24 de agosto de 2022

La cacería.

Como solíamos hacer cuando eramos niños e íbamos de vacaciones a Carén, una aburrida tarde, después de almuerzo, nos fuimos a jugar al cerro. Subimos por la calle de la iglesia, pasamos junto a la gruta de la Virgen y seguimos derecho hasta el calvario, donde está la cruz, en la ladera. El cerro tenía por esos tiempos mucha vida, y había abundancia de plantas, quiscos, pájaros y animales. Recuerdo que andábamos Rodolfo y yo, con el Waldo y alguien más, pero no alcanzo a decir quiénes eran.

Alguno vio una de las muchas lagartijas que por allí había, le disparó y no pudo pegarle. Era costumbre que anduviéramos con las hondas en el bolsillo, aunque no éramos muy buenos para manejarlas. Así es que no faltó más que ese fallido tiro para que iniciáramos una verdadera cacería de esos pobres animalitos. Cada cual con su honda en mano, empezamos a recorrer los cerros, corriendo y saltando entre los chapines hasta llegar allá a la loma, lanzándoles piedras a las pobres lagartijas que se asoleaban, las que caían un poco más allá absolutamente desfallecidas por los golpes. Como niños que éramos, no nos parecía reprochable lo que hacíamos, sino que, al contrario, era toda una hazaña, de manera que recogíamos los cadáveres y los íbamos guardando en una bolsa que, casualmente, yo llevaba ese día.

Eran como las 5 de la tarde ya cuando volvimos al pueblo, contentos y muy ufanos, yo con mi bolsa llena con casi una veintena de lagartijas, y la honda asomando de un bolsillo. Bajamos por donde habíamos subido y, al llegar a la calle del pueblo, había ahí tres o cuatro niñas conversando, sentadas en la vereda del alto.

Con mucho entusiasmo, y hablando todos a la vez, les contamos de nuestra cacería, y como no nos creían que pudiéramos haber matado tantas lagartijas, pues bueno, decidí vaciar la bolsa ahí mismo, para que vieran que era la pura verdad. Así es que, estando todos en círculo, sentados en la vereda algunos y otros en cuclillas, vacié en medio las muertas lagartijas.
Y ahí quedó el griterío. Nada más tocar sus cuerpos el caliente cemento, revivieron todas y cada una de las supuestamente finadas lagartijas, y corrieron a perderse, pasando por sobre manos, zapatos y cuerpos de los que las rodeaban, y se perdieron de vista, murallas arriba, metiéndose por las abiertas puertas de las casas o cruzando la polvorienta calle, al tiempo que tanto los cazadores como las incrédulas niñas intentaban hacer exactamente lo mismo.

Ni una sola lagartija, ni una sola, había muerto
 

 

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