciones (salvo cuando me dejó esperando en el cine porque se equivocó de
día), y aunque mi horóscopo semanal seguía diciendo cosas como “no salgas”, “no
firmes nada” o “hoy no es tu día”, lo cierto es que cada día con Rosamelva lo
era. Incluso una vez rompimos juntos un suplemento dominical que decía que
Géminis y Piscis son “incompatibles en la vida, en la cama y en la
conversación”. Nos reímos, hicimos todo eso y más. Sin consultar a Venus.
Fue por ella que, en un gesto de venganza o curiosidad, decidí
investigar quién escribía el horóscopo del Diario Regional. Tras varias
vueltas y un adecuado soborno, descubrí que no se trataba de un experto en
astrología hindú ni de una pitonisa húngara, sino de don Clodomiro, un ex
empleado de la municipalidad, jubilado desde hacía quince años, que escribe los
horóscopos desde su casa, copiándolos al azar de una revista femenina de 1942
llamada Secretillos. Dice que no cree en nada de eso, pero que le pagan
un par de pesos por horóscopo y que, como nadie se ha quejado en mucho tiempo,
sigue reciclando los mismos mensajes, intercambiándolos sin método alguno entre
los diferentes signos.
Así fue como comprendí, tras un exhaustivo experimento de campo que
consistió en hacerle caso al horóscopo durante ocho semanas consecutivas y
sobrevivir para contarlo, que estas predicciones funcionan como un semáforo en
una calle donde ya no pasa nadie: puede quedarse en rojo todo lo que quiera,
pero si uno mira bien, no viene nadie, y tiene algo de dignidad y buenas
piernas, puede cruzar tranquilo… y hasta encontrarse con el amor del otro lado
de la calle.
Esto, por supuesto, contradice frontalmente lo planteado por don
Clodomiro —autor del horóscopo del Diario Regional, jubilado profesional
y aficionado a los crucigramas difíciles—, quien desde su balcón y con la ayuda
de una lupa y revistas de 1942, sigue advirtiéndonos de “fuertes energías
retrógradas” y “potenciales giros inesperados”. La única energía que gira ahí
es la de su ventilador de mesa, y lo único inesperado es que siga escribiendo
el horóscopo diario sin darse cuenta de que repite lo mismo desde que se
jubiló.
Según un estudio absolutamente fidedigno, hecho por mí, el 87 % de las
advertencias zodiacales son recicladas, el 10 % son inventadas por Clodomiro
para pasar el rato, y el 3 % restante las escribe cuando se le acaba el sudoku
y se aburre.
Y, aun así, cruzar la calle sin mirar el horóscopo fue lo mejor que me
pasó. Porque ahí estaba Rosamelva, en el banco de la vereda opuesta, ignorando
a los astros y discutiendo con la cajera.
Ahora soy medianamente feliz. Aunque no dejo de ser cauteloso. Vi que
Rosamelva está usando cuchillos para preparar la cena. Y los astros dicen que
esta semana debo tener cuidado con los objetos punzantes. Rosamelva es amorosa,
pero a veces —como toda mujer— puede ser algo impredecible. Sobre todo cuando
Saturno está en la casa de Libra.
Ella ya me olvidó...
Jen-O
9 de junio de 2025
Yo y Las Mil y una Noches...
Desde las primeras páginas, uno queda atrapado por el arte de Sherezade, la narradora de narradoras, que salva su vida noche a noche tejiendo historias dentro de historias, como una bordadora que no quiere terminar jamás su tapiz. Cada cuento es un universo, y dentro de ese universo hay otro, y luego otro, como cajas talladas con delicadeza por manos sabias. Un pescador pobre encuentra un ánfora con un genio, y el genio cuenta su propia historia, que a su vez remite a un sabio de la India, y este a un rey chino... y así, hasta que uno se rinde feliz, navegando sin rumbo fijo entre maravillas.
Qué decir de Bagdad, ciudad de ciudades, que brilla como un brazalete de oro al sol del relato. Sus mercados, sus baños públicos, sus barrios humildes y sus palacios espléndidos se describen con tanto color y detalle que uno siente el aroma del incienso y escucha el tintinear de los brazaletes de las mujeres. Mujeres que son, en estas páginas, tan bellas como astutas, tan valientes como encantadoras: princesas que dominan las artes y los enigmas, esclavas que ríen con picardía, enamoradas que se arriesgan por amor, y todas ellas inolvidables
Y allí, entre todos, el gran califa Harún al-Rachid, que recorre sus calles disfrazado, como un dios curioso que quiere probar el alma de su pueblo. Es sabio, justo, y en muchas noches se deja llevar por la poesía, por la música, por la historia de algún viejo mendigo que, por el arte de la narradora, resulta ser un príncipe disfrazado. La generosidad abunda en este mundo como el agua en el Tigris: hay quien da su fortuna por un gesto noble, quien rescata a un desconocido sólo porque así lo quiere Alá, el clemente, el misericordioso. Sí, también hay pillos, estafadores, malvados con ojos de serpiente, pero hasta ellos parecen necesarios para que el equilibrio de este universo de fábula se sostenga.
Y luego está otro personaje, el inigualable, el incansable, el afortunado Sinbad el Marino, cuyas aventuras harían palidecer a Ulises. Sus relatos están adornados de gigantes, monstruos, islas errantes y pájaros colosales, y sin embargo, detrás de cada exageración brilla una verdad geográfica o histórica: el comercio en el Índico, las rutas del este de África, los peligros de los estrechos. Leerlo es aprender sin darse cuenta, entre sospechas y asombro.
Las mil y una noches no es sólo un libro. Es un mundo entero, una época viva, una fiesta que no termina. Leerlo hoy sigue siendo tan grato como debió de serlo hace siglos: uno se sienta con el libro en las manos y, de pronto, no está solo, sino rodeado de mercaderes, encantadores de serpientes, músicos, poetas, esclavas danzarinas, sabios persas y piratas malayos. Es una lectura que no se agota, que siempre tiene otra historia que contar. ¿Y no es eso, al fin y al cabo, la más deliciosa de las magias?
Entre las maravillas que ofrece esta obra sin par, brillan con luz propia las princesas, figuras de una belleza tan sublime que hasta el aire parece perfumado al mencionarlas. Aunque sus rostros se ocultan tras delicados velos, sus gestos, su voz, su mirada entre pestañas largas y negras, bastan para enamorar al héroe y al lector. No son meras bellezas de salón: son mujeres que aman con la intensidad de los desiertos ardientes y la generosidad de los oasis escondidos. Capaces de sacrificarlo todo —un reino, una identidad, incluso su libertad— por un amor verdadero, estas princesas son heroínas completas, tejidas de fuego y dulzura, de misterio y fidelidad. Algunas han sido raptadas por efrits, otras viven encerradas en torres de jade o jardines encantados, pero todas aguardan, con dignidad y esperanza, la llegada del momento en que puedan amar sin cadenas.
Y si las princesas son reinas del corazón, las hadas lo son del misterio. Ninguna como Peri-Banú, la reina del mundo subterráneo, la que vive entre columnas de cristal y techos de zafiro, rodeada de servidores invisibles y fuentes de agua viva. A pesar de su naturaleza mágica y su inmenso poder, se enamora de un hombre mortal y por él atraviesa los límites entre los mundos. Su historia —tan bella como melancólica— es un canto al poder del amor que trasciende incluso la frontera entre lo real y lo sobrenatural.
En estas páginas también surca los cielos la mítica alfombra mágica, tejido volador que transporta a los protagonistas más allá del tiempo y del espacio. Pura fantasía, sí, pero ¿quién no ha soñado con elevarse sobre la ciudad dormida, ver las torres de Bagdad desde las alturas, y partir rumbo a reinos ignotos, llevados por los hilos invisibles de un tapiz encantado? En Las mil y una noches, volar es posible, y no hay deseo que no pueda ser imaginado.
Pero esta obra no es sólo un desfile de lo fantástico. También hay historias humanas, profundamente terrenales, que muestran la riqueza y la convivencia de culturas y credos. En el famoso cuento del jorobado, por ejemplo, se cruzan los destinos de un corredor cristiano, un médico judío y varios personajes musulmanes, todos envueltos en una cadena de malentendidos y accidentes hilarantes. A través del humor y la complicación de las situaciones, se dibuja una ciudad donde la convivencia era un hecho, donde un cristiano podía curar a un musulmán, un judío dar consejo a un visir, y todos ser escuchados por el califa. En una época que hoy nos parece lejana, florecía la tolerancia más que el odio, y el respeto por la sabiduría del otro superaba las barreras religiosas. Ese mundo plural, donde las diferencias se mezclaban como especias en un mismo guiso, resplandece en cada relato.
La magia de Las mil y una noches reside también en esa asombrosa diversidad: hay cuentos de amor y de guerra, de comerciantes y mendigos, de genios que conceden deseos y de sabios que enseñan con proverbios. Hay fábulas morales, tragedias secretas, comedias desenfrenadas y relatos místicos. Y en cada uno late una verdad profunda: la vida es cambiante, el destino caprichoso, pero el corazón humano es capaz de hazañas que rivalizan con la magia.
Volver a este libro —o leerlo por primera vez— es como aceptar una invitación nocturna a un jardín iluminado por lámparas de aceite. Nos sentamos junto a Sherezade, y ella, con su voz suave, nos dice: “Escucha, que esta historia es tan antigua como el mundo, pero tan nueva como tu último sueño”. Y allí quedamos, encantados, atrapados, agradecidos. Porque Las mil y una noches no envejece, no se gasta, no se apaga. Es y será siempre una de las más dulces delicias que puede ofrecernos la lectura.
Jenofonte
7 de junio de 2025
Clase de dibujo
Ya no recuerdo cuantos años tenía, once tal vez, y estaba en la clase llamada pretenciosamente “Artes Plásticas”. Los útiles eran un block de dibujo, lápiz grafito N°2, goma, sacapuntas y lápices de colores.
El profesor, —cuyo nombre he olvidado, y sinceramente no
lamento hacerlo—, entraba a la sala, se sentaba tras el escritorio y pasaba
lista. Habiendo dicho “presente” todos los presentes, pegaba con un chinche, en
la pizarra, el dibujo que debíamos copiar…
En eso consistía su método pedagógico, en proporcionarnos un
modelo, que podía ser cualquier objeto inanimado, una manzana, por ejemplo.
Entonces comenzaba la acción, el supuesto traspaso, vía lápiz, de la roja
manzana al papel en blanco.
Yo, con poquísimo entusiasmo —pues conocía perfectamente mis
limitaciones en cuanto al dibujo— comenzaba a trazar en la hoja del block la
supuesta forma del modelo. Nunca logré que ojos y mano trabajaran de común
acuerdo para copiar el dichoso objeto. Lo que aparecía en el papel era una
forma indefinida, semi esférica, semi cualquier cosa, pero claramente alejada
de toda semejanza con el modelo.
No lo sabía en ese momento, pero ahora estoy convencido de
que el resultado estaba más cerca del crimen gráfico que del arte.
De todos modos, presentado el fruto del esfuerzo de media
hora, la hoja era devuelta con la nota en la esquina; un 4.
Un 4 en la clase de Artes Plásticas equivalía a un 1 en
cualquier otra asignatura. Era la calificación que se reservaba para el trabajo
abiertamente deficiente. Se suponía que aquella materia era secundaria, un ramo
al que nadie daba mayor valor: ni el sistema, ni —por supuesto— los
estudiantes.
Jamás se me explicó cómo tomar el lápiz, cómo observar la
proporción, cómo se mide una curva con la vista o por qué la sombra cae donde
cae. Dibujaba por inercia, como topo romántico en la penumbra. Estaba en una
clase de dibujo donde nadie me enseñó jamás a dibujar, y sin embargo debía
asistir y cumplir con gastar hojas de block y lápices, para ser evaluado, estoy
seguro, con el mismo entusiasmo con que trataba de dibujar.
Debo decir, en mi defensa, que a veces trataba de poner todo
mi empeño en el dibujo, pero la relación empeño/resultado nunca funcionó, y la
clase de Artes Plásticas significaba tan solo un feroz e inevitable
aburrimiento.
Tiempo después supe que el profesor era, nominalmente,
“Profesor de Dibujo Artístico”. Me pareció un título tan adecuado como irónico.
Algo en la línea de llamar “Educación Física” —a un simple correr dando vueltas
al patio de la escuela. El título parecía ideado no para describir una función,
sino para encubrir su completa ausencia.
Y, sin embargo, en esa clase aprendí algo que no figuraba en
ningún programa: que hay profesores que enseñan sin querer, y otros que,
queriendo o no, simplemente no enseñan. El profesor de dibujo, impávido tras su
escritorio, logró al menos una cosa: convertirme en experto en no aprender a
dibujar.
Jenofonte
5 de junio de 2025
El incienso y las cenizas
El catequista, que era delgado y tenía voz de campana vieja, nos hablaba de misterios. El misterio de la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación, el misterio del pecado original. Todos eran “misterios” —una palabra que al principio me intrigaba, como si fueran parte de una novela de detectives—, pero que pronto aprendí que no se buscaba resolver, sino aceptar. Si uno preguntaba por qué Dios castigó a toda la humanidad por culpa de Adán y Eva, la respuesta era siempre la misma: un suspiro resignado y un “Es un misterio, y los misterios se aceptan con fe”. Yo asentía, pero por dentro sentía la comezón de una duda que no encontraba dónde rascar.
Después del catecismo venían las clases para ser acólito, en la sacristía con olor a cera fría y madera antigua. Allí, el padre Justo —un hombre de cejas tupidas y mirada que parecía juzgar incluso cuando sonreía— nos hacía ensayar el Confiteor, el Agnus Dei, el Dominus vobiscum. Todo en latín, lengua que nos sonaba a piedra seca, sin sentido ni música. Recitábamos como loros entrenados, sin entender ni una sola palabra. A veces uno se equivocaba y decía “spíritu tuó” en vez de “spíritu tuo”, y el padre hacía un gesto de desaprobación, con sus intimidantes cejas, que nos hacía esconder la cabeza entre los hombros. Yo repetía los sonidos como un conjuro antiguo, esperando que, al repetirlos lo suficiente, pudieran algún día revelarme su contenido. Pero no. Nunca lo hicieron.
Un día nos hablaron de los pecados capitales. Eran siete, como los enanitos, pero nada tenían de simpáticos. La lujuria, por ejemplo, era un concepto tan lejano para nosotros como la bolsa de valores. La envidia sí la entendíamos, por supuesto. La gula un poco. Pero la pereza era más confusa: ¿era pecado quedarse en cama cuando uno estaba cansado? ¿Y qué decir de la ira? ¿Cómo que uno no podía enojarse? Las virtudes, en cambio, parecían siempre fuera de nuestro alcance: templanza, caridad, prudencia, diligencia (¿diligencia…?) Palabras grandiosas, brillantes, como ventanas por las que nunca sabríamos mirar.
De todos modos había algo. Algo en el incienso que se elevaba en la misa como una plegaria sin forma, algo en el eco de nuestros pasos en el templo vacío, algo en la luz que se filtraba por las vidrieras y teñía de azul y rojo nuestras manos infantiles. Había una belleza inexplicable, una promesa que parecía susurrarse entre los mármoles y las velas. Algo que no entendíamos, pero que, durante un instante, creíamos sentir.
Con los años, dejé de asistir. Tanto misterio incomprensible, tanta monotonía de repetir palabras a las que no encontraba sentido, me aburrió soberanamente. El latín se volvió un eco lejano —aunque aún aparece en mis recuerdos, como una vieja canción cuya letra se me quedó grabada— y los misterios ya no me pedían aceptación, sino respuestas. Respuestas que nunca llegaron.
A veces me recuerdo, pequeño y confundido, saliendo del catecismo con el peso de los pecados no cometidos sobre los hombros y la sensación de estar siendo estrechamente vigilado. Pero era un niño, y antes de haber avanzado un par de cuadras, ya me había olvidado de todo y volvía a ser el mismo despreocupado pecador de siempre.
Hoy no queda fe, si es que alguna vez la hubo. Y eso no me hace mejor ni peor que antes. Solo un poco más libre. Libre de imaginarios castigos, de culpas heredadas, de promesas incomprensibles. Incluso, hasta del miedo.
Jenofonte
4 de junio de 2025
La isla en el papel

Y allí estaban: el barco con sus velas infladas por vientos que solo yo sentía, la playa donde un cofre medio enterrado aguardaba pacientemente, las palmeras inclinadas como si me saludaran al llegar.
No era necesario entender cada palabra. Bastaba con dejar que las frases llegaran como las olas a la orilla. Al cerrar los ojos, podía escuchar el ruido que hacía el casco del barco al surcar el agua, o el murmullo de las hojas —las del libro y las de las palmeras imaginadas— al moverse bajo un sol de papel.
El mundo real quedaba lejos, desdibujado. Nada se escuchaba. Leer era desaparecer dulcemente. No huir, no escapar: disolverse.
Con el tiempo tuve que leer de otras maneras. Noticias, informes, contratos. Leer sin viajar.
Y, sin embargo, a veces, al ver un libro en el inhóspito suelo de una feria, siento que me toca la nostalgia. Como si aquella isla aún existiera, no en un estante ni en una página, sino en la marca invisible que dejó dentro de mí.
Leer era eso: zarpar con rumbo desconocido. Soñar sin cerrar los ojos. Ser otro sin dejar de ser uno mismo.
Y aunque hace años que no la visito, sé que esa playa sigue allí, intacta en algún rincón de mí, desplegándose en la curva suave del horizonte. No regresé. O tal vez nunca partí. Pero a veces, al pasar las páginas de un libro cualquiera, siento que el papel y la tinta se convierten en sol, viento y mar. Entonces sé que sigo a bordo, navegando hacia esa costa que una vez me enseñó a soñar.
Jenofonte
2 de junio de 2025
Cuando aún éramos ayer...
El pasado fue hace un tiempo —era escolar, cuando caminaba hacia el colegio. No existía locomoción colectiva en ese entonces, solo mis pies, mis horarios que cumplir y un par de zapatos decididos a gastarse las suelas entre pavimento y adoquines.
Volví a mi ciudad después de varios años. No sabría decir cuántos con exactitud, pero los suficientes como para que la ciudad ya no me esperara, y yo tampoco la reconociera del todo. Mi sentimentalismo, que se hace el dormido, pero se despierta con cualquier olor —a pan recién hecho o a pasto húmedo—, se levantó de inmediato. Lo que recordaba dolía. Lo que había olvidado, aún más.
¿A quién conozco?, me preguntaba, mientras cruzaba la plaza como quien camina por la memoria de otro. ¿Será ese un niño que una vez corría por esta misma plaza? ¿Y esa señora, alguien que alguna vez fue niña? ¿Y ese otro? ¿Es un desconocido o un olvidado? A estas alturas es casi lo mismo, ya no conozco a nadie.
Las tiendas también me pusieron en problemas. ¿Esa estaba ya, o la estoy inventando? ¿Y esa librería, ante cuya vitrina me detenía a soñar? ¿Cómo desapareció para transformarse en local de comida rápida?
Me vi en el vidrio de esas vitrinas que aún sobreviven en el centro, las mismas que me vieron pasar hace mil años. Y me pareció —eterna ilusión del amor propio— que yo era el mismo. Apenas una versión ligeramente usada del estudiante, del niño cuya máxima preocupación en la vida era una prueba de matemáticas.
Pero lo que alguna vez me pareció inamovible —la calle, las tiendas, el aire— ya no era igual. Tantas cosas que ya no estaban, o más bien estaban, pero disfrazadas. Otro edificio. Otra fachada. Otra vitrina. Ni siquiera era yo caminando por la vereda. Solo una parte de mí que ya no sabía cómo conjugarse en presente.
Volver es eso: buscar indicios de lo que fuimos. Y tratar de no hacer preguntas muy largas para que no duelan demasiado las respuestas.
Caminé con paso lento, como quien no quiere despertarse del todo de un sueño confuso. Pero al doblar la esquina, una ráfaga de aire me trajo el olor de la panadería antigua, aunque sé que ya no está. Me sonreí. Tal vez, pensé, no se trata de volver a lo que fuimos, sino de aprender a vivir con lo que aún queda: un eco, un reflejo, una brizna de ayer que se nos cuela en el bolsillo sin pedir permiso.
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En la conversa con la tía Adriana y la tía Consuelo, me comentaban de una antigua canción popular que cantaban en Carén durante "la pel...
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Para que lo conozcan este es mi primo regalón Jorge Patricio (ex Pato) en su penúltima visita en 1986. Bueno, para los "chicos" se...