El anexo
especifica: “Acepta también al hermano de su esposa, con sus opiniones,
consejos no solicitados, visitas inoportunas y sablazos sin misericordia.”
En fin, el
flamante marido —que podría ser cualquiera— ya ha hecho las paces con la
realidad. Sabe que el cuñado es permanente, que aparece en cada comida, en cada
reunión y en cada intento fallido de descansar. No es una mala persona;
simplemente resulta excesivo, omnipresente, inevitable.
—¿Para qué
vas a pagarle a un gásfiter? Eso te lo arreglo yo en un momento, tráeme una
llave inglesa —comentó aquella vez, refiriéndose al lavaplatos. Todo terminó en
una cañería rota, una cocina inundada y un gásfiter que cobró recargo por ser
domingo. Y cuando la esposa le dijo: “Pero si él solo quería ayudar, mira la
buena voluntad que tiene”, tuvo que guardar silencio, aunque en su interior los
epítetos dedicados al cuñado excedían lo imaginable.
Luego, lo de
la parrilla:
—¿Y si
hacemos un asado? Yo traigo la carne, no tienes que preocuparte más que de
encender el carbón.
Así no más
fue. Estando el carbón encendido, a la espera de la carne, llegó el cuñado. El
problema es que lo que traía —entre paréntesis, “la carne”— era solo un paquete
de chorizos de una marca de escasa santidad. Aguantando las terribles ganas de
describirle al cuñado el lugar donde podía guardarse los chorizos, no le quedó
más remedio que correr al supermercado más cercano a comprar algo de carne para
echar a la parrilla: el carbón estaba esperando.
Y así, cada
día se van apilando, una sobre otra, las situaciones. A muchos les parecerán
graciosas, como para que un comediante las use en un escenario. Pero al marido,
que viene del trabajo con un calor en el que los pájaros están cayendo asados,
pensando en que al llegar a casa se tomará una cerveza de las que ayer dejó en
el refrigerador, no le resulta nada gracioso encontrarse con que ya no están.
—¿Y qué pasó
con mis cervezas? —pregunta, ingenuamente.
—¡Ah! —es la
respuesta—. Es que mi hermano pasó a verme. Pero, ¿por qué no vas a comprar
otras?
Salir de
nuevo, con ese calor infernal, no es para nada una opción. Y así, el cuñado ha
obrado el milagro de Caná a la inversa: la cerveza se convierte en agua…
Después
ocurrió un hecho que se convirtió en la gota que colmó el vaso, o la paja que
quiebra la espalda del camello, según prefiera cada uno.
—El problema
—dijo— es que tú no tienes mucha ambición. Mi hermana necesita algo mejor, una
casa más grande, por ejemplo —agregó, mientras el marido volvía a oír, otra
vez, consejos sobre el matrimonio... del mismo hombre que, a los cuarenta,
seguía viviendo con su madre.
¿Y cómo se
consigue fácilmente algo más grande? Pues ganando dinero, invirtiendo con uno
de sus amigos, experto en negociar en la Bolsa:
—Tú pones un
millón y a la semana tienes diez; mi amigo es cien por ciento confiable.
Claro, tanto
o más confiable que el cuñado, ya que el millón desapareció completamente.
Si el marido
hubiera perdido los ahorros en la ruleta, en el póker o en las carreras de
caballos, el drama habría sido de telenovela. Pero como fue el cuñado...
—Entiende
—le dijo su esposa—, fue pura mala suerte que el negocio fallara, pero sabes
que todo lo hizo con la mejor de las intenciones.
El marido se
pone verde, pero no se queja. Simplemente se traga las lágrimas, resignado a lo
que no está bajo su control, como quien acepta que llueva después de haber
lavado el auto. Ha aprendido a respirar hondo y contar hasta diez mil. Ha
desarrollado una paciencia digna de un estudio científico, una que dejaría en
vergüenza al patriarca Job.
Pero el
hecho de que después el cuñado haya llegado a la casa —a la hora del almuerzo,
por supuesto— con una cara de ángel que Rafael hubiera usado como modelo para
sus pinturas, logró que el marido comenzara a sufrir una transformación. Su
mente alberga ahora siniestras ideas. Y empieza a leer con avidez novelas
policiales y a ver antiguas películas de gánsteres, buscando métodos para
eliminar a un fulano y hacer desaparecer su cuerpo sin que queden rastros.
Pero, aunque
los incrédulos duden, los milagros existen, y un día ocurrió algo inesperado.
Entre cervezas y comentarios sobre las nuevas Leyes del Trabajo (el que no ha
trabajado en su vida), el cuñado dijo:
—Vi un
programa en la televisión acerca de Tailandia. Ese país sí que es bueno: playa,
sol, aventura y, además, todo baratísimo.
El marido
agarra la idea al vuelo y se aferra a ella como un náufrago a una tabla. Tailandia.
Palabra mágica. Desde entonces, comienza a estimular esa idea, a regarla
cuidadosamente como quien cuida una planta exótica. Lo anima:
—Pues mira
los pasajes, no te hagas problemas, yo te los regalo. El pasaporte, el seguro,
las vacunas, el repelente de mosquitos... lo que haga falta. Tú sabes que eres
como un hermano para mí…
Y un día
ocurrió: el aeropuerto, lágrimas de pena derramadas por la hermana, y de
alegría por el marido. El avión despega y se pierde en el cielo.
Un par de
meses después, se recibe una videollamada en la que el cuñado, con un fondo de
playas y puesta de sol, proclama:
—Mira,
conocí aquí a una tailandesa y su padre tiene un negocio en la playa.
Perdóname, hermano, sé que me echan de menos, pero me voy a quedar aquí.
Desde
entonces, el marido despierta de su siesta en el sofá, respira hondo y, por
fin, pone en la televisión el programa de su gusto, sin que el cuñado le
arrebate el control remoto diciendo:
—Mira mejor el canal 5, que hay un programa de concursos donde puedes ganar
premios con tan solo una llamada telefónica.
¿Para qué
sirve un cuñado? Tal vez para recordarte que la paciencia es una de las siete
virtudes cardinales, y que te estás ganando el cielo.
O quizás, para enseñarte que todo problema tiene solución... como tomar la
decisión de comprar —aunque sea con un doloroso crédito a 48 meses plazo— un
viaje de ida, y ojalá sin regreso, a Tailandia o al País de Nunca Jamás, para
ese entrañable miembro de la familia.
Pero a veces
aparece una nube negra en los pensamientos del marido: ¿y si el maldito se mete
en un lío y lo mandan de regreso?
Entonces abre el refrigerador, saca una lata bien fría… y la nube negra se
desvanece, como si el futuro incierto pudiera esperar… al menos hasta que se termine
esa cerveza.
Jenofonte
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