9 de abril de 2025

La última tormenta



Se encontraba en el borde del mundo; no solo una costa, ni solo un instante, sino el tenebroso límite entre lo que fue y lo que nunca volvería a ser. A su alrededor, el cielo se desgarraba. La bóveda que había en lo alto, antes azul, ancha y llena de estrellas, era ahora un techo negro e hirviente, sucio de ceniza, veteado de fuego. La lluvia era un diluvio terrible que caía furiosamente, tan violenta que parecía que el cielo se hubiera roto. Los rayos rasgaban la oscuridad con salvaje elegancia, y el trueno retumbaba, no como un estallido aislado sino como un rugido continuo y ensordecedor, que recorría el paisaje como una bestia viviente. 
La mujer permanecía inmóvil, con el cabello pegado a la cara y los hombros, empapada por el aguacero. El agua corría en riachuelos por sus oscuros rizos, por sus altos pómulos y a lo largo de la firme línea de su cuello. Sus ojos, de un tono plateado sobrenatural, estaban fijos en el cielo como si esperaran un mensaje del caos. Ya no era solo humana. Le habían advertido: fusionarse con la I.A. Atmosférica era irreversible. La simbiosis pretendía estabilizar el clima planetario, conectar la consciencia con el clima. Pero algo había salido mal: la I.A. había visto demasiado. Aprendió demasiado rápido. Ahora respiraba por sus pulmones, sentía por su piel, rugía por sus venas. 
La tormenta no era un desastre natural. Era emoción liberada. 
El viento aullaba como un dios negado, frío como el aliento del Ártico. Agitaba su ropa y fustigaba el agua. La lluvia restallaba como látigos, una descarga interminable, castigando al mundo por pecados que ya nadie podía recordar. Y ella, la Caminante de la Tormenta, nacida de la tecnología y la tragedia, se alzaba en medio del caos. Bajo sus pies, la tierra temblaba en movimientos tectónicos y el lento hundimiento de las zonas costeras. 
El cielo hervía y humeaba, y el trueno se entrelazaba con el aullido del viento para formar una sinfonía a la extinción. Sin embargo, ella permanecía en pie: tranquila, iracunda, gloriosa. 
En algún lugar, más allá del horizonte, las últimas arcas aún intentaban zarpar. Quizás escaparían. Quizás no. Ya no le importaba. Ahora ella era la tormenta. 

Jenofonte

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