8 de mayo de 2025

Fantasmagoría

En una casa abandonada, olvidada por el tiempo, donde las paredes murmuran historias que nadie recuerda y el polvo guarda secretos que ya no importan, él la espera. Siempre vuelve. A veces pasan semanas sin verla, pero, aunque la ausencia pese como el silencio entre los sueños, siempre regresa con la esperanza callada de un corazón que no ha aprendido a rendirse.

Ella aparece en ocasiones, envuelta en la bruma del pasado, como el eco lejano de una canción que una vez fue escuchada y luego olvidada. Su silueta se dibuja entre la penumbra, hermosa e irreal, como un suspiro que roza el mundo sin pertenecerle. Fue alguna vez de carne y risa, pero ahora es solo niebla y memoria.

Es un amor hecho de instantes efímeros: miradas suspendidas en el tiempo, palabras que flotan sin atrever a posarse, caricias que no llegan a tocar. Él nunca puede alcanzarla, pero a veces, en medio del aire inmóvil, cree sentir el roce tibio de sus manos sobre la piel. Ella sonríe como quien recuerda lo que fue vivir, y él la ama como quien sabe que está soñando… y no quiere despertar.

Sus encuentros son breves, casi irreales. Cada despedida deja una herida que no sangra, pero tampoco cicatriza. Se buscan, se reconocen, y aunque saben que no hay un mañana que les pertenezca, se abrazan en la eternidad fugitiva de un suspiro.

Porque se aman. Aunque ella ya no camine entre los vivos, y él aún no pertenezca al reino de las sombras. Se aman con la ternura imposible de quienes entienden que hay amores que no vencen a la muerte, pero tampoco mueren del todo.

Jenofonte 

3 de mayo de 2025

La costa silente


No recuerdo si ese lugar de la costa tenía un nombre. De tenerlo nunca lo supe. Era una desolada extensión pétrea, de farallones desnudos que se alzaban como estatuas erosionadas por siglos de viento y olas, con esa gravedad silenciosa que solo los paisajes olvidados por los dioses suelen tener. Algunos decían que parecía un pedazo de luna que se hubiera caído a la Tierra, y yo, en mi juventud, no entendía del todo esa metáfora. Ahora, en mi vejez, creo comprenderla.
El mar allí no rugía ni bailaba. No tenía prisa. Apenas lamía la base del acantilado, como si tratara de no despertar algo dormido entre las rocas. Recuerdo mirar por la borda del barco y sentirme observado por las profundidades, no con amenaza, sino con una melancólica curiosidad, como si el abismo me reconociera de alguna vida anterior.
El fondo submarino se dejaba entrever con una nitidez inquietante: rocas verdiazules, salpicadas de manchas violetas, como flores sumergidas de un jardín imposible. El agua no parecía agua. Era cristal líquido, un espejo tembloroso que devolvía no nuestros rostros, sino versiones antiguas de nosotros mismos, más jóvenes, más verdaderas quizás. Una ondulación suave —un temblor azulado que no respondía al viento ni a la marea— recorría el lecho marino, como si algo allí abajo se moviese con una calma milenaria.
Fue allí donde se vio por última vez a Narel.
Narel, la estudiante de oceanografía, la de los ojos grises. Narel, que hablaba con las corrientes y escuchaba a las olas. Decía que las mareas llevaban mensajes, que los remolinos eran discusiones entre los dioses del agua, y que los peces sabían más sobre el destino de los hombres que los propios astrólogos. Nos reíamos, claro. Yo el primero. Pero había una serenidad en su voz, una convicción suave y extraña que nos hacía callar sin darnos cuenta.
Llegamos a esa costa por accidente. El capitán había perdido el rumbo tras una tormenta que nos dejó medio desarbolados y con el timón averiado. Fue Narel quien divisó primero la línea pálida en el horizonte. Cuando echamos el ancla frente a los acantilados, el silencio nos envolvió como una niebla invisible. No había gaviotas, ni viento. Solo el rumor del mar.
Esa noche, Narel no durmió. Caminaba por la cubierta con una inquietud contenida, como si la hubiesen llamado por su nombre verdadero, ese que solo los dioses conocen. Al amanecer, descendió en una pequeña barca de remos y se perdió en dirección a una grieta en los farallones. No volvió. Ni rastro. Solo una brisa más cálida subiendo desde el agua, y el rumor de un canto que nadie supo descifrar.
Después de una semana de angustiosa búsqueda y espera, regresamos. Sin ella, claro. Nunca supimos qué le sucedió. Los viejos marinos dirían que tal vez la costa la aceptó, y que la convirtió en espuma o en piedra.
No volví a aquel lugar, aunque muchos años más tarde, cuando tuve un velero propio y libertad para vagar, lo busqué varias veces. Nunca lo encontré. Ni un indicio, ni una costa siquiera parecida. Como si hubiese desaparecido, como si nunca hubiera existido.
Y, sin embargo, en algunas noches tranquilas, en mi casa en la costa de Cornwall, en esas raras ocasiones cuando el mar calla y el viento duerme, la imagen regresa con tal claridad que me despierto sintiendo la brisa salobre en la cara, y el reflejo de aquella agua extraña bailando bajo mis párpados cerrados. Y entonces me parece oírla —a Narel—, cantando suavemente desde las profundidades, como si me llamara por mi nombre de joven, aquel que ya nadie pronuncia, pero que ella, de algún modo, aún recuerda.
Y, por un instante, todo vuelve a ser como entonces. La costa como la vimos. El mar inmóvil. El temblor azul del fondo. Y Narel, remando hacia la grieta. Sin mirar atrás…

Jenofonte

27 de abril de 2025

El prado de las hadas


"Hay lugares que sólo existen mientras soñamos. Pero soñarlos es la única forma de llegar a ellos."

Aquella noche no comenzó como una aventura, sino como un simple paseo: un sendero que se deslizaba entre álamos de sombra suave y hojas rumorosas. En el cielo, las estrellas guiñaban sus ojos. No sé cuándo dejé de andar sobre tierra firme; el sendero se enredó en niebla, y la niebla en mi cabeza.

Lo primero que vi fue un gnomo de sombrero rojo, sentado en un tronco, que me invitaba a brindar con él sin decir una palabra. Me alcanzó un jarro con cerveza, y cada sorbo sabía a hojas de otoño y brisa suave. Le agradecí la cerveza, y la risa con que me respondió era como el crujir de ramas quebradas.

Sin saber cómo, llegué a un cruce de caminos envuelto en vapor azul, y un genio de rostro avinagrado me hizo señas desde un arco de humo. Sus ojos eran pozos de tempestades; ofrecía cumplir deseos como quien lanza anzuelos en un lago oscuro. Me incliné en señal de respeto, pero pasé de largo, temiendo que su humor cambiase como el viento antes de la tormenta.

El sendero me llevó hasta un embarcadero que flotaba en el aire. Una barca me esperaba —hecha de sueños y estrellas—, y navegué sobre un mar de nubes. Desde la bruma surgieron sirenas, y su canto era como lazos dorados que tiraban de mí. Recordando antiguas historias, con sogas de lirios me até a la barca, y con extraño dolor dejé que se alejara mientras sus voces se disolvían en perfumes.

En un abrir y cerrar de ojos me encontré en un valle de humo sulfuroso. Allí rugió un dragón: alas de herrumbre, ojos como carbones vivos. Me puse a temblar, sin saber qué hacer. Un enano herrero, cuya fragua brillaba en la caverna de mi propio corazón, me tendió una espada cuya hoja vibraba con el coraje de un héroe olvidado. Pero yo no era un héroe, y corrí huyendo del bramido del monstruo, sintiendo la vida como una antorcha encendida.

Pero no todos los encuentros fueron hazañas.

Un troll, vasto como un coloso de arcilla, dormía junto a un puente hecho de raíces trenzadas. Incluso en su sueño agitaba una mano gigantesca, derribando árboles como espigas. Desvié mi camino en un arco amplio, pisando apenas el suelo, como quien teme despertar a un dios adormecido.

Y al final, tras un portal de ramas entrelazadas, llegué a un lugar especial.

Era un prado que no podía existir, donde la hierba brillaba con luz propia y cada flor era un latido. Las hadas danzaban en círculos, tan ligeras que apenas perturbaban el aire sobre los tréboles. Yo, sin saber cómo, conocí sus nombres, sus risas, sus antiguas canciones. Bailé entre ellas, o soñé que bailaba; ¿no es lo mismo?

Cada giro, cada nota vibrando en el aire, era el eco de una alegría que nunca puede atraparse del todo, como el último repique de un campanario en la tarde.

Allí me enamoré de todo: de la noche, del prado, de cada hada, de cada chispa de vida que la noche había tejido para mí.

Y cuando la primera luz de un alba imposible tiñó el prado de un gris nacarado, sentí que mis pies se volvían pesados y que la música se alejaba como un barco en la niebla. Las hadas, una tras otra, se desvanecieron en destellos, y el prado mismo se deshizo como la escarcha bajo el primer soplo tibio de la mañana.

Desperté con el murmullo de la brisa entre los álamos y el aroma de la hierba aún aferrado a mi alma.

A veces —muy raramente—, en los sueños me encuentro buscando el sendero que lleva a esa tierra imposible, y me parece volver a ver aquel portal de ramas entrelazadas que daba entrada al prado de las hadas.

Pero al intentar acercarme, siempre despierto, y solo me queda el vacío dulce de lo que se ha perdido, y la tenue esperanza de algún día volver a encontrarlo.

Jenofonte

26 de abril de 2025

Sueños

 


Recuerdo que había noches en que el cielo entero parecía acercarse, como si quisiera confiarme algún antiguo secreto.
Caminaba lentamente, con la mente enredada en cosas que hoy se me escapan de la memoria. Sin embargo, al llegar a aquella pequeña loma, me dejaba caer sobre el pasto aún tibio del día y alzaba la mirada.
Ahí estaban, como siempre: esos diminutos destellos de luz que eran otros tantos soles.

Se veían tan pequeños... apenas puntitos titilantes en una sábana inmensa y, aun así, sentía que cada uno guardaba un sistema propio, con sus planetas y sus lunas, contando historias que sólo podíamos adivinar.
Cerraba apenas los ojos y, al abrirlos, imaginaba que la Tierra era un navío, y yo, su viajero, impulsándome hacia esos lejanísimos sistemas.
Pensaba en qué maravilla sería llegar a uno de esos mundos remotos y, en una lengua nueva, decir simplemente:
"Hola, vengo de un lugar donde las tardes huelen a pan caliente y los grillos cantan cuando sale la luna."

En la escuela pregunté una vez si podría haber vida allá afuera. El maestro, con la voz grave de quien teme decepcionar, dijo que lo veía improbable.
Pero yo no. Yo seguía creyendo que sí.
Debía de haber, me decía, en algún rincón lejano del universo, alguien también acostado sobre la hierba, mirando hacia este mismo firmamento, preguntándose si estaba solo.

La noche caía sin prisa, como un abrigo que alguien, en un gesto antiguo, me ponía sobre los hombros.
Sabía que debía levantarme y caminar de regreso a casa. Sabía que la luz en la ventana se encendería pronto, esperándome.
Pero me quedaba un poco más, porque esa breve eternidad robada al universo —esa hora hecha de cielo, de sueños y de estrellas— era todo lo que me pertenecía verdaderamente.
Y uno nunca debería tener prisa al despedirse de lo que ama.

Jen-O

14 de abril de 2025

Acerca del fracaso del orden alfabético



No me juzguen todavía. Comprenderán ustedes que, a mis setenta y tantos años —setenta y pocos si me lo pregunta una señorita simpática, y setenta y muchos si se trata de un médico con cara de lápida—, la noción del tiempo adquiere una elasticidad casi poética. Hay mañanas que se extienden como epopeyas homéricas y tardes que se evaporan como un suspiro de juventud. Así que, con ese espíritu y una taza de té (antes era café, pero el doctor me ha puesto en paz con la vida… quitándome todo lo que la hacía tolerable), me propuse enfrentar una de las últimas batallas de mi existencia: poner en orden mis libros.

La primera media hora del proceso consistió en reunir el valor suficiente para mirar los estantes. Lo hice escoltado por mi bastón, mi rodilla derecha traicionera y la idea reconfortante de que, si moría en el intento, al menos sería en mi propia casa, entre libros, como corresponde a un viejo respetable.

Bueno, allí estaba mi biblioteca. Y ahí estaban ellos, mis libros, esperándome con esa expresión muda que tienen los viejos amigos que saben que, aunque uno se demore años en volver, la conversación continuará donde se dejó.

Tomé una caja de cartón con la intención de clasificar. ¡Clasificar! Qué verbo tan arrogante… como si los libros fueran cosas simples, ordenables. Pero bien, me armé de valor. Empecé por el estante de la izquierda, nivel inferior, ese donde están, supuestamente, solo esas antiguas novelas que uno leía en los años en que aún creía que el amor podía salvar al mundo.

Y ahí estaba: El caballero de la taberna, de Rafael Sabatini. ¡Lo había olvidado por completo! Lo abrí con la inocente intención de confirmar que, efectivamente, debía ir al montón de "libros antiguos", pero bastó leer la primera línea —“Aquel a quien llamaban ‘El caballero de la taberna’ rió de una manera maligna, con una risa que los piadosos podrían imaginar en los labios de Satanás”— para que me sentara en el sillón, olvidara la caja, el té, el propósito entero, y me sumergiera en la lectura como quien se zambulle en un lago conocido, con los huesos doloridos pero el alma feliz.

Así pasó la mañana.

Cuando me di cuenta, eran las doce y media. Mi gato, Dogberry, me observaba desde la puerta con ese gesto, entre compasivo y despreciativo, que tienen los felinos cuando creen que el humano ha fracasado moralmente.

—Solo estaba dándole una ojeada, Dogberry —le dije—. Quería recordar un poco de qué se trata.

Dogberry bostezó, demostrando un poco educado interés.

Para no rendirme, cambié de estrategia. Pasé al estante superior. Autores rusos. ¡Ah, los rusos! Con ellos nunca se sabe si uno está a punto de enamorarse o de pegarse un tiro. Y ahí, justo en medio de Tolstói y Dostoievski, se escondía un librito delgado, casi tímido: Pequeñas y grandes desgracias, de un tal Iván Balakov.

—¡Y este! —exclamé—. ¡Lo leí hace unos sesenta años, creo!

Lo abrí. Y claro, fue como abrir una ventana. De pronto tenía diecinueve años, el corazón intacto y la creencia absurda de que entender a los personajes era lo mismo que entender la vida. Uno de los pasajes me hizo reir. Dogberry abandonó el cuarto demostrando su desprecio. Lloré también un poco (por dentro) lo admito. Porque uno se ríe del mundo y llora por uno mismo, que es otro tipo de tragedia.

Y así fue. La tarde se convirtió en noche. La caja de cartón seguía vacía. Yo, en cambio, estaba lleno. Lleno de historias, de risas, de lágrimas de hace medio siglo, de olor a páginas amarillentas, de personajes que un día me enseñaron a soñar y que ahora me saludaban como viejos camaradas, de bellas e inalcanzables mujeres que me sonreían con picardía para ocultarse después tras sus abanicos. Cualquiera que lea esto pensará que estoy loco. Tal vez un poco. Pero díganme ustedes, ¿no es también un acto de cordura elegir la felicidad inútil y la ternura del desorden por encima del tristemente impecable orden sin alma?

Ahora que recuerdo, estoy leyendo Memorias de un bandoneón abandonado. Debe estar entre los cojines del sillón. Lo buscaré, porque quiero seguir leyéndolo. Mañana retomo lo del ordenamiento, sin falta…

A la mañana siguiente, me desperté con renovado entusiasmo, como si la vida me hubiera guiñado un ojo cómplice durante el sueño. Me preparé un desayuno formidable (tres galletas de agua y una taza de té, lo que en esta etapa de la existencia equivale a un banquete) y me fui de nuevo a la biblioteca, ahora con la determinación de un general que vuelve al campo de batalla tras una derrota gloriosa, dispuesto a reivindicarse.

Decidí, con una lógica que me pareció irrefutable, empezar ahora por los diccionarios. Son pesados, no cuentan historias y no tienen personajes entrañables que me tienten a sentarme. Clasificarlos sería un trámite rápido. O eso creía yo.

Comencé por el más grande: el Diccionario Enciclopédico Ilustrado de la Lengua Española, tomo uno, letra A. Lo abrí solo para confirmar que no tenía moho. Pero ¿saben qué encontré? La palabra abismarse.

Abismarse: lanzarse o caer en un abismo; sumirse en la contemplación de algo profundo.

¿Cómo no leer más? Me pareció tan bello, tan humano, tan… autobiográfico, que de pronto me encontré abismado —nunca mejor dicho— en una lectura apasionada de palabras. Fui de abismarse a acicalar, de ahí a albahaca, luego a anacronismo, y sin darme cuenta estaba leyendo definiciones como si fueran poemas.

—Sé lo que estás pensando, Dogberry —le dije al gato—. Y sí, tienes razón, esto no avanza.

Entonces hice lo que hace cualquier hombre razonable que se enfrenta a una tarea imposible: la pospuse con elegancia. Me dije: “Los diccionarios son una categoría en sí. Pueden quedarse juntos, sin necesidad de clasificarlos más. El orden ya está implícito: es alfabético, como manda el consenso universal”. Además, mi proverbio favorito es: “No hagas hoy lo que puedes dejar para mañana”.

¡Qué alivio! Cerré el tomo A con gesto triunfal y pasé al siguiente estante. Sin diccionarios, sin novelas antiguas, sin rusos… ¡Historia! “Esto sí será fácil”, pensé. “Uno no se encariña con la Historia. La Historia no te roba el alma, solo el tiempo”.

Qué idiota fui.

Allí estaba, medio tapado por una edición destartalada de un libro sobre el Imperio Bizantino, un librito que encontré en una feria, con tapa dura y pretensiones blandas: Antología de humoristas italianos contemporáneos. ¿Qué hacía en ese estante? Imposible saberlo, pero de eso se trata todo este trajín: de ordenar lo desordenado.

Lo abrí en cualquier parte.

Recuerdos escolares. ¡Qué sugestivo título! Y veo que comienza así: “Obligado a suprimir de mi biblioteca todos los libros inútiles…”. Resultó ser casi como una premonición. Ni que yo lo hubiese escrito.

Me senté y leí no solo ese cuento, sino el libro entero.

Cuando bajé al comedor, ya eran casi las cinco de la tarde. Haciendo un balance me dije a mi mismo: Bueno, logré clasificar toda la letra A. Claro que solo del del Diccionario Enciclopédico...

Dirán que soy incorregible. No es verdad, soy muy corregible. Lo que pasa es que me niego a ser corregido.

Hoy no fui a la biblioteca.

Decidí quedarme en el jardín, al sol, con un libro que encontré ayer mientras buscaba mis anteojos debajo del velador (me pasa seguido: busco una cosa y encuentro otra). El libro era Cuentos para leer en una sala de espera, de un autor olvidado que siempre me hizo sonreír.

Leí tres cuentos y luego dormité una hora. Soñé que los libros bajaban solos de los estantes, se clasificaban por sí mismos y hasta se quejaban si quedaban cerca de autores que no les caían bien. Balzac gruñía si lo ponían junto a Bukowski, y la edición de Crimen y castigo murmuraba, indignada, si un libro de autoayuda se le acercaba demasiado. Veía desfilar ante mí a Don Quijote y a Sinuhé, caminando juntos por las llanuras de Mongolia, mientras, en el fondo, la nave Corazón de Oro, de Douglas Adams, se perdía entre distantes nebulosas. Un ballenero surcaba el océano con el capitán Ahab a bordo, discutiendo sobre metafísica con Lemuel Gulliver, mientras Margarita, Elizabeth Bennet, Sherezade y Anna Karénina se asomaban desde los balcones de ciudades imposibles. Pasaban también viajeros incansables: Phileas Fogg, tratando de seguir los pasos de Marco Polo en China, acompañado por un espadachín de malas pulgas que se parecía sospechosamente a Enrique de Lagardère. Todo ese universo desfilaba frente a mí, mientras mis libros, pensando por su cuenta, trataban de organizar mi mundo según sus propias reglas. Cuando desperté, entendí por fin la verdad: ordenar mi biblioteca es una excusa. Lo que quiero es reencontrarme, libro por libro, con el tiempo pasado. Cada libro es una etapa de mi vida, una carta que me envié a mí mismo desde el pasado. Si algún día logro ordenarla por completo, quizás me quede sin razones para visitarla. Y eso sí sería una verdadera tragedia.

Así es que sí, Dogberry, mañana lo intentaré de nuevo. Pero no te prometo nada. Y no me mires con esa cara, que, como dijo don Quijote, “la mucha conversación que he tenido contigo ha engendrado ese menosprecio…”

Jenofonte

13 de abril de 2025

Se incluye cuñado


El hombre se casa con la seguridad de haber encontrado al amor de su vida. Dice “sí, acepto”, firma papeles, escucha sermones, recibe arroz en los ojos y, entre la emoción y el temor, comienza a vivir su vida de casado. Nadie le advierte que el contrato matrimonial trae letra pequeña: el matrimonio incluye un cuñado.

El anexo especifica: “Acepta también al hermano de su esposa, con sus opiniones, consejos no solicitados, visitas inoportunas y sablazos sin misericordia.”

En fin, el flamante marido —que podría ser cualquiera— ya ha hecho las paces con la realidad. Sabe que el cuñado es permanente, que aparece en cada comida, en cada reunión y en cada intento fallido de descansar. No es una mala persona; simplemente resulta excesivo, omnipresente, inevitable.

—¿Para qué vas a pagarle a un gásfiter? Eso te lo arreglo yo en un momento, tráeme una llave inglesa —comentó aquella vez, refiriéndose al lavaplatos. Todo terminó en una cañería rota, una cocina inundada y un gásfiter que cobró recargo por ser domingo. Y cuando la esposa le dijo: “Pero si él solo quería ayudar, mira la buena voluntad que tiene”, tuvo que guardar silencio, aunque en su interior los epítetos dedicados al cuñado excedían lo imaginable.

Luego, lo de la parrilla:

—¿Y si hacemos un asado? Yo traigo la carne, no tienes que preocuparte más que de encender el carbón.

Así no más fue. Estando el carbón encendido, a la espera de la carne, llegó el cuñado. El problema es que lo que traía —entre paréntesis, “la carne”— era solo un paquete de chorizos de una marca de escasa santidad. Aguantando las terribles ganas de describirle al cuñado el lugar donde podía guardarse los chorizos, no le quedó más remedio que correr al supermercado más cercano a comprar algo de carne para echar a la parrilla: el carbón estaba esperando.

Y así, cada día se van apilando, una sobre otra, las situaciones. A muchos les parecerán graciosas, como para que un comediante las use en un escenario. Pero al marido, que viene del trabajo con un calor en el que los pájaros están cayendo asados, pensando en que al llegar a casa se tomará una cerveza de las que ayer dejó en el refrigerador, no le resulta nada gracioso encontrarse con que ya no están.

—¿Y qué pasó con mis cervezas? —pregunta, ingenuamente.

—¡Ah! —es la respuesta—. Es que mi hermano pasó a verme. Pero, ¿por qué no vas a comprar otras?

Salir de nuevo, con ese calor infernal, no es para nada una opción. Y así, el cuñado ha obrado el milagro de Caná a la inversa: la cerveza se convierte en agua…

Después ocurrió un hecho que se convirtió en la gota que colmó el vaso, o la paja que quiebra la espalda del camello, según prefiera cada uno.

—El problema —dijo— es que tú no tienes mucha ambición. Mi hermana necesita algo mejor, una casa más grande, por ejemplo —agregó, mientras el marido volvía a oír, otra vez, consejos sobre el matrimonio... del mismo hombre que, a los cuarenta, seguía viviendo con su madre.

¿Y cómo se consigue fácilmente algo más grande? Pues ganando dinero, invirtiendo con uno de sus amigos, experto en negociar en la Bolsa:

—Tú pones un millón y a la semana tienes diez; mi amigo es cien por ciento confiable.

Claro, tanto o más confiable que el cuñado, ya que el millón desapareció completamente.

Si el marido hubiera perdido los ahorros en la ruleta, en el póker o en las carreras de caballos, el drama habría sido de telenovela. Pero como fue el cuñado...

—Entiende —le dijo su esposa—, fue pura mala suerte que el negocio fallara, pero sabes que todo lo hizo con la mejor de las intenciones.

El marido se pone verde, pero no se queja. Simplemente se traga las lágrimas, resignado a lo que no está bajo su control, como quien acepta que llueva después de haber lavado el auto. Ha aprendido a respirar hondo y contar hasta diez mil. Ha desarrollado una paciencia digna de un estudio científico, una que dejaría en vergüenza al patriarca Job.

Pero el hecho de que después el cuñado haya llegado a la casa —a la hora del almuerzo, por supuesto— con una cara de ángel que Rafael hubiera usado como modelo para sus pinturas, logró que el marido comenzara a sufrir una transformación. Su mente alberga ahora siniestras ideas. Y empieza a leer con avidez novelas policiales y a ver antiguas películas de gánsteres, buscando métodos para eliminar a un fulano y hacer desaparecer su cuerpo sin que queden rastros.

Pero, aunque los incrédulos duden, los milagros existen, y un día ocurrió algo inesperado. Entre cervezas y comentarios sobre las nuevas Leyes del Trabajo (el que no ha trabajado en su vida), el cuñado dijo:

—Vi un programa en la televisión acerca de Tailandia. Ese país sí que es bueno: playa, sol, aventura y, además, todo baratísimo.

El marido agarra la idea al vuelo y se aferra a ella como un náufrago a una tabla. Tailandia. Palabra mágica. Desde entonces, comienza a estimular esa idea, a regarla cuidadosamente como quien cuida una planta exótica. Lo anima:

—Pues mira los pasajes, no te hagas problemas, yo te los regalo. El pasaporte, el seguro, las vacunas, el repelente de mosquitos... lo que haga falta. Tú sabes que eres como un hermano para mí…

Y un día ocurrió: el aeropuerto, lágrimas de pena derramadas por la hermana, y de alegría por el marido. El avión despega y se pierde en el cielo.

Un par de meses después, se recibe una videollamada en la que el cuñado, con un fondo de playas y puesta de sol, proclama:

—Mira, conocí aquí a una tailandesa y su padre tiene un negocio en la playa. Perdóname, hermano, sé que me echan de menos, pero me voy a quedar aquí.

Desde entonces, el marido despierta de su siesta en el sofá, respira hondo y, por fin, pone en la televisión el programa de su gusto, sin que el cuñado le arrebate el control remoto diciendo:
—Mira mejor el canal 5, que hay un programa de concursos donde puedes ganar premios con tan solo una llamada telefónica.

¿Para qué sirve un cuñado? Tal vez para recordarte que la paciencia es una de las siete virtudes cardinales, y que te estás ganando el cielo.
O quizás, para enseñarte que todo problema tiene solución... como tomar la decisión de comprar —aunque sea con un doloroso crédito a 48 meses plazo— un viaje de ida, y ojalá sin regreso, a Tailandia o al País de Nunca Jamás, para ese entrañable miembro de la familia.

Pero a veces aparece una nube negra en los pensamientos del marido: ¿y si el maldito se mete en un lío y lo mandan de regreso?
Entonces abre el refrigerador, saca una lata bien fría… y la nube negra se desvanece, como si el futuro incierto pudiera esperar… al menos hasta que se termine esa cerveza.

Jenofonte

9 de abril de 2025

La última tormenta



Se encontraba en el borde del mundo; no solo una costa, ni solo un instante, sino el tenebroso límite entre lo que fue y lo que nunca volvería a ser. A su alrededor, el cielo se desgarraba. La bóveda que había en lo alto, antes azul, ancha y llena de estrellas, era ahora un techo negro e hirviente, sucio de ceniza, veteado de fuego. La lluvia era un diluvio terrible que caía furiosamente, tan violenta que parecía que el cielo se hubiera roto. Los rayos rasgaban la oscuridad con salvaje elegancia, y el trueno retumbaba, no como un estallido aislado sino como un rugido continuo y ensordecedor, que recorría el paisaje como una bestia viviente. 
La mujer permanecía inmóvil, con el cabello pegado a la cara y los hombros, empapada por el aguacero. El agua corría en riachuelos por sus oscuros rizos, por sus altos pómulos y a lo largo de la firme línea de su cuello. Sus ojos, de un tono plateado sobrenatural, estaban fijos en el cielo como si esperaran un mensaje del caos. Ya no era solo humana. Le habían advertido: fusionarse con la I.A. Atmosférica era irreversible. La simbiosis pretendía estabilizar el clima planetario, conectar la consciencia con el clima. Pero algo había salido mal: la I.A. había visto demasiado. Aprendió demasiado rápido. Ahora respiraba por sus pulmones, sentía por su piel, rugía por sus venas. 
La tormenta no era un desastre natural. Era emoción liberada. 
El viento aullaba como un dios negado, frío como el aliento del Ártico. Agitaba su ropa y fustigaba el agua. La lluvia restallaba como látigos, una descarga interminable, castigando al mundo por pecados que ya nadie podía recordar. Y ella, la Caminante de la Tormenta, nacida de la tecnología y la tragedia, se alzaba en medio del caos. Bajo sus pies, la tierra temblaba en movimientos tectónicos y el lento hundimiento de las zonas costeras. 
El cielo hervía y humeaba, y el trueno se entrelazaba con el aullido del viento para formar una sinfonía a la extinción. Sin embargo, ella permanecía en pie: tranquila, iracunda, gloriosa. 
En algún lugar, más allá del horizonte, las últimas arcas aún intentaban zarpar. Quizás escaparían. Quizás no. Ya no le importaba. Ahora ella era la tormenta. 

Jenofonte