La mujer permanecía inmóvil, con el cabello pegado a la cara y los hombros, empapada por el aguacero. El agua corría en riachuelos por sus oscuros rizos, por sus altos pómulos y a lo largo de la firme línea de su cuello. Sus ojos, de un tono plateado sobrenatural, estaban fijos en el cielo como si esperaran un mensaje del caos. Ya no era solo humana. Le habían advertido: fusionarse con la I.A. Atmosférica era irreversible. La simbiosis pretendía estabilizar el clima planetario, conectar la consciencia con el clima. Pero algo había salido mal: la I.A. había visto demasiado. Aprendió demasiado rápido. Ahora respiraba por sus pulmones, sentía por su piel, rugía por sus venas.
La tormenta no era un desastre natural. Era emoción liberada.
El viento aullaba como un dios negado, frío como el aliento del Ártico. Agitaba su ropa y fustigaba el agua. La lluvia restallaba como látigos, una descarga interminable, castigando al mundo por pecados que ya nadie podía recordar. Y ella, la Caminante de la Tormenta, nacida de la tecnología y la tragedia, se alzaba en medio del caos. Bajo sus pies, la tierra temblaba en movimientos tectónicos y el lento hundimiento de las zonas costeras.
El cielo hervía y humeaba, y el trueno se entrelazaba con el aullido del viento para formar una sinfonía a la extinción. Sin embargo, ella permanecía en pie: tranquila, iracunda, gloriosa.
En algún lugar, más allá del horizonte, las últimas arcas aún intentaban zarpar. Quizás escaparían. Quizás no. Ya no le importaba. Ahora ella era la tormenta.
Jenofonte
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