No me juzguen todavía. Comprenderán ustedes que, a mis setenta y tantos años —setenta y pocos si me lo pregunta una señorita simpática, y setenta y muchos si se trata de un médico con cara de lápida—, la noción del tiempo adquiere una elasticidad casi poética. Hay mañanas que se extienden como epopeyas homéricas y tardes que se evaporan como un suspiro de juventud. Así que, con ese espíritu y una taza de té (antes era café, pero el doctor me ha puesto en paz con la vida… quitándome todo lo que la hacía tolerable), me propuse enfrentar una de las últimas batallas de mi existencia: poner en orden mis libros.
La primera
media hora del proceso consistió en reunir el valor suficiente para mirar los
estantes. Lo hice escoltado por mi bastón, mi rodilla derecha traicionera y la
idea reconfortante de que, si moría en el intento, al menos sería en mi propia
casa, entre libros, como corresponde a un viejo respetable.
Bueno, allí
estaba mi biblioteca. Y ahí estaban ellos, mis libros, esperándome con esa
expresión muda que tienen los viejos amigos que saben que, aunque uno se demore
años en volver, la conversación continuará donde se dejó.
Tomé una
caja de cartón con la intención de clasificar. ¡Clasificar! Qué verbo tan
arrogante… como si los libros fueran cosas simples, ordenables. Pero bien, me
armé de valor. Empecé por el estante de la izquierda, nivel inferior, ese donde
están, supuestamente, solo esas antiguas novelas que uno leía en los años en
que aún creía que el amor podía salvar al mundo.
Y ahí
estaba: El caballero de la taberna, de Rafael Sabatini. ¡Lo había
olvidado por completo! Lo abrí con la inocente intención de confirmar que,
efectivamente, debía ir al montón de "libros antiguos", pero bastó
leer la primera línea —“Aquel a quien llamaban ‘El caballero de la taberna’
rió de una manera maligna, con una risa que los piadosos podrían imaginar en
los labios de Satanás”— para que me sentara en el sillón, olvidara la caja,
el té, el propósito entero, y me sumergiera en la lectura como quien se
zambulle en un lago conocido, con los huesos doloridos pero el alma feliz.
Así pasó la
mañana.
Cuando me di
cuenta, eran las doce y media. Mi gato, Dogberry, me observaba desde la puerta
con ese gesto, entre compasivo y despreciativo, que tienen los felinos cuando
creen que el humano ha fracasado moralmente.
—Solo estaba
dándole una ojeada, Dogberry —le dije—. Quería recordar un poco de qué se
trata.
Dogberry
bostezó, demostrando un poco educado interés.
Para no
rendirme, cambié de estrategia. Pasé al estante superior. Autores rusos. ¡Ah,
los rusos! Con ellos nunca se sabe si uno está a punto de enamorarse o de
pegarse un tiro. Y ahí, justo en medio de Tolstói y Dostoievski, se escondía un
librito delgado, casi tímido: Pequeñas y grandes desgracias, de un tal
Iván Balakov.
—¡Y este!
—exclamé—. ¡Lo leí hace unos sesenta años, creo!
Lo abrí. Y
claro, fue como abrir una ventana. De pronto tenía diecinueve años, el corazón
intacto y la creencia absurda de que entender a los personajes era lo mismo que
entender la vida. Uno de los pasajes me hizo reir. Dogberry abandonó el cuarto
demostrando su desprecio. Lloré también un poco (por dentro) lo admito. Porque
uno se ríe del mundo y llora por uno mismo, que es otro tipo de tragedia.
Y así fue.
La tarde se convirtió en noche. La caja de cartón seguía vacía. Yo, en cambio,
estaba lleno. Lleno de historias, de risas, de lágrimas de hace medio siglo, de
olor a páginas amarillentas, de personajes que un día me enseñaron a soñar y que
ahora me saludaban como viejos camaradas, de bellas e inalcanzables mujeres que
me sonreían con picardía para ocultarse después tras sus abanicos. Cualquiera
que lea esto pensará que estoy loco. Tal vez un poco. Pero díganme ustedes, ¿no
es también un acto de cordura elegir la felicidad inútil y la ternura del
desorden por encima del tristemente impecable orden sin alma?
Ahora que
recuerdo, estoy leyendo Memorias de un bandoneón abandonado. Debe estar
entre los cojines del sillón. Lo buscaré, porque quiero seguir leyéndolo.
Mañana retomo lo del ordenamiento, sin falta…
A la mañana
siguiente, me desperté con renovado entusiasmo, como si la vida me hubiera
guiñado un ojo cómplice durante el sueño. Me preparé un desayuno formidable
(tres galletas de agua y una taza de té, lo que en esta etapa de la existencia
equivale a un banquete) y me fui de nuevo a la biblioteca, ahora con la
determinación de un general que vuelve al campo de batalla tras una derrota
gloriosa, dispuesto a reivindicarse.
Decidí, con
una lógica que me pareció irrefutable, empezar ahora por los diccionarios. Son
pesados, no cuentan historias y no tienen personajes entrañables que me tienten
a sentarme. Clasificarlos sería un trámite rápido. O eso creía yo.
Comencé por
el más grande: el Diccionario Enciclopédico Ilustrado de la Lengua Española,
tomo uno, letra A. Lo abrí solo para confirmar que no tenía moho. Pero ¿saben
qué encontré? La palabra abismarse.
Abismarse:
lanzarse o caer en un abismo; sumirse en la contemplación de algo profundo.
¿Cómo no
leer más? Me pareció tan bello, tan humano, tan… autobiográfico, que de pronto
me encontré abismado —nunca mejor dicho— en una lectura apasionada de palabras.
Fui de abismarse a acicalar, de ahí a albahaca, luego a anacronismo,
y sin darme cuenta estaba leyendo definiciones como si fueran poemas.
—Sé lo que
estás pensando, Dogberry —le dije al gato—. Y sí, tienes razón, esto no avanza.
Entonces
hice lo que hace cualquier hombre razonable que se enfrenta a una tarea
imposible: la pospuse con elegancia. Me dije: “Los diccionarios son una
categoría en sí. Pueden quedarse juntos, sin necesidad de clasificarlos más. El
orden ya está implícito: es alfabético, como manda el consenso universal”.
Además, mi proverbio favorito es: “No hagas hoy lo que puedes dejar para
mañana”.
¡Qué alivio!
Cerré el tomo A con gesto triunfal y pasé al siguiente estante. Sin
diccionarios, sin novelas antiguas, sin rusos… ¡Historia! “Esto sí será fácil”,
pensé. “Uno no se encariña con la Historia. La Historia no te roba el alma,
solo el tiempo”.
Qué idiota
fui.
Allí estaba,
medio tapado por una edición destartalada de un libro sobre el Imperio
Bizantino, un librito que encontré en una feria, con tapa dura y pretensiones
blandas: Antología de humoristas italianos contemporáneos. ¿Qué hacía en
ese estante? Imposible saberlo, pero de eso se trata todo este trajín: de
ordenar lo desordenado.
Lo abrí en
cualquier parte.
Recuerdos
escolares. ¡Qué
sugestivo título! Y veo que comienza así: “Obligado a suprimir de mi
biblioteca todos los libros inútiles…”. Resultó ser casi como una
premonición. Ni que yo lo hubiese escrito.
Me senté y
leí no solo ese cuento, sino el libro entero.
Cuando bajé
al comedor, ya eran casi las cinco de la tarde. Haciendo un balance me dije a
mi mismo: Bueno, logré clasificar toda la letra A. Claro que solo del del Diccionario
Enciclopédico...
Dirán que
soy incorregible. No es verdad, soy muy corregible. Lo que pasa es que me niego
a ser corregido.
Hoy no fui a
la biblioteca.
Decidí
quedarme en el jardín, al sol, con un libro que encontré ayer mientras buscaba
mis anteojos debajo del velador (me pasa seguido: busco una cosa y encuentro
otra). El libro era Cuentos para leer en una sala de espera, de un autor
olvidado que siempre me hizo sonreír.
Leí tres
cuentos y luego dormité una hora. Soñé que los libros bajaban solos de los
estantes, se clasificaban por sí mismos y hasta se quejaban si quedaban cerca
de autores que no les caían bien. Balzac gruñía si lo ponían junto a Bukowski,
y la edición de Crimen y castigo murmuraba, indignada, si un libro de
autoayuda se le acercaba demasiado. Veía desfilar ante mí a Don Quijote y a
Sinuhé, caminando juntos por las llanuras de Mongolia, mientras, en el fondo,
la nave Corazón de Oro, de Douglas Adams, se perdía entre distantes
nebulosas. Un ballenero surcaba el océano con el capitán Ahab a bordo,
discutiendo sobre metafísica con Lemuel Gulliver, mientras Margarita, Elizabeth
Bennet, Sherezade y Anna Karénina se asomaban desde los balcones de ciudades
imposibles. Pasaban también viajeros incansables: Phileas Fogg, tratando de
seguir los pasos de Marco Polo en China, acompañado por un espadachín de malas
pulgas que se parecía sospechosamente a Enrique de Lagardère. Todo ese universo
desfilaba frente a mí, mientras mis libros, pensando por su cuenta, trataban de
organizar mi mundo según sus propias reglas. Cuando desperté, entendí por fin
la verdad: ordenar mi biblioteca es una excusa. Lo que quiero es reencontrarme,
libro por libro, con el tiempo pasado. Cada libro es una etapa de mi vida, una
carta que me envié a mí mismo desde el pasado. Si algún día logro ordenarla por
completo, quizás me quede sin razones para visitarla. Y eso sí sería una
verdadera tragedia.
Así es que
sí, Dogberry, mañana lo intentaré de nuevo. Pero no te prometo nada. Y no me
mires con esa cara, que, como dijo don Quijote, “la mucha conversación que he
tenido contigo ha engendrado ese menosprecio…”
Jenofonte
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