Contaba mi padre que allá en los años de su infancia, en el pueblo, se bañaban los muchachos en el río, desnudos, todos los veranos. Era la costumbre.
Por supuesto que -siendo así- el baño era un privilegio para los varones, y quedaba vedado para las niñas, quienes obviamente ni siquiera podían acercarse, mucho menos ir a refrescarse.
Pero ocurrió un día que, estando ya más grandes, la abuela Carmen le compró a sus hijos shorts de baño, y se los entregó con severas instrucciones de usarlos. De manera que partieron al río con ellos, esa tarde. Volvieron muy tristes, amoscados. Y le reclamaron a su madre diciendo que no querían volver a ponérselos, porque los otros se burlaban de ellos y no los dejaban tranquilos, por andar cubiertos en tanto los demás iban “a poto pelado”.
La abuela entonces, con su severidad acostumbrada, les dijo que no, que los tenían que usar y no había otra opción. Y agregó que, cuando los molestaran por llevar traje de baño, ellos respondieran que lo usaban porque lo tenían.
Al día siguiente, bajaron al río con ellos y, ante las primeras bromas, contestaron como se les había dicho: “lo uso porque yo tengo”. Y aunque las burlas se mantuvieron ese día, lo cierto es que al día siguiente la gran mayoría llegó al río con un short de baño, fuera tal o no lo fuera, ya que ninguno quería ser menos que los Castillo.
Y así se acabó el nudismo en el río de Carén, por obra y gracia de doña Carmela Órdenes, la profesora del pueblo.
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