13 de abril de 2025

Se incluye cuñado


El hombre se casa con la seguridad de haber encontrado al amor de su vida. Dice “sí, acepto”, firma papeles, escucha sermones, recibe arroz en los ojos y, entre la emoción y el temor, comienza a vivir su vida de casado. Nadie le advierte que el contrato matrimonial trae letra pequeña: el matrimonio incluye un cuñado.

El anexo especifica: “Acepta también al hermano de su esposa, con sus opiniones, consejos no solicitados, visitas inoportunas y sablazos sin misericordia.”

En fin, el flamante marido —que podría ser cualquiera— ya ha hecho las paces con la realidad. Sabe que el cuñado es permanente, que aparece en cada comida, en cada reunión y en cada intento fallido de descansar. No es una mala persona; simplemente resulta excesivo, omnipresente, inevitable.

—¿Para qué vas a pagarle a un gásfiter? Eso te lo arreglo yo en un momento, tráeme una llave inglesa —comentó aquella vez, refiriéndose al lavaplatos. Todo terminó en una cañería rota, una cocina inundada y un gásfiter que cobró recargo por ser domingo. Y cuando la esposa le dijo: “Pero si él solo quería ayudar, mira la buena voluntad que tiene”, tuvo que guardar silencio, aunque en su interior los epítetos dedicados al cuñado excedían lo imaginable.

Luego, lo de la parrilla:

—¿Y si hacemos un asado? Yo traigo la carne, no tienes que preocuparte más que de encender el carbón.

Así no más fue. Estando el carbón encendido, a la espera de la carne, llegó el cuñado. El problema es que lo que traía —entre paréntesis, “la carne”— era solo un paquete de chorizos de una marca de escasa santidad. Aguantando las terribles ganas de describirle al cuñado el lugar donde podía guardarse los chorizos, no le quedó más remedio que correr al supermercado más cercano a comprar algo de carne para echar a la parrilla: el carbón estaba esperando.

Y así, cada día se van apilando, una sobre otra, las situaciones. A muchos les parecerán graciosas, como para que un comediante las use en un escenario. Pero al marido, que viene del trabajo con un calor en el que los pájaros están cayendo asados, pensando en que al llegar a casa se tomará una cerveza de las que ayer dejó en el refrigerador, no le resulta nada gracioso encontrarse con que ya no están.

—¿Y qué pasó con mis cervezas? —pregunta, ingenuamente.

—¡Ah! —es la respuesta—. Es que mi hermano pasó a verme. Pero, ¿por qué no vas a comprar otras?

Salir de nuevo, con ese calor infernal, no es para nada una opción. Y así, el cuñado ha obrado el milagro de Caná a la inversa: la cerveza se convierte en agua…

Después ocurrió un hecho que se convirtió en la gota que colmó el vaso, o la paja que quiebra la espalda del camello, según prefiera cada uno.

—El problema —dijo— es que tú no tienes mucha ambición. Mi hermana necesita algo mejor, una casa más grande, por ejemplo —agregó, mientras el marido volvía a oír, otra vez, consejos sobre el matrimonio... del mismo hombre que, a los cuarenta, seguía viviendo con su madre.

¿Y cómo se consigue fácilmente algo más grande? Pues ganando dinero, invirtiendo con uno de sus amigos, experto en negociar en la Bolsa:

—Tú pones un millón y a la semana tienes diez; mi amigo es cien por ciento confiable.

Claro, tanto o más confiable que el cuñado, ya que el millón desapareció completamente.

Si el marido hubiera perdido los ahorros en la ruleta, en el póker o en las carreras de caballos, el drama habría sido de telenovela. Pero como fue el cuñado...

—Entiende —le dijo su esposa—, fue pura mala suerte que el negocio fallara, pero sabes que todo lo hizo con la mejor de las intenciones.

El marido se pone verde, pero no se queja. Simplemente se traga las lágrimas, resignado a lo que no está bajo su control, como quien acepta que llueva después de haber lavado el auto. Ha aprendido a respirar hondo y contar hasta diez mil. Ha desarrollado una paciencia digna de un estudio científico, una que dejaría en vergüenza al patriarca Job.

Pero el hecho de que después el cuñado haya llegado a la casa —a la hora del almuerzo, por supuesto— con una cara de ángel que Rafael hubiera usado como modelo para sus pinturas, logró que el marido comenzara a sufrir una transformación. Su mente alberga ahora siniestras ideas. Y empieza a leer con avidez novelas policiales y a ver antiguas películas de gánsteres, buscando métodos para eliminar a un fulano y hacer desaparecer su cuerpo sin que queden rastros.

Pero, aunque los incrédulos duden, los milagros existen, y un día ocurrió algo inesperado. Entre cervezas y comentarios sobre las nuevas Leyes del Trabajo (el que no ha trabajado en su vida), el cuñado dijo:

—Vi un programa en la televisión acerca de Tailandia. Ese país sí que es bueno: playa, sol, aventura y, además, todo baratísimo.

El marido agarra la idea al vuelo y se aferra a ella como un náufrago a una tabla. Tailandia. Palabra mágica. Desde entonces, comienza a estimular esa idea, a regarla cuidadosamente como quien cuida una planta exótica. Lo anima:

—Pues mira los pasajes, no te hagas problemas, yo te los regalo. El pasaporte, el seguro, las vacunas, el repelente de mosquitos... lo que haga falta. Tú sabes que eres como un hermano para mí…

Y un día ocurrió: el aeropuerto, lágrimas de pena derramadas por la hermana, y de alegría por el marido. El avión despega y se pierde en el cielo.

Un par de meses después, se recibe una videollamada en la que el cuñado, con un fondo de playas y puesta de sol, proclama:

—Mira, conocí aquí a una tailandesa y su padre tiene un negocio en la playa. Perdóname, hermano, sé que me echan de menos, pero me voy a quedar aquí.

Desde entonces, el marido despierta de su siesta en el sofá, respira hondo y, por fin, pone en la televisión el programa de su gusto, sin que el cuñado le arrebate el control remoto diciendo:
—Mira mejor el canal 5, que hay un programa de concursos donde puedes ganar premios con tan solo una llamada telefónica.

¿Para qué sirve un cuñado? Tal vez para recordarte que la paciencia es una de las siete virtudes cardinales, y que te estás ganando el cielo.
O quizás, para enseñarte que todo problema tiene solución... como tomar la decisión de comprar —aunque sea con un doloroso crédito a 48 meses plazo— un viaje de ida, y ojalá sin regreso, a Tailandia o al País de Nunca Jamás, para ese entrañable miembro de la familia.

Pero a veces aparece una nube negra en los pensamientos del marido: ¿y si el maldito se mete en un lío y lo mandan de regreso?
Entonces abre el refrigerador, saca una lata bien fría… y la nube negra se desvanece, como si el futuro incierto pudiera esperar… al menos hasta que se termine esa cerveza.

Jenofonte

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