6 de mayo de 2011

Leo Perutz

¿Alguien conoce a Leo Perutz?, es un escritor y matemático austriaco, nacido en Praga en 1882 y fallecido en Bad Ischl, Austria en 1957.
Es autor de novelas tan interesantes tales como El Judas de Leonardo (Leonardo da Vinci busca un modelo para el Judas de La última cena), ¿Adonde vas, manzanita? (un ex-prisionero de guerra austríaco regresa a Rusia para vengarse del oficial que lo humilló en el campo de prisioneros) y La tercera bala (Hernán Cortés se lanza a la conquista de México, pero hay un español que se ha pasado al lado maya...).
También es autor de algunos cuentos como Señor, apiádate de mi, Martes, 12 de octubre de 1916 y este que presento acá, Conversación con un soldado. Espero que lo disfruten.

Conversación con un soldado


En la ciudad de Barcelona, allí donde desde el amplio paseo del muelle abrasado por el sol conduce una avenida de palmeras al monumento a Colón, pregunté por el camino de la catedral a un soldado español que echaba trozos de pan a las gaviotas.
Yo sólo comprendo algunas palabras del idioma que se habla en Barcelona. No es español, es catalán, y según me aseguran los entendidos, este dialecto tampoco lo comprenden fácilmente los españoles de nacimiento. Pero el joven soldado no me contestó en español ni en catalán, más bien me indicó el camino haciendo con la mano un par de movimientos breves pero extrañamenre expresivos: todo seguido, doble a la derecha, otra vez a la derecha, luego a la izquierda. Quedé perfectamente informado. El camino era largo, el sol era abrasador y el soldado opinó que haría mejor en tomar el tranvía. Tampoco esta vez habló en catalán, sino que insinuó con gestos el tañido de una campana y el deslizarse del tranvía por los raíles. Yo le comprendí en seguida. Y como el tranvía tardaba en llegar, mi amable consejero me propuso que mientras tanto esperase sentado a su lado en el banco.
El joven soldado español era mudo. Sólo sus manos parloteaban alegres y despreócupadas, y no había nada que no hubiese contado con señas claras y fáciles de comprender. Me explicó que había tomado parte en la guerra de Marruecos, y sus manos pintaron todo el tumulto de una batalla: ataque, fuego rápido, asalto y retirada. Sobre la necesidad de esa campaña tenía una opinión escéptica que expresó sin rodeos encogiéndose de hombros y meneando la cabeza indignado.
Un coche pasó por delante de nosotros y el joven inválido me indicó en seguida (cerrando los puños y agitándolos como si sujetase las riendas y dirigiese un tiro de caballos) que los caballos eran espléndidos, fuertes y fogosos, de pura raza andaluza. Luego hizo un guiño hacia la izquierda y me sonrió. Me di la vuelta. Dos altos oficiales españoles subían despacio por la cuesta del paseo y mi amigo español me comunicó que ahora tendría que hacer el saludo militar y que consideraba completamente inútil semejante ceremonia. De profesion era aparejador, me explicó haciendo bocetos sobre un tablero de dibujo imaginario y trazando luego toda clase de elementos arquitectónicos con las manos: portales, hileras de ventanas, escalinatas, cúpulas. Era un buen trabajo, opinó, se podía ganar dinero.
Una joven se sentó a nuestro lado con un libro en la mano. El soldado mudo me dio a entender que era joven y guapa, y me animó a que probase suerte con ella. Me aseguró que tendría éxito, que no cabía la menor duda. Hizo de intermediario y se dirigió a la joven asegurándole que yo estaba loco por ella. Que era rico, un extranjero venido de lejos que estaba dispuesto a llevarla conmigo a mi país, que viajaría en tren. La muchacha no sabía qué decir, se rió y hojeó su libro. El soldado señaló sus hombros, donde los oficiales españoles llevan los distintivos, luego retorció con aire emprendedor su bigote inexistente y me comunicó de esa manera que la dama estaba en relaciones con un joven y elegante oficial, y por desgracia ya no estaba libre. Para consolarme se sopló la mano hueca e hizo el gesto de tirar algo. Eso significaba: no te preocupes, ella no merece la pena, hay muchachas mucho más guapas en esta ciudad.
Nos entendíamos perfectamente, conversamos sobre todos los temas imaginables. En todo el viaje a través de ese país no he entendido a nadie tan bien como a ese joven inválido mudo.
Mi tranvía no quería venir, pero yo no tenía prisa. El soldado extrajo plátanos del bolsillo y me ofreció uno. Que cogiese uno sin miedo, opinó, que tenía de sobra. Intercambiamos cigarillos y fumamos. En ese momento llegó el carro.
Iba cargado con barriles y subía traqueteando pesadamente por la avenida. Y justo delante de nuestro banco cayó al suelo uno de los dos caballos. Trató de ponerse de pie, pero volvió a caerse.
El cochero se apeó del carro maldiciendo y empezó a pegar enfurecido al pobre caballo con el mango del látigo. El soldado se levantó de un salto. Se había puesto rojo y temblaba de rabia. Su cigarrillo cayó al suelo. Quería exclamar o gritar algo, pero de su boca sólo salía un sonido gutural.
Se volvió hacia mí. Quería hablar, explicar, acusar; pero por primera vez sus manos elocuentes le fallaron y se quedó impotente, mudo y desesperado delante de mí.
¡Minuto terrible e imborrable! Nunca olvidaré cómo la rabia, el dolor y la indignación dejaron de pronto sin habla al mudo.

3 comentarios:

CeciliaCastillo dijo...

Emocionante cuento...¿Estás seguro de que el autor tenía ese terrible defecto? ¿Ser matemático?

Don Pato dijo...

Realmente lo disfruté.

Reca dijo...

No solo era matemático sino también criptógrafo y ¡estadístico!.
Otro cuento muy bueno es: Martes, 12 de octubre de 1916