9 de agosto de 2017

Amor al prójimo (Leonid Andreiev)

Un lugar selvático entre las montañas. En un pequeño saliente de una alta roca casi vertical está un
hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar hasta allí; el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás utensilios de salvamento parecen ineficaces.
El desgraciado lleva, por lo visto, mucho rato en la crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha
congregado una abigarrada muchedumbre; pregonan sus mercancías algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha montado un bar, cuyo único mozo casi no puede dar abasto a la numerosa clientela; un individuo intenta vender un peine, que afirma, faltando descaradamente a la verdad, que es de caparazón de tortuga.
Afluyen incesantemente nuevos turistas: ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.
La mayoría llevan alpenstocks, gemelos y máquinas fotográficas. Se oye hablar en todos los idiomas.
Junto a la roca, en el lugar donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquillería y les impiden el paso, con un cordel, a las gentes.
Gran animación.

EL PRIMER GUARDIA.—¡Fuera, renacuajo! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papas?
El NIÑO.—¿Es que caerá aquí?
EL PRIMER GUARDIA.—Sí.
El NIÑO.—¿Y si cae más allá?
EL SEGUNDO GUARDIA.—Tiene razón el pequeño; en su desesperación, podría dar un salto y caer al otro lado del cordel, lo que resultaría bastante molesto para el público, ya que, por lo menos, pesará ochenta kilos.
EL PRIMER GUARDIA.—¡Largo, renacuajo! ¡Atrás!... ¿Es su hija, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese muchacho caerá de un momento a otro.
LA SEÑORA.—¿De veras? ¡Y mi marido no va a verlo!
LA NIÑA.—Está en el bar, mamá.
LA SEÑORA. (Con tono de desesperación.)—¡Siempre en el bar! ¡Ve a llamarle, Nelli! Dile que ese joven va a caer en seguida. ¡Corre, corre!
VOCES.—¡Mozo!... ¡Mozo!... ¿Cómo? ¿Que no hay cerveza? ¡Vaya un bar!... ¡Mozo!... ¿Me despachan o no? ¡Jesús, qué calma!
EL PRIMER GUARDIA.—¿Otra vez, renacuajo?
EL NIÑO.—Es que quería quitar de aquí esta piedra.
EL PRIMER GUARDIA.—¿Para qué?
EL NIÑO.—Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.
EL SEGUNDO GUARDIA.—Tiene razón el chiquillo. Deberíamos quitar las piedras, y si hubiera arena o serrín...

Dos turistas ingleses se están acercando. Contemplan con los gemelos al desconocido y cambian impresiones entre sí.

EL PRIMER INGLÉS.—Es joven.
EL SEGUNDO INGLÉS.—¿Qué edad le daría usted?
EL PRIMER INGLÉS.—Veintiocho años.
EL SEGUNDO INGLÉS.—No tendrá arriba de veintiséis. El miedo lo avejenta.
EL PRIMER INGLÉS.—¿Qué se apuesta usted a que tiene veintiocho años?
EL SEGUNDO INGLÉS.—Lo que usted quiera. Me apuesto diez contra cien. Apúntelo.
EL PRIMER INGLÉS. (Dirigiéndose al guardia, luego de anotar en su bloc la apuesta.)—¿Cómo diablos ha subido allí? ¿No hay manera de bajarlo?
EL PRIMER GUARDIA.—Se le han echado cuerdas y escalas, pero no han llegado.
EL SEGUNDO INGLÉS.—¿Lleva ahí mucho tiempo?
EL PRIMER GUARDIA.—Cuarenta y ocho horas.
EL PRIMER INGLÉS.—¿De verdad? Entonces caerá esta noche.
EL SEGUNDO INGLÉS.—Caerá dentro de dos horas. Me apuesto cien contra cien.
EL PRIMER INGLÉS.—Aceptado. (Anota la apuesta en su bloc.) ¿Cómo se encuentra usted? (Pregunta al desconocido. )
EL DESCONOCIDO. (Con voz casi imperceptible.)—Muy mal.
LA SEÑORA.—Y mi marido sin venir.
LA NIÑA. (Que llega corriendo.)—Papá dice que tiene tiempo de terminar.
LA SEÑORA.—¿De terminar qué?
LA NIÑA.—Una partida de ajedrez que está jugando con un señor.
LA SEÑORA.—¡Dile que si tarda le quitarán el sitio!

Una señora alta y delgada, de aire resuelto y agresivo, le disputa el sitio a un turista. Este es hombre
bajito y apocado y se defiende débilmente. La señora, sin embargo, le acomete con verdadera furia.

EL TURISTA.—Pero señora, éste es mi sitio; hace dos horas que lo ocupo.
LA SEÑORA AGRESIVA.—Y a mí qué me cuenta usted. Yo quiero ponerme ahí porque así veré mejor. ¡Y no hay más que hablar!
EL TURISTA. (Con timidez.)—Yo también quiero estar aquí para ver mejor...
LA SEÑORA AGRESIVA. (Con tono despectivo.)—¡Usted qué entiende de eso!
EL TURISTA.—¿De qué? ¿De caídas?
LA SEÑORA AGRESIVA. (Con burla.)—Sí, señor; de caídas. ¿Ha presenciado usted muchas? Yo he visto caer a tres hombres; a dos acróbatas, a un funámbulo y a tres aviadores.
EL TURISTA.—Esos son seis hombres; no tres.
LA SEÑORA AGRESIVA. (Remedando, con sarcasmo, a su interlocutor.)—¡Esos son seis hombres; no tres! ¡Adiós, Pitágoras!... ¿Ha visto usted a un tigre descuartizar a una mujer?
EL TURISTA. (Con tono humilde.)—No, señora...
LA SEÑORA AGRESIVA.—Me lo figuraba. Pues yo sí. ¡Con mis propios ojos!... Déjeme el sitio; se lo ruego.

El turista, avergonzado, se levanta, encogiéndose de hombros. La señora, radiante de alegría, se acomoda en la peña tan audazmente conquistada y deja a sus pies la redecilla, el pañuelo, las pastillas de menta y el frasco de sales. Después se quita los guantes y limpia los cristales de los prismáticos, mirando benévolamente a sus vecinos.

LA SEÑORA AGRESIVA. (Dirigiéndose a la señora cuyo esposo se encuentra en el bar.)—Debería sentarse, señora.
Le dolerán a usted las piernas...
LA SEÑORA.—¡Las tengo deshechas, señora!
LA SEÑORA AGRESIVA.—Los hombres son en la actualidad tan mal educados que nunca le dejan el sitio a una mujer... Habrá usted traído pastillas de menta...
LA SEÑORA. (Preocupada.)—No. ¿Es que debía haberlas traído?
LA SEÑORA AGRESIVA.—¡Claro! El mirar mucho rato hacia lo alto marea... Amoníaco sí habrá traído usted...
¿Tampoco? ¡Qué descuido, Dios mío! Cuando caiga ese joven, se desmayará usted, como es natural, y se necesitará amoníaco para hacerla recobrar el conocimiento. ¿No ha traído, al menos, un poco de éter?... No, ¿eh?... Y puesto que usted es... así, su esposo... ¿Dónde está su esposo?
LA SEÑORA.—En el bar.
LA SEÑORA AGRESIVA.—¡Qué sinvergüenza!
EL PRIMER GUARDIA.—¿De quién es esta marinera? ¿Quién la ha dejado aquí?
EL NIÑO.—Yo.
EL PRIMER GUARDIA.—¿Para qué?
EL NIÑO.—Para que el pobrecito se haga menos daño cuando caiga.
EL PRIMER GUARDIA.—¡Llévatela!

Muchísimos turistas, provistos de kodaks, se disputan los sitios que son fotográficamente estratégicos.

EL PRIMER PORTAKODAK.—Necesito este lugar.
EL SEGUNDO PORTAKODAK.—Usted lo necesita, pero yo lo ocupo.
EL PRIMER PORTAKODAK.—Usted lo ocupa desde hace un momento, pero yo hacía dos días que lo ocupaba.
EL SEGUNDO PORTAKODAK.—Si no lo hubiera abandonado o, por lo menos, al marcharse, hubiese usted dejado su sombra...
EL PRIMER PORTAKODAK.—¡Llevaba dos días sin comer, caballero!
EL VENDEDOR DEL PEINE. (Con tono misterioso.)—¡Un auténtico peine de tortuga!
EL PRIMER PORTAKODAK. (Encolerizado.)—¡Váyase usted a hacer gárgaras!
EL TERCER PORTAKODAK.—¡Señora, por Dios! ¡Que se ha sentado sobre mi máquina fotográfica!
UNA SEÑORA PEQUEÑITA.—¿De veras? ¿Dónde está?
EL TERCER PORTAKODAK.—¡Debajo de usted, señora!
LA SEÑORA PEQUEÑITA.—¿Ah, sí? ¡Estaba tan cansada! Ya notaba algo raro... Ahora lo comprendo.
EL TERCER PORTAKODAK. (Con acento desesperado.)— ¡Señora!...
LA SEÑORA PEQUEÑITA.—¡Qué dura es su máquina! Yo pensaba que era una peña. ¡Tiene gracia!
EL TERCER PORTAKODAK. (Angustiado.)—¡Señora, le suplico!...
LA SEÑORA PEQUEÑITA.—¡Es una máquina tan grande! ¿Cómo iba yo a imaginar?... Retráteme usted, ¿quiere?... Me agradaría retratarme en la montaña.
EL TERCER PORTAKODAK.—Pero, ¿cómo quiere que la fotografíe si continúa usted sentada en la máquina?
LA SEÑORA PEQUEÑITA. (Levantándose, asustada.)—¿Por qué no me lo dijo usted?... ¿Retrata sola?
VOCES.—¡Mozo, cerveza!... ¡Llevo una hora aguardando a que me sirvan!... ¡Mozo! ¡Mozo! ¡Un palillo de dientes!

Llega, jadeante, un turista gordo rodeado de numerosa familia.

EL TURISTA GORDO. (Gritando.)—¡Macha! ¡Sacha! ¡Porc¡a! ¿Dónde está Macha? ¿Dónde demonios se ha metido Macha?
UN COLEGIAL. (Con tono de enfado.)—Está aquí, papá.
EL TURISTA GORDO.—¿Dónde?
UNA MUCHACHA.—¡Aquí, papá, aquí!
EL TURISTA GORDO. (Volviéndose.)—¡Ah!... ¡Qué manía de ir siempre detrás de mí! Míralo, míralo... Allí arriba, en la roca. Pero, ¿a dónde miras?
LA MUCHACHA. (Melancólica.)—¡No sé, papá!
EL TURISTA GORDO.—¡Todo le da miedo! En cuanto el tiempo es tempestuoso, cierra los ojos y no los abre hasta que pasa la tormenta. ¡Jamás ha visto un relámpago, señores! ¡Como lo oyen ustedes!... ¿Ves a ese desdichado joven? ¿Lo ves?
EL COLEGIAL.—Sí, papá; lo veo.
EL TURISTA GORDO. (Al colegial.)—Ocúpate de ella. (Con tono de profunda piedad.) ¡Pobre joven! ¡Tal vez caiga de un momento a otro! ¡Mirad, hijos míos, lo pálido que está! ¿Veis qué peligroso es trepar por las rocas?
EL COLEGIAL. (Con triste escepticismo.)—¡No caerá hoy, papá!
EL TURISTA GORDO.—¡Qué bobada! ¿Quién te lo ha dicho?
LA SEGUNDA MUCHACHA.—Papá: Macha cierra los ojos.
EL COLEGIAL.—Déjame sentarme un rato, papá; te aseguro que no caerá hoy. Me lo ha dicho el portero del hotel... Estoy cansadísimo; nos pasamos todo el día visitando museos, armerías...
EL TURISTA GORDO.—¡Lo hago por vosotros, majadero! ¿Piensas que a mí me divierte eso?
LA SEGUNDA MUCHACHA.—¡Papá: Macha cierra los ojos!
EL SEGUNDO COLEGIAL.—¡Yo también estoy hecho polvo! Ni por la noche descanso ya; me la paso soñando que soy el Judío Errante.
EL TURISTA GORDO.—¡A callar, Petka!
EL PRIMER COLEGIAL.—¡Me he quedado en los huesos! ¡No puedo más, papá! Antes prefiero ser zapatero o porquero que turista.
EL TURISTA GORDO.—¡A callar, Sacha!
EL PRIMER COLEGIAL.—¡No caerá hoy, papá, no caerá hoy! ¡No te hagas ilusiones!
LA PRIMERA MUCHACHA. (Melancólica.)—¡Ya va a caer, papá!

El desconocido dice algo, a gritos, que no se entiende.
Expectación general.

VOCES.—¡Mirad! ¡Ya va a caer!

Los espectadores miran con los prismáticos al desconocido.
Los portakodaks preparan sus máquinas.

UN FOTÓGRAFO.—¡Diablo! ¿Qué es esto?
OTRO FOTÓGRAFO.—Compañero, tiene usted cerrado el objetivo...
EL PRIMER FOTÓGRAFO.—¡Ah, sí! Con las prisas se me había olvidado...
VOCES.—¡Silencio!... ¡Va a caer!... ¿Qué dice?... ¡Silencio!
EL DESCONOCIDO.—¡Socorro!
EL TURISTA GORDO.—¡Pobre joven! ¡Qué terrible tragedia, hijos míos! Brilla el sol en el límpido cielo; susurra el viento entre los pinos y el desventurado, de un momento a otro, caerá y se matará. ¡Es horrible!
¿Verdad, Sacha?
EL PRIMER COLEGIAL.—¡Es horrible! ¿Verdad, Macha?... ¿Habéis comprendido? Brilla el sol, la gente come y bebe, cantan los pajarillos y el desventurado... Katia, ¿recuerdas Hamlet?
LA SEGUNDA MUCHACHA.—Sí; Hamlet, el príncipe de Dinamarca, en Frankfurt...
EL TURISTA GORDO.—¿En Frankfurt?
EL SEGUNDO COLEGIAL. (Enojado.)—En Helsingfors. ¡Déjanos en paz, papá!
EL PRIMER COLEGIAL.—¡Mejor sería que nos comprases unos emparedados!
EL VENDEDOR DEL PEINE. (Con tono misterioso.)—Un peine de tortuga. ¡Es auténtico!
EL TURISTA GORDO. (En voz baja y con expresión de conspirador.)—¿Es robado?
EL VENDEDOR DEL PEINE.—¡No, Señor!
EL TURISTA GORDO.—Si no ha sido robado, no puede ser de tortuga. ¡Fuera!
LA SEÑORA AGRESIVA. (Con entonación benévola.)—¿Los cinco son hijos de usted?
EL TURISTA GORDO.—Sí, señora... Los deberes paternales... Pero, como habrá comprobado, no se dejan educar. ¡Es el eterno conflicto entre los padres y los hijos! Macha, ¡no cierres los ojos! ¡Qué terrible tragedia, señora!
LA SEÑORA AGRESIVA.—Tiene usted razón; hay que educar a los hijos. Mas, ¿por qué dice que esto es una terrible tragedia? Los albañiles se caen, a veces, de enormes alturas. El saliente donde se halla ese joven estará a poco más de cien metros del suelo. Yo he visto caer del cielo a un hombre.
EL TURISTA GORDO. (Muy complacido.)—¿Del cielo?... ¿Oís eso, hijos míos? ¡Del cielo!
LA SEÑORA AGRESIVA.—Sí; era un aviador. Cayó, desde las nubes, sobre un tejado de cinc.
EL TURISTA GORDO.—¡Qué horror!
LA SEÑORA AGRESIVA.—¡Eso sí que es una tragedia! Tuvieron que echarme agua durante dos horas, con una bomba, para hacerme recobrar el conocimiento. Desde entonces jamás se me olvida el amoníaco.

Se presenta un grupo de músicos y cantantes italianos trotamundos. El tenor —un hombrecillo grueso, de perilla roja y ojos de expresión estúpida y lánguida— canta con voz dulzona. El barítono, flaco y corcovado, de voz aguardentosa, tiene la gorra de jockey echada hacia atrás. El bajo, con aspecto de bandido, toca la mandolina. Y la tiple —muchacha delgada y de grandes y movedizos ojos— el violín.

Los ITALIANOS.—Sul mare lucido, L'astro d'argento, Placida é Tonda, Prospero é il vento, Venite all'agite... Barchetta mia... Santa Lucia...
MACHA. (Melancólica.)—¡Mueve los brazos!
EL TURISTA GORDO.—Acaso los mueva influenciado por la música.
LA SEÑORA AGRESIVA.—Es muy posible. Pero esto quizá le haga caer antes de tiempo. ¡En, músicos, váyanse!

Haciendo enérgicos gestos, llega un turista alto y bigotudo, acompañado de algunos curiosos.

EL TURISTA ALTO.—¡Esto clama al cielo! ¿Por qué no se le salva? Ha pedido socorro; lo habrán oído ustedes, señores.
Los CURIOSOS. (A coro.)—¡Sí, lo hemos oído!
EL TURISTA ALTO.—Yo también le he oído gritar, con todas sus letras: "¡Socorro!" Así, pues, ¿por qué no se le salva? ¿Qué hacen ustedes aquí?
EL PRIMER GUARDIA.—Vigilar el sitio donde se calcula que va a caer.
EL TURISTA ALTO.—Perfectamente. Pero, ¿por qué no le salvan ustedes? ¿Dónde está su amor al prójimo? Si un hombre pide socorro, hay que socorrerle, ¿no es cierto, señores?
Los CURIOSOS. (A coro.)—¿Qué duda cabe? ¡Hay que socorrerle!
EL TURISTA ALTO. (Con énfasis.)—No somos paganos; somos cristianos y nuestro deber es amar al prójimo. Pide socorro y, para salvarle, hay que tomar todas las medidas al alcance de la Administración. Guardias: ¿se han tomado todas las medidas?
EL PRIMER GUARDIA.—Sí,  Señor.
EL TURISTA ALTO.—¿Todas? ¿Completamente todas? Muy bien. Señores, se han tomado todas las medidas. Joven (dirigiéndose al desconocido), todas las medidas conducentes a su salvamento han sido tomadas. ¿Oye usted?
EL DESCONOCIDO. (Con voz apenas audible.)—¡Socorro!
EL TURISTA ALTO. (Conmovido.)—¿Oyen ustedes, señores? Otra vez pide socorro. ¿Lo han oído ustedes, guardias?
UNO DE LOS CURIOSOS. (Con timidez.)—En mi opinión, hay que salvarle.
EL TURISTA ALTO.—Hace dos horas que lo estoy diciendo. Guardias: ¡esto clama al cielo!
EL MISMO CURIOSO. (Con un poco más de atrevimiento.)—A mi parecer, lo oportuno es dirigirse a la Administración superior.
Los DEMÁS CURIOSOS. (A coro.)—¡Sí, hay que elevar una queja! ¡Esto es intolerable! ¡El Estado no debe abandonar a los ciudadanos en los momentos de peligro! ¡Todos pagamos contribuciones! ¡Hay que salvarle!
EL TURISTA ALTO.—No dejo de decirlo. Sin duda, hay que elevar una queja. Diga, joven: ¿paga usted las contribuciones?... ¿Qué? ¡No le entiendo!
EL TURISTA GORDO.—Sacha, Petka, ¿oís? ¡Qué terrible tragedia! ¡Pobre muchacho! Está a punto de morir y le reclaman las contribuciones.
MACHA. (Melancólica.)—¡Y va a caer, papá!

Gritos. Agitación entre los portakodaks.

EL TURISTA ALTO.—Hay que apresurarse. Señores: ¡hay que salvarle sea como sea! ¿Quién me sigue?
Los CURIOSOS. (A coro.)—¡Nosotros!
EL TURISTA ALTO.—¿Han oído ustedes, guardias? ¡Vamos entonces, señores!

Se marchan con aire resuelto. Aumenta la animación en el bar. Se oye entrechocar de vasos y alguien entona una canción alemana. El mozo, agotado, se aparta algo de las mesas y se seca el sudor de la frente.

VOCES.—¡Mozo!... ¡Mozo!
EL DESCONOCIDO. (En voz bastante alta.)—¡Mozo! ¿Me podría dar un vaso de soda?

El mozo siente un estremecimiento; mira, espantado, hacia arriba, finge no haber oído bien y se aleja.

VOCES IMPACIENTES.—¡Mozo!... ¡Mozo!  ¡Cerveza!
EL MOZO.—¡Al momento! ¡Al momento!

Abandonan el bar dos caballeros beodos y se dirigen a la roca.

LA SEÑORA CUYO ESPOSO ESTABA JUGANDO AL AJEDREZ.—¡Mi marido! ¡Ven, ven!
LA SEÑORA AGRESIVA.—¿No decía yo que era un sinvergüenza?
EL PRIMER BEODO.—¿Y ni siquiera puede beberse usted un vaso de vino?
EL DESCONOCIDO.—Por desgracia, no.
EL SEGUNDO BEODO.—¿Por qué le dices tales cosas? ¡No amargues sus últimos momentos! Llevamos toda la tarde bebiendo a su salud. Con esto no le perjudicamos en nada, ¿verdad?
EL PRIMER BEODO.—¡Claro que no! Por el contrario, lo que hará es animarle. ¡Adiós, joven! Lamentamos mucho su desgracia y, con su permiso, volveremos al bar.
EL SEGUNDO BEODO.—¡Cuánta gente!
EL PRIMER BEODO.—¡Vamos, vamos! Aprovechemos el tiempo, que, apenas caiga, cerrarán el establecimiento.

Aparece un señor muy elegante, rodeado de nuevos curiosos. Es el corresponsal de los más importantes periódicos europeos. La gente, a su paso, murmura su nombre y le contempla con admiración. Algunos bebedores salen del bar para verle; incluso el mozo se asoma y le mira boquiabierto.

VOCES.—¡El corresponsal! ¡El corresponsal!
LA SEÑORA.—¡A que no le ve mi marido!
EL TURISTA GORDO.—¡Petka, Macha, Sacha, Katia, Vasia, mirad! ¡Es el rey de los corresponsales! Lo que él escriba ocurrirá.
LA SEGUNDA MUCHACHA.—Pero, ¿a dónde miras, Macha?
EL PRIMER COLEGIAL.—Papá, ¡no puedo más! ¡Que nos traigan unos emparedados!
EL TURISTA GORDO. (Entusiasmado.)—¡Qué tragedia, Katia! ¿Te has dado cuenta? Brilla el sol, el corresponsal nos honra con su presencia y el desventurado...
EL CORRESPONSAL.—¿Dónde está?
VOCES SOLÍCITAS.—¡Allí, en lo alto de la roca!... ¡Un poco más arriba!... ¡Un poco más abajo!
EL CORRESPONSAL.—Déjenme, señores; yo le encontraré.. ¡Ya lo veo! ¡Su situación no es nada envidiable!
UN TURISTA. (Ofreciéndole un taburete.)—¿Quiere sentarse?
EL CORRESPONSAL.—Gracias. (Toma asiento.) ¡Muy interesante! ¡Muy interesante! (Saca papel y lápiz.) ¿Han impresionado ustedes ya algunos clisés, señores fotógrafos?
EL PRIMER FOTÓGRAFO.—Hemos fotografiado la roca con el infortunado joven esperando su trágico fin.
EL CORRESPONSAL.—¡Muy interesante, muy interesante!
EL TURISTA GORDO.—¿Oyes, Sacha? Un hombre tan inteligente y culto como el corresponsal considera esto muy interesante y tú sólo piensas en los emparedados. ¡Majadero!
EL PRIMER COLEGIAL.—El corresponsal, seguramente, habrá almorzado ya.
EL CORRESPONSAL.—Señores: si fueran tan amables... Un poco de silencio...
UNA voz SOLÍCITA.—¡Que se callen los del bar!
EL CORRESPONSAL. (Dirigiéndose al desconocido a voz un cuello.)—¡Permítame presentarme. Soy el más importante corresponsal de la Prensa europea. Quisiera hacerle a usted algunas preguntas sobre su situación!
En primer lugar, ¿quiere decirme su nombre, profesión y estado?
El desconocido balbucea algo ininteligible.
EL CORRESPONSAL.—No se oye nada. ¿Habla siempre así?
VOCES.—Sí; no se oye nada.
EL CORRESPONSAL. (Escribiendo.)—De modo que soltero, ¿eh?
El desconocido balbucea algo ininteligible.
El CORRESPONSAL.—No le oigo bien. ¿Qué ha dicho?
UN TURISTA.—Que sí; que es soltero.
OTRO TURISTA.—No; ha dicho que es casado.
EL CORRESPONSAL.—Entonces pondremos que es casado. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Tres?... Me parece que ha dicho tres, pero no estoy seguro. En la duda, pondremos cinco.
EL TURISTA GORDO.—¡Qué tragedia! ¡Cinco hijos!
LA SEÑORA AGRESIVA.—¡Ya será alguno menos!
EL CORRESPONSAL. (A voz en cuello.)—¿Cómo ha ido usted a parar a ese sitio tan peligroso? ¿Paseándose?... ¿Cómo?... ¡Hable más fuerte!... ¡Nada! No se le oye.
EL PRIMER TURISTA. (Intérprete.)—Creo que dice que se extravió.
EL SEGUNDO TURISTA. (Intérprete.)—Creo que dice que no lo sabe.
VOCES.—Iba de caza... Es un alpinista temerario... Es un sonámbulo.
EL CORRESPONSAL.—Todo puede ser, menos que haya caído del cielo... Pondremos que es sonámbulo. El desdichado

joven (escribiendo) padece desde su infancia de sonambulismo... Salió del hotel a medianoche, sin que nadie le viese... La luz de la luna...
EL PRIMER TURISTA. (Interpreta en voz baja.)—Ahora no hay luna.
EL SEGUNDO TURISTA. (Intérprete.)—No importa; el público no sabe astronomía.
EL TURISTA GORDO.—¿Oyes, Macha? Aquí tienes un ejemplo sorprendente de la influencia de la luna sobre los seres vivos de la Creación. ¡Qué horrible tragedia! Brilla la luna, el desventurado sube a lo alto de una inaccesible roca...
EL CORRESPONSAL. (A voz en cuello.)—¿Qué siente usted?... ¿Qué?... ¡No le oigo!... ¡Ah, ah! ¡Sí, sí!... Efectivamente: su situación no es envidiable.
VOCES.—¡Escuchen! ¡Escuchen!
EL CORRESPONSAL. (Escribiendo.)—El horror paraliza sus miembros y hiela la sangre en sus venas... Ha perdido toda esperanza... Piensa en el dulce hogar, en su mujer haciendo empanadas, en sus angelicales hijos jugando a la gallina ciega, en su anciana madre sentada ante la chimenea, con la pipa en la boca...
UNA voz.—Será su anciano padre.
EL CORRESPONSAL.—Su anciano padre. Ha sido un lapsus... La compasión del público le emociona... Quiere que su último pensamiento aparezca en este periódico.
LA SEÑORA AGRESIVA.—¡Cómo miente ese señor!
MACHA. (En tono melancólico.)—¡Ya va a caer, papá!
EL TURISTA GORDO.—¡Déjame tranquilo!
EL CORRESPONSAL. (A voz en cuello.)—Una última pregunta: ¿Qué desea usted decirles, antes de morir, a sus conciudadanos ?
EL DESCONOCIDO. (Con voz débil.)—¡Que se vayan al infierno!
EL CORRESPONSAL.—¿Qué?... ¡Ah, ya! ¡Sí, sí!... (Escribiendo.) Afectuoso saludo de despedida... Decidido adversario de las leyes en favor de los negros... Su último deseo es que estos animales...
UN PASTOR PROTESTANTE. (Abriéndose paso entre la muchedumbre.)—¿Dónde está? ¡Ah, ya lo veo! ¡Pobre muchacho!... Señores: ¿no hay aquí ningún otro miembro del clero? ¿No? ¡Gracias! ¡Yo he llegado el primero!
EL CORRESPONSAL. (Escribiendo.)—Momento solemne... Llega el confesor... Impresionante silencio... Muchos espectadores lloran...
EL PASTOR.—Permítanme, señores... Esa alma descarriada quiere reconciliarse con Dios. ¿Verdad, hijo mío (dice, dirigiéndose a gritos al desconocido), que quiere usted reconciliarse con Dios? Confiéseme sus pecados y le daré la absolución... ¿Qué? ¡No le oigo!
EL CORRESPONSAL. (Escribiendo.)—Se oyen sollozos por todas partes... En términos conmovedores, el sacerdote le habla del más allá al criminal, digo al desdichado, que le escucha con lágrimas en los ojos...
EL DESCONOCIDO. (Con voz débil.)—Si no se aparta usted de ahí, le caeré encima. Peso noventa kilos.

Los espectadores que están cerca de la roca retroceden espantados.

VOCES.—¡Ya cae! ¡Ya cae!
EL TURISTA GORDO. (Emocionado.)—¡Macha! ¡Sacha! ¡Petka!
EL PRIMER GUARDIA.—Señores, por favor. ¡Apártense, se lo ruego!
LA SEÑORA.—Nelli: ¡corre a llamar a papá! ¡Dile que va a caer ya!
EL PRIMER FOTÓGRAFO. (Con desesperación.)—¿Qué hago yo ahora, Dios mío? No he cambiado las placas y las nuevas me las he dejado en el bolsillo del gabán... ¡Y ese hombre es capaz de caer apenas yo vuelva la espalda! ¡Qué horrible situación!
EL PASTOR. (Al desconocido.)—Apresúrese, joven. Haga un esfuerzo y confiéseme sus pecados... Por lo menos los principales; los menudos puede callárselos.
EL TURISTA GORDO.—¡Qué tragedia!
EL CORRESPONSAL. (Escribiendo.)—El criminal, digo el desdichado, se confiesa públicamente... Horribles secretos se descubren...
EL PASTOR. (A grandes voces.)—¿No ha matado usted a nadie? ¿No ha robado? ¿No ha cometido ningún adulterio?
EL TURISTA GORDO.—Macha, Petka, Katia, Sacha, Vasia: ¡Escuchad!
EL CORRESPONSAL. (Escribiendo.)—La multitud se escandaliza.
EL PASTOR. (Apresuradamente.)—¿No ha cometido ningún sacrilegio? ¿No ha codiciado el asno, el buey, la esclava o la mujer de su prójimo?
EL TURISTA GORDO.—¡Qué tragedia!
EL PASTOR.—Mi enhorabuena, hijo mío. Se ha reconciliado usted con Dios. Ahora ya puede caer tranquilo... Pero, ¿qué veo? ¡Miembros del Ejército de Salvación! Guardias: ¡échenlos!

Muchos miembros del Ejército de Salvación, de ambos sexos, llegan a los acordes de un tambor, un violín y una trompeta ensordecedora.

EL PRIMER MIEMBRO DEL EJERCITO DE SALVACION (Tocando frenéticamente el tambor.)—¡Hermanas y hermanos míos!
EL PASTOR. (Desgargantándose.)—¡Ya se ha confesado, hermanos! Estos señores pueden atestiguarlo. ¡Se ha reconciliado ya con Dios!
EL SEGUNDO MIEMBRO, QUE ES UNA SEÑORA (Subiéndose a una roca.)—Al igual que ese pecador, yo me hallaba sumida en las tinieblas. Mi vicio era el alcoholismo. Y un día la luz deslumbrante de la verdad...
UNA voz.—¡De poco le sirvió la luz! ¡Está borracha como una cuba!
EL PASTOR.—Guardias, ¿verdad que ya se ha reconciliado con Dios?

El primer ministro del Ejército de Salvación continúa tocando el tambor y sus compañeros de armas comienzan a cantar. La clientela del bar canta también y llama al mozo en todos los idiomas. El pastor pretende
llevarse, a la fuerza, a los guardias, que se resisten desesperadamente a dejar su puesto. Aparece, jinete sobre un asno, un turista de nacionalidad inglesa. El cuadrúpedo se abre de patas y se niega, en su sonoro idioma, a seguir avanzando.
Los miembros del Ejército de Salvación no tardan en marcharse, tocando y cantando. El pastor los sigue, agitando los brazos.

EL JINETE INGLÉS. (Volviéndose a un compatriota, que también cabalga en un asno y acaba de detenerse junto a él.)—¡Qué gente más incivilizada!
EL OTRO JINETE INGLÉS.—¡Vámonos!
EL PRIMER JINETE INGLÉS.—Aguarde un momento. Caballero (dirigiéndose al desconocido): ¿por qué retrasa usted tanto su caída?
EL SEGUNDO JINETE INGLÉS.—¡Mister William!...
EL PRIMER JINETE INGLÉS. (Al desconocido.)—¿No ve que esta gente lleva dos días esperando? Dejándose caer la complacería usted y, además, las angustias de un gentleman no seguirían sirviendo de diversión a toda esta gentuza.
EL SEGUNDO JINETE INGLÉS.—¡Mister William!...
EL TURISTA GORDO.—¡Tiene razón! ¿Habéis oído, hijos míos? ¡Qué tragedia!
UN TURISTA DE MAL CARÁCTER. (Avanzando, con gesto amenazador, hacia el primer inglés.)—¿Qué significa eso de gentuza?
EL PRIMER JINETE INGLÉS. (Sin prestarle atención y fijando los ojos en el desconocido.)—Si le falta a usted valor para dejarse caer, le dispararé un tiro y se acabó. ¿Qué le parece a usted?
EL PRIMER GUARDIA. (Aferrando la mano del expeditivo gentleman, que apunta ya el cañón de un revólver hacia el desconocido.)—¡No tiene derecho a hacer eso! ¡Queda usted detenido!
EL DESCONOCIDO.—¡Guardias! ¡Guardias!

Emoción general.

VOCES.—¿Qué le ocurre?... ¿Qué quiere?
EL DESCONOCIDO. (Con voz nada débil.)—¡Llévense a ese bárbaro que es capaz de pegarme un tiro! Y díganle al fondista que no puedo resistir más.
VOCES.—¿Qué dice?... ¿A qué fondista se refiere?... ¡El desgraciado se ha vuelto loco!
EL TURISTA GORDO.—¡Hijos míos, qué tragedia! El desventurado ha perdido el juicio. ¿Os acordáis de Hamlet?
EL DESCONOCIDO. (En tono desabrido.)—Díganle que me duelen los riñones.
MACHA. (Melancólicamente.)—Papá: ¡le tiemblan las piernas!
KATIA.—Son convulsiones, ¿verdad, papá?
EL TURISTA GORDO. (Entusiasmado.)—No sé. Me parece que sí. Pero, ¡qué tragedia!
SACHA. (Malhumorado.)—Son las convulsiones de la agonía... ¡Papá, yo no puedo más!
EL TURISTA GORDO.—¡Qué caso más extraño, hijos míos! Un hombre que de un momento a otro se va a romper la cabeza se queja de dolor de riñones.

Unos cuantos turistas, enfurecidos, aparecen empujando a un señor de chaquetilla blanca, en extremo
amedrentado, que sonríe y hace reverencias a todas las gentes y, de vez en cuando, pretende huir.

VOCES.—¡Es una broma intolerable! ¡Guardias! ¡Guardias!
OTRAS VOCES.—¿De qué broma hablan?... ¿Quién es ese hombre?... ¡Debe ser un ladrón!
EL SEÑOR DE LA CHAQUETILLA BLANCA. (Sonriendo y haciendo reverencias.)—¡Ha sido una broma, respetables señores! El público se aburría...
EL DESCONOCIDO. (Colérico.)—¡Señor fondista!
EL SEÑOR DE LA CHAQUETILLA BLANCA.—¡Enseguida,  enseguida!
EL DESCONOCIDO.—¡Yo no puedo estar aquí indefinidamente! Habíamos acordado que estaría aquí hasta las doce y ya es mucho más tarde.
EL TURISTA ALTO. (Iracundo.)—¿Oyen ustedes, señores? Este sinvergüenza de la chaquetilla blanca ha contratado a ese otro sinvergüenza y le ha amarrado a la roca.
VOCES.—¡Cómo! ¿Está atado?
EL TURISTA ALTO.—¡Claro! ¡Está atado y no puede caer! ¡Y nosotros aguardando, llenos de angustia!
EL DESCONOCIDO.—¿Pretendían ustedes que me rompiese la cabeza por veinticinco rublos?... Señor fondista: ¡no aguanto más! Por si no era suficiente el dolor de riñones que tengo, un pastor se ha empeñado en ayudarme a bien morir y un turista inglés ha tenido la generosa idea de obsequiarme con un balazo. ¡Eso no estaba incluido en el contrato!
SACHA.—¿Ves, papá? ¿No te da vergüenza tenernos todo el día de pie y sin comer para esto?
EL SEÑOR DE LA CHAQUETILLA BLANCA.—Los clientes se aburrían... Mi única intención era entretenerles un poco.
LA SEÑORA AGRESIVA.—Pero, ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué no cae?
EL TURISTA GORDO.—¡Caerá, señora! ¿No va a caer?
PETKA.—Pero, ¿es que no has oído que está atado?
SACHA.—¡Cualquiera convence a papá cuando se le mete una cosa en la cabeza!
EL TURISTA GORDO.—¡Callad!
LA SEÑORA AGRESIVA.—¡Claro que caerá! ¡Pues no faltaba más!
EL TURISTA ALTO.—¡No se puede engañar de este modo a la gente!
EL SEÑOR DE LA CHAQUETILLA BLANCA.—El público se aburría... y yo, para proporcionarle unas horas de excitación..., pensando en sus sentimientos altruistas.
EL CORRESPONSAL. (Escribiendo.)—El dueño del hotel, aprovechándose de los mejores sentimientos humanos...
EL DESCONOCIDO. (Colérico.)—Pero, ¿hasta cuándo piensa tenerme usted aquí, señor fondista?
EL SEÑOR DE LA CHAQUETILLA BLANCA.— ¡Tenga un poco de paciencia, joven! ¡No sé de qué se queja usted! Veinticinco rublos; las noches libres...
EL DESCONOCIDO.—¿Es que pretendía que durmiera yo aquí?
EL TURISTA ALTO.—¡Son ustedes unos granujas! ¡Se han aprovechado de un modo indigno de nuestro amor al prójimo! Nos han hecho sentir terror y lástima, y ahora resulta que el desventurado —¡el supuesto desventurado!—, cuya caída esperábamos todos, está atado a la roca y no puede caer...
LA SEÑORA AGRESIVA.—¡Cómo! ¡Pues no faltaba más! ¡Es necesario que caiga!

Llega, jadeando, el pastor.

EL PASTOR.—¡Es una pandilla de impostores ese Ejército de Salvación!... ¿Todavía vive ese joven? ¡Qué fuerte!
UNA voz.—¡Lo fuerte son las ligaduras!
EL PASTOR.—¿Qué ligaduras? ¿Las que le atan a la vida? ¡Oh, la muerte las rompe con suma facilidad! Por fortuna, su alma está ya purificada gracias a la confesión.
EL TURISTA GORDO.—¡Guardias, guardias! ¡Es preciso un juicio oral!
LA SEÑORA AGRESIVA. (Avanzando, amenazadora, hacia el señor de la chaquetilla blanca.)—¡No puedo permitir que se me engañe! He visto a un aviador estrellarse contra un tejado, he visto a un tigre despedazar a una mujer...
UN FOTÓGRAFO.—¡Las placas que he gastado fotografiando a ese sinvergüenza tendrá que pagármelas usted, señor!
EL TURISTA GORDO.—¡Un juicio oral! ¡Es preciso un juicio oral! ¡Qué desvergüenza!
EL SEÑOR DE LA CHAQUETILLA BLANCA. (Retrocediendo.)— Pero, ¿cómo quieren ustedes que le obligue a caer? Se negaría por completo.
EL DESCONOCIDO.—¡Claro que me negaría! Yo no me estrello por veinticinco rublos.
EL PASTOR.—¡Qué bribón! ¿Para eso he arriesgado yo mi vida confesándole? Y es que, señores, he arriesgado mi vida, exponiéndome a que cumpliera su amenaza de dejarse caer encima de mí.
MACHA. (Melancólica.)—Papá:  ¡un policía!

Enorme confusión: Unos rodean tumultuosamente al policía y otros al señor de la chaquetilla blanca. Ambos exclaman: "¡Señores, por Dios!"

EL TURISTA GORDO.—Señor policía: ¡hemos sido víctimas de un engaño, de una bribonada!
EL PASTOR.—¡El joven de la roca es un infame, un criminal!
EL POLICÍA.—¡Calma, señores, calma!... ¡Eh, amigo! (dirigiéndose al desconocido): ¿está usted dispuesto a caer o no?
EL DESCONOCIDO. (Con tono resuelto.)—¡No, señor!
VOCES.—¿Lo ve usted? ¡Es un cínico!
EL TURISTA ALTO.—Escriba usted, señor policía: "Explotando el santo amor al prójimo..., ese sentimiento sagrado que..."
EL TURISTA GORDO.—¿Oís, hijos míos? ¡Qué estilo!
EL  TURISTA ALTO.—"Ese  sentimiento  sagrado  que..."
MACHA. (Melancólicamente.)—Papá: ¡mira qué anuncio! Lleva en lo alto de un palo un cartel con la efigie de un hombre de largos cabellos a cuyo pie se lee este letrero: "Yo era calvo."
EL INDIVIDUO DEL CARTEL. (Deteniéndose y anunciando a grito pelado.)—Nací calvo y seguí siéndolo durante mucho tiempo. Me casé con la cabeza completamente monda y mi mujer...

Todos, incluso el policía, escuchan con suma atención.

EL TURISTA GORDO.—¡Qué tragedia! ¡Recién casado y calvo!
EL INDIVIDUO DEL CARTEL. (En tono enfático.)—Mi dicha conyugal, señores, llegó a estar en peligro. Todos los supuestos remedios contra la calvicie que industriales sin escrúpulos...
EL TURISTA GORDO.—¡Toma nota, Petka!
LA SEÑORA AGRESIVA.—Pero, ¿cae ese joven o no?
EL SEÑOR DE LA CHAQUETILLA BLANCA.—Otro día caerá, señora. Le prometo a usted que, cuando vuelva a contratarle, no le ataré tan fuerte.


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