27 de agosto de 2020

Una misa sin monaguillos

Cuando mi papá era niño tenía, con sus hermanos, obligación de asistir a misa todos los domingos y fiestas. Carén es y siempre fue Parroquia, así es que no faltaba cura para oficiarlas.

Hoy en las parroquias aun hay unos cuantos acólitos, niños o jóvenes que ayudan en las misas los domingos, pero en aquellos años se llamaban monaguillos, y era menester que los hubiera en las misas, más aún si era domingo o fiesta. Para cumplir esa función, el cura elegía a algunos de los asistentes ese día, pero como era algo muy serio participar de los ritos sagrados, tenían que estar muy bien presentados. No era cosa de subir cualquier pililo al altar.

Obviamente, siendo hijos de doña Carmen, los Castillo siempre iban bien arreglados a la misa, así es que era cosa común que el padrecito los escogiese para asistirlo. Esto no era muy del agrado de los muchachos, ya que -los mayores recordarán- las misas de entonces (antes del Concilio Vaticano) no eran algo tan simple y tan breve como las de ahora. Eran en latín, más largas y con más ritos, de manera que los monaguillos tenían que estar mucho tiempo de pie, vestidos con una gruesa sotana roja y un blanco roquete y bien seriecitos, de acuerdo a la tarea que estaban cumpliendo.

Sin embargo, ocurrió un domingo (de cuya fecha no se tiene memoria) que el cura, antes de iniciar la misa, se acercó a los feligreses sentados en el templo, y empezó a buscar candidatos para ayudar a la misa de ese día. No encontró ninguno en condiciones, de manera que volvió a la sacristía, vistió sus ornamentos y salió a oficiar la misa solo.

Terminada ésta, y como era habitual, se paró a la salida del templo para despedir a los fieles. Y ahí se encontró con doña Carmen Órdenes, que le preguntó extrañada el por qué había oficiado la misa solo ese día. El curita le respondió que, lamentablemente, aunque había muchos niños en el templo, como cada domingo, no había ninguno con la presentación adecuada para subir al altar.

Esto extrañó mucho a doña Carmen, obviamente, porque sus hijos estaban ahí y era imposible que no hubieran estado correctamente vestidos. Así es que le preguntó al padre, muy extrañada, el por qué no los había escogido a ellos.

La respuesta del cura casi le causó un soponcio: estaban todos sin zapatos, como cualquier niño del pueblo. Doña Carmen le dijo que no podía ser, porque sus hijos no sólo tenían zapatos, sino que además se los había renovado recientemente. O sea, tenían zapatos nuevos. Pero el señor cura le dijo nuevamente que, tuvieran o no zapatos, ese día no los llevaban puestos.

No recuerdo que mi papá haya contado el costo de esa travesura, ni qué es lo que pasó cuando su mamá llegó a la casa. Sólo nos contó que se les había ocurrido la idea, para no tener que ayudar en la misa, de sacarse los zapatos antes de entrar a la iglesia, y esconderlos en la plaza. Por eso el señor cura no tuvo nadie a quien elegir: todos los niños estaban descalzos.

 

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2 comentarios:

Jenofonte dijo...

Por lo que yo se, la mamá le dió una frisca al monaguillo desertor. Pero es que la abuela Carmela era católica de primera línea y tenía poco menos que una línea directa con el Vaticano, por lo que la situación debió ser dolorosa y casi humillante para ella.

Rocío Muñoz dijo...

Qué gracioso!!! todo tiene su límite...hasta lo de ser monaguillo.