14 de diciembre de 2016


Hoy es el cumpleaños de nuestro hermano Héctor.
Dondequiera que se encuentre, esperamos que esté bien y saludable (él pertenece al grupo de los saludables)
Felicidades
Que tengas un buen día...

26 de octubre de 2016

Peatones

LOS PEATONES ESTÁN LOCOS

(Del libro Vida en familia, de Giovanni Guareschi)

Era una noche maravillosa y me sentía fuerte, sereno, reposado, no llevaba equipaje, no tenía asuntos urgentes y, en lugar de esperar un tren que me llevase hacia el Norte, decidí hacer a pie los treinta kilómetros largos de carretera.
Hoy en día, viajar a pie es un lujo que sólo pueden permitirse los millonarios, y yo, aquella noche, me sentía joven e incluso riquísimo.
Salí de la estación y me puse en camino a buen paso y, en cuanto pude, abandoné la carretera nacional, rugiente de caravanas de automóviles hediondos y ruidosos, y emboqué la provincial.
No es para tomarlo a risa. Ustedes, pobrecillos condenados permanentemente a viajar en coche o en avión a la velocidad del viento o del sonido, no se imaginan en absoluto la alegría que proporciona a un hombre poder viajar empleando el único medio justo proporcionado por la Naturaleza, a la velocidad del hombre.
El caballo, que viaja siempre a la velocidad del caballo, el perro, el gato, el ternero, que viajan, respectivamente, a la velocidad del perro, del gato y del ternero, lo saben bien y de ello extraen enorme goce para su salud física y espiritual (han visto alguna vez un perro o un caballo obligados a recurrir al psicoanalista?).
Treinta kilómetros a pie por carreteras entre campos en una mágica noche de mayo: he aquí una forma maravillosa de ocupar el tiempo libre.
Pensaba que me sería dado contemplar, segundo a segundo, el milagroso espectáculo de la salida del sol y del renacer de los colores.
El ritmo turbulento y el fracaso de una vida estúpida que ha convertido al hombre en el esclavo de un número impresionante de máquinas, ha arrebatado al hombre el placer de escuchar el rumor de su paso. Esa es una música bastante mejor que la beat, con efectos fascinantes cuando se atraviesa algún silencioso grupo de casas y se despiertan ecos que anidan en los viejos muros y en los patios.
Ta... Ta... Ta.-. ¡Qué bien suenan mis suelas de buen cuero sobre el asfalto endurecido por el fresco de la noche! El ritmo esparcido por mis pasos hace aflorar alegres marchas militares de las abisales profundidades de mi memoria.
Comienzan a emerger de nuevo viejos sueños de gloria.
Pero el progreso mecánico está al acecho. Un ruido intruso llega por mi espalda y echa a perder todo el espectáculo. Me acerco a la cuneta, pero el intruso me ha descubierto. Me rebasa y, luego, chirriando, se detiene. La luz de una linterna eléctrica me deslumbra.
Es una patrulla de la Policía. Me piden los documentos y yo alargo el documento de identidad.
—¿De dónde viene? ¿A dónde se dirige?
Explico que vengo de P. y que regreso a mi pueblo.
—¡Está a más de treinta kilómetros! —objetan.
—A treinta y tres —preciso.
—¿Y cómo es que hace usted treinta y tres kilómetros a pie?
Aclaro que he llegado a la estación a destiempo.
—¡Ah! No tenía usted dinero para tomar otro tren.
Muestro estúpidamente un fajo de billetes de diez mil, y el hecho de que un hombre cargado de dinero haga. de noche, treinta y tres kilómetros a pie resulta cuando menos sospechoso.
—¿Cómo ha conseguido usted tanto dinero?
—He cobrado un giro en el Banco. Un giro como éste.
Saco un giro a mi nombre y hasta el sobre del certificado dirigido a mí.
El caso se hace cada vez más sospechoso. Me estudian con atención. Soy feúcho y voy mal vestido, pero no tengo aspecto de ladrón. Por añadidura, los ladrones no se hacen dirigir giros a su nombre, sino que exigen dinero contante.
Dada la edad respetable y los bigotes no tengo en absoluto el aspecto del tipo que, atosigado por los celos, da muerte a la mujer y, luego, vaga en la noche, atormentado por el remordimiento.
Me meten la linterna eléctrica debajo de las mismas narices, tal vez para verificar que mis bigotes son auténticos. Resultan auténticos y no puedo hacer pensar en absoluto que soy un espía internacional disfrazado, Exhibo otros documentos y el que lleva galones los estudia atentamente y, luego, me los devuelve.
—Sí, está bien —exclama—. Pero aún no nos ha dicho qué hace usted aquí, en campo abierto, a la una de la madrugada.
—Regreso a casa...
—¡Qué gracia! —replica fastidiado—. Una persona normal, provista de medios como usted, no hace treinta y tres kilómetros de carretera a pie, de noche.
—Quiero descansar un poco —explico estúpidamente.
Y soy sincero porque para un desgraciado condenado a pasarse todo su tiempo sentado a un escritorio, o a la mesa, o en un coche, o tumbado en una cama, el único reposo posible consiste en estar de pie. Pero la contestación es mal interpretada.
—No se haga el gracioso y conteste a mi pregunta: ¿cómo justifica usted su presencia aquí?
Es difícil ser creído cuando se dice la vulgarísima verdad. Me limito a abrir desoladamente los brazos, y el de los galones me habla con voz dura:
—¿Por qué nos ha hecho perder tanto tiempo? ¡Vamos! ¡Cuente ahora la historia tal como es!
En aquel momento llegó un «Pantera» y se apeó de él un oficial al que el de los galones explicó en voz baja el caso. Luego, le presentó al sujeto iluminándome la cara con la linterna.
El oficial se echó a reír y me preguntó muy divertido cómo me había dejado atrapar mientras vagaba de noche por el campo en actitud sospechosa. Nos conocíamos desde hacía años. Me dijo que debía volver a mi pueblo y se ofreció a llevarme a casa en coche.
—Gracias —contesté—, pero preferiría ir a pie, a menos que exista alguna prohibición en contra.
—Es usted libre de ir a donde guste —explicó--.. Pero no se extrañe si alguna patrulla lo para. En la Era de la motorización, cuando incluso los ladrones de pollos van a desvalijar gallineros en «Giulietta», resulta muy sospechoso que un individuo vague de noche, a pie, por el campo. Y, para colmo, solo.
Tenía razón. En la Era del rebaño, el hombre solo es considerado un anormal. Pero estaba decidido. Aun a costa de correr el riesgo de ser confundido con un hombre de bien, proseguiría a pie.
El oficial me miró preocupado, sacudiendo la cabeza y, luego, me deseó buen viaje y se alejó junto con los otros.
Era una noche milagrosa y yo andaba, lleno de entusiasmo, hacia el alba, y no estaba solo porque me había encontrado todo yo mismo. Es increíble cómo se ve claro en la propia vida caminando solo en la oscuridad de la noche.
Caminé tranquilamente durante más de una hora y, luego, llegó un coche que se detuvo ante mí.
—¿Se puede saber qué haces aquí a las dos de la madrugada?
Reconocí la voz de Margarita y contesté fastidiadísimo:
—¡Será mejor que me cuentes cómo te encuentras aquí, en lugar de estar en la cama!
—¡Ah! —replicó——. ¿De modo que tendría que estar en la cama después de que un oficial de Policía me ha advertido por teléfono que el desgraciado de mi marido vaga a pie por el campo desierto, con aire de desequilibrado? Giovannino, cuando te dé por agarrar una cogorza, ¿no podrías evitar dar un espectáculo en la vía pública?
—No he bebido y no doy ningún espectáculo. ¡Quiero, simplemente, caminar!
Se oyó la voz de Gio’:
—¡Suba! Ya reñirá después. Ahora, suba y larguémonos, que yo tengo sueño.
Respondí que se marcharan.
—¡Yo quiero andar y ver salir el sol!
—Puedes verlo desde la ventana de tu cuarto —dictaminó Margarita—. O subes o me pongo a chillar.
Estábamos en las proximidades de un grupo de casas, y tuve que subir. Una vez en casa, Margarita me dijo dulcemente que había que llamar al médico.
—¡Qué médico, ni qué médico! —se entremetió Gio’—. Lo que necesita es un psiquiatra. Telefonee al manicomio, por si acaso.

Corrí rugiendo a esconderme en mi palomar. 

15 de octubre de 2016

Chilla, el impávido.



Impertérrito,
impávido, impasible,
un circunspecto zorro Chilla
pasó, pausadamente,
junto a nosotros.
Sin dedicarnos -ni tan solo-
una mísera mirada de soslayo,
siguió su camino
con imperturbable paso,
con británica flema
y pachorra rayana en desparpajo,
mostrando
la más absoluta y total indiferencia.

Pasó el Chilla
rebosando frialdad,
sin que pareciese siquiera
habernos notado,
diríase
sin que le importase un cuesco,
ni un maldito rábano,
que allí estuviésemos,
y se alejó ignorando por completo,
olímpicamente,
a la no poco abundante
-y aún menos poco bulliciosa-
humana concurrencia.

.

29 de septiembre de 2016

Gitanillo...



Gitanillo, gitanillo.
¿Qué haces?
¿Cómo osas,
cómo te atreves, gitanillo?

Gitanillo, gitanillo,
de pelo desgreñado,
de sonrisa aviesa,
de mirada pícara,
de enorme camisa,
¿cómo puedes,
sin reparo alguno,
espantar tal parvada
de palomas?
¿Cómo es que no tienes
ni pizca de temor,
ni un ápice de vergüenza,
para esparcir a patadas
el cúmulo de migas
de las que, ávidas,
se alimentan?

Gitanillo, gitanillo,
¿Qué haces?
¿Cómo osas,
cómo te atreves, gitanillo,
a hacer lo que yo no?

.

21 de agosto de 2016

"El pajarillo"


 
Y ahí estaba yo,
a tempranas horas de la mañana,
a media ladera de un empinado cerro,
con el Pacifico extendiéndose vastamente ante mis ojos,
en comprometida posición,
en aún más comprometido, urgente
e ineludible menester, al amparo de ajenas miradas
tras un enorme quisco protector.
Si, ahí estaba y de tal guisa,
cuando en el quisco de enfrente, inmediato,
cercano a cosa de un paso,
se posó un pajarillo -un vocinglero pajarillo- a cantar.

Cantaba,
y sus trinos ahuyentaban el silencio de la mañana,
saludando al amanecer.
Cantaba incesantemente, hinchando su pecho amarillo,
envuelto en su librea verde,
cantaba como si no tuviera en la vida
otra cosa que hacer.
Estaba ahí, tan cerca,
tenía una vista tan perfecta de su estampa,
se apreciaban tan bien sus colores,
a los primeros rayos de la aurora,
que no pude menos que codiciarlo,
no pude menos que querer fotografiarlo.
No era, sin embargo, una fácil tarea.
La posición en que me hallaba era difícil,
el piso muy inclinado y la cámara estaba en un bolsillo del arremangado pantalón.
Un movimiento brusco podría espantarlo,
una caída podría causar un mal no menor.
Con mucho cuidado,
y haciendo caso omiso de las íntimas caricias
del frío aire de la mañana,
conseguí sacar la cámara y encenderla,
en tanto los trinos continuaban a todo pulmón.
Lentamente alcé el brazo, apunté y enfoqué.
Y entonces,
a mitad del canto y sin previo aviso,
en tanto yo apretaba el botón del obturador,
el pajarillo aquél
(mal rayo lo parta y un Chilla se coma a su prole), voló.
Voló, se fue,
y la cámara -siempre tan lenta ella-
no registró otra cosa que un borroso y grisáceo revoltijo de plumas.
Voló, y ahí quedé yo,
con el brazo estirado,
enormemente frustrado,
en aquella misma incómoda
-y no menos comprometedora- posición...

.

7 de agosto de 2016

Calcetín huacho...


Huacho.
Huacho estaba el calcetín,
un calcetín negro,
enrollado sobre sí mismo,
convertido en ovillo,
en la calle vacía,
junto a un par de zapatillas,
un huacho y negro calcetín.


¿Cómo llegó ahí?
¿Quién se quitaría el calzado,
en medio de la calle,
y un solo calcetín?
Y es que no estaba,
no estaba su par, su otra mitad,
no estaba,
brillaba por su ausencia,
aunque lo busqué,
arduamente,
espoleado por insensata curiosidad,
no pude encontrarlo.

Nadie había en la calle,
ni rastro siquiera
del descuidado dueño
de ese par de zapatillas
y del huacho calcetín.

No, no, ni lo pienses siquiera,
no había en aquella pared
una abierta ventana,
de la que pudieren haber caído,
o una puerta por la que
-junto a su dueño-
pudieran haber sido arrojados,
las hermanas zapatillas
y el huérfano calcetín.
Quien haya sido el propietario,
no estaba,
en toda una cuadra a la redonda no estaba,
solo una brisa,
una ligera brisa, recorría la calle,
y aparte de ella nadie,
nadie.

Solos estaban,
solitarios en la silenciosa calle,
un negro calcetín huacho,
y dos zapatillas de color gris...

.

23 de julio de 2016

La suegra (de Natalia Tolstaya)

En los años setenta gustaban los físicos. En el cine te enseñaban cómo vivían los científicos. Por las mañanas, aceleraban partículas en el laboratorio, y después del almuerzo -café y cigarrillo- escribían en la pizarra sus galimatías. Uno de ellos hablaba con aire iluminado sobre su trabajo y los demás, en batas blancas y con los brazos cruzados sobre el pecho, guardaban silencio. Luego venían las discusiones, las réplicas irónicas. Ya entrada la noche, los sabios se marchaban a casa. Caía la lluvia, pasaba un solitario tranvía, y una muchacha lo seguía con la mirada. Luego venían los créditos.
Para conocer a un físico había que ir de vacaciones a Carelia, a las rocas. Allí habían detectado unos rebaños de hombres sin casar y en su mayoría de formación científica. Aquellos seres permanecían horas enteras colgados de las paredes rocosas, dudando sobre dónde poner el pie. Junto a los escaladores colgaban mujeres jóvenes: criaturas deseosas de formar una familia; para eso habían ido allí.
Yo nunca conseguí encaramarme a una roca. Constantemente se me mojaban las zapatillas y por las noches, del frío, me dolían los dientes. Mi compañera de tienda de campaña, cuando salía a rastras afuera, me pisaba la cara. Otras se dedicaban a cantar junto a las hogueras, y luego recordaban aquellos tiempos como los años más felices de su vida. Yo,en cambio, deambulaba a solas pensando en lo incómodo de aquel lugar y sobre que además aquellos científicos de roca no me necesitaban para nada.
Cuando tienes veintisiete años, te despiertas perpleja y te duermes deprimida ante la idea: ¿por qué nadie se casa contigo?
Tuve un doctor en ciencias biológicas que durante un tiempo trabajó en una sección de recogida de envases vacíos. Pero la cosa olía a disidencia y a teléfono pinchado. Qué ganas de empezar una nueva vida con la condena de «no puede salir al extranjero».
Otra variante fue un joven intelectual impregnado de tabaco, depositario de una pequeña colección de sofismas para cada día: «el vacío genera la estructura» o «estoy harto de esta constante mitológica». A veces este culturólogo descendía a la tierra y me distraía con historias sobre el tema: cómo largarse del país sin que te pesquen.
-Después de la guerra vivimos en los países bálticos, yo aún iba a la escuela. Cuando Estonia se hizo soviética, el tío Hugo y la tía Támara empezaron a hacer acopio de grasa de ganso. Un día se untaron de grasa para no quedarse congelados, hincharon unos neumáticos y se fueron nadando a Finlandia. Cien kilómetros tan sólo, nada, un paseo. Desde el cincuenta y uno viven allí; sus nietos siguen en Finlandia...También una familia checa, padres de tres hijos, se fabricaron un globo con unos impermeables «Bolonia», llenaron el globo de gas, se llevaron unas bicicletas, comida y se largaron volando a Austria. El globo aterrizó en el lugar previsto. Los checos se subieron a sus bicicletas y se fueron a la policía a entregarse. Los pastelillos hechos en casa aún no habían tenido tiempo de enfriarse.
Estos relatos llenaban de emoción a mi esteta, hasta el extremo de que empecé a sospechar que también encontraría la manera de escapar de mí.
Pensara lo que pensara sobre quién sería mi futuro marido, nunca se me ocurrió la idea de que éste podría tener una madre y de que yo tendría, si no vivir, sí al menos hablar con ella.
El novio apareció -como ocurre siempre- donde menos lo esperaba: en mi propio edificio. Lo vi por primera vez en nuestro patio. El hombre iba sumergido en sí mismo, arrastrando la hojarasca con los pies, las manos en los bolsillos y una cartera bajo el brazo. Me pareció un ser solitario y desdichado. Pero no un caso perdido del todo. Allí había en qué trabajar. Lo incluí en el grupo de los vertebrados superiores. Características: tenía cráneo y boca articulada. Observando por las mañanas a través de la ventana descubrí que el individuo atravesaba nuestro patio en dirección a la parada del tranvía y se subía al treinta y uno. Yo también empecé a salir de casa a las ocho y media; viajábamos en el mismo tranvía. El llegaba hasta la punta de la isla Visílievski y luego desaparecía en un patio de la Academia de Ciencias.
Al medio año nos casamos.
Su madre, Vera Románovna, había sido en su juventud una copia exacta de Liubov Orlova. Cuando miraba sus fotos de hacía cuarenta años, me asombraba al comprobar que ya a los dieciocho años llevaba el mismo peinado de entonces: el pelo cortado recto y bucles en las sienes. Para conservar estas prehistóricas ondas rubias se pasaba horas arreglándolas, dándoles forma. Vera Románovna sacaba a menudo el espejo y se miraba pensativa en él: se cercioraba si no había perdido sus encantos. Era realmente muy bella, y para sus contemporáneos, todo un ideal. Yo la llamaba en secreto «Miss años treinta».
En el treinta y siete huyó de Perm para que la sombra de sus padres arrestados no cayera sobre su joven vida. Tras verter unas lágrimas, Vera borró a sus apestados viejos de su biografía, cerrando así la puerta que conducía a los infiernos. Aquel mismo año ingresó en una facultad en Leningrado.
-Me venían a ver de otras facultades -decía hojeando su álbum de fotos. En el álbum guardaba una tarjeta sin pegar, que siempre se caía cuando alguien lo abría. La foto era de un estudio fotográfico, hecha ya en la época soviética. Un joven sacerdote se sentaba junto a una mesilia y a una columna de cartón piedra, y a su lado, con la cabecita inclinada sobre un hombro, se alzaba un querubín: mi suegra.
Le pedí aquella foto a Vera Románovna y pasados muchos años se la enseñé a mi hijo escolar.
-¿Quién crees que es?
-El pope Gapón. ¿No...? Entonces será Rasputin.
La primera vez que vi a mi suegra fue en nuestra dacha. Yo había llegado a pasar unos días de descanso y me acosté temprano. Me despertó mi hermana.
-Levántate; ha llegado la madre de éste... ¿Cómo se llama? Bueno, de tu hombre.
Me eché encima una bata rota y salí descalza al porche. Ante mí apareció una rubia madura de aire joven con sombrero, velo y en un traje entallado de color rosa.
-Soy la mamá de Fedia. Lo necesito con urgencia.
-Fiódor no está. Y tampoco pensaba venir...
-Pero viene aquí con usted; él mismo me lo ha dicho.
A qué tantos nervios, pensé. Tu Fiódor, ya te lo he pervertido. Y además, sin siquiera presentarte, ni un saludo...
-¿Cómo nos ha encontrado?
-He venido en coche con Yefim Mijáilovich. Y las desgracias nunca vienen solas: nos hemos quedado atascados en un pantano. ¿No tendrán por aquí algún hombre que nos ayude con el coche?
No había ningún hombre por los alrededores. De modo que mi hermana y yo, armadas de palas y con las botas de goma puestas, nos encaminamos en silencio hacia el pantano. El viejo «Moskvich» se había caído de lado no en el pantano sino en una zanja. Yefim Mijáilovich el padrastro de Fedia, un elegante señor con boina, nos saludó con aire tenebroso.
-Fima, tenías razón. Fedia no está aquí. ¿Has tomado tu medicina? Desabróchate la corbata
-Vera, haz el favor de callar. Tú has insistido y yo he venido. Ahora sin un cable no podremos sacar el coche, y yo mañana por la mañana tengo un consejo de estudio.
Vaya par de desastres, pero parece buena gente -pensaba yo mientras recorría el bosque en dirección al poblado donde había una unidad militar. Cuando regresé en un camión con el rótulo de «Personal» ya había oscurecido. Dos amables oficiales sacaron en un instante el «Moskvich» de la zanja, pero Yefim no quería abandonar su papel de víctima: el día echado a perder, los pantalones sucios. El hombre sacó el billetero para pagar a los muchachos y los faros iluminaron el amargo rictus de su boca: más gastos absurdos.
Vera Románovna me abrazó al despedirse; al parecer, había llegado a la conclusión de que, por desgracia, yo era algo inevitable. Yo no le había gustado, de eso no había duda. Hubiera preferido de nuera a una niña tímida y simple, curiosa y obediente. Pero la intuición me decía que ya encontraríamos algo en común, todo era cuestión de tiempo.
Cuando me casé con Fedia, Vera Románovna optó por una estrategia infalible: contar a los conocidos y compañeros de trabajo lo feliz que era su hijo al haberse casado conmigo. De este modo intentaba, ingenuamente, hacerme bajar la guardia. Estimé en lo que valía su buena voluntad y me juré pagarle con la misma moneda.
Fedia guardaba hacia su madre un rencor viejo y profundo. Lo trajeron a Leningrado sólo cuando llegó al octavo curso4, hasta entonces lo habían dejado con unos parientes lejanos en un callado pueblo de más allá del Volga: gallinas entre hierba alta, cartillas para la harina, una biblioteca quemada hacía mucho y la más completa ignorancia de que en algún otro lugar existiera una vida distinta. Fedia no recordaba a su padre y no deseaba hablar del tema.
Nos instalamos, gracias a Dios, en un piso aparte, en el antiguo apartamento de Yefim Mijáilovich, donde el diablo se dejó los cuernos. Sin metro ni tiendas. Los dos éramos estudiantes de doctorado sin derecho a otro empleo. Y bien, decidí yo: me pondré a trabajar, trabajaré con todas mis fuerzas. Y tenía muchas.
Fedia, después de inspeccionar su medio entorno, se echó en un camastro. Mientras yo preparaba la tesis, daba clases particulares, intentaba hacerme amiga del carnicero y congraciarme con el director de una distribuidora de libros, él seguía tumbado en el camastro, mirando por la ventana hacia un descampado. Cuando nació el pequeño Fedia, mi marido se trasladó del camastro al sillón y se enfrascó en la lectura de un libro. Leía todo lo que le caía a las manos, hasta los periódicos que el viento arrastraba a nuestro balcón.
-Escucha esto: «Una mujer que se encontraba en la bañera se precipitó, atravesando dos pisos, al apartamento de un solterón...». Y esto otro: «Ha salido a la venta una crema para la cara llamada Stendhal». Seguramente para mujeres de edad madura, como las del Balzac. ¿Eh, a que tiene gracia?
Los domingos Vera Románovna nos invitaba a su casa y nos daba de comer. Aún sigo visitándola, aunque ya no hay comidas. Los muebles, el televisor, todo allí tenía más de treinta años, todo eternamente incómodo, aunque en su tiempo, a principios de los sesenta, tanto el secreter de madera pulimentada como la mesillarevistero de patas retorcidas se consideraban el no va más del encanto y se conseguían bajo mano. Hasta los libros eran los mismos que tenía toda la intelectualidad asueldo: Dreiser, El libro de la cocina sabrosa y sana, Los físicos bromean.
Por aquel entonces los científicos empezaron a salir al extranjero, algunos incluso acompañados de sus esposas. Los amigos se visitaban para escuchar historias sobre el extranjero y contemplaban con arrobo las insólitas adquisiciones: un posavasos redondo de cartón para la cerveza, una caja de cerillas con una vista sobre Plevna. Los invitados se morían de envidia.
A Yefim no le dejaron salir al extranjero, por razones de salud. Descubrieron que tenía los pies planos; por aquel entonces, esos detalles se miraba con lupa. Vera Románovna le compró a su marido un podómetro, y en los días de mal tiempo, en lugar de salir a pasear al parque, Yefim daba vueltas alrededor de la mesa del comedor, mientras su esposa le rayaba una zanahoria cruda.
En mi suegra la preocupación por su marido se expresaba en la forma de un frenesí entregado y constante. No le dejaba comer nada que tuviera fécula, le apagaba el televisor. Yo en su lugar hubiera reventado y le hubiera dado en la cabeza con una revista Ciencia y vida. En cambio a Yefim aquel zumbido le gustaba.
-Fima, se te ha puesto rojo el ojo izquierdo. Acuéstate en el diván y duerme un rato.
-Yefim, pasan cinco minutos de la una y aún no te has acabado la remolacha. Te han mandado que comieras puntualmente a tu hora.
-Has estornudado por la noche. No me repliques, lo he oído. Llama, por favor, al trabajo y suspende las horas de visita.
Él dormía en su despacho y ella en un cuarto pequeño impregnado de perfumes dulzones. Sobre unos estantes polvorientos se alineaban un montón de tonterías que ella por alguna razón apreciaba: un pececillo de plástico, unas zapatillas de souvenir del tamaño de una moneda, una cajita cubierta de conchas Hasta pronto en Sochi.
Mi experiencia de la vida no era grande, pero sí la suficiente como para comprender lo siguiente: Vera Románovna no quería a Yefim Mijáilovich y ahogaba su desamor en una protección extenuante. Por su bien.
Un día que pasé por casa de Vera Románovna para recoger la ropa para la lavandería, la mujer se puso a recitar la letanía de siempre: «Fedia está enamorado de usted como un chiquillo». Escuchar aquello daba náuseas, porque de mi ruptura con su hijo estaba enterado todo el mundo, sólo ella no se daba cuenta de nada.
-Vera Románovna, cuénteme sobre sus maridos. Quiero saber el qué, el cómo y, sobre todo, el porqué.
La mujer se echó a reír, pero luego se le nubló la mirada.
-El padre de Fedia era un ingeniero jefe y yo una becaria. Imagínese: el bloqueo, y yo sin nadie en Leningrado, mis padres habían muerto. Sin él estaba perdida. Y él me sacó en avión de la ciudad, me salvó. Luego nació Fedia.
-¿Y cómo es que su ingeniero jefe no se casó con usted?
-Yo no le culpo de nada: tenía mujer, hijo.
-¿Lo amaba?
-No lo sé... El me cortejaba, nos había alquilado una dacha.
-¿Y el segundo marido?
-Alekséi Alekséyevich me vio en plena calle, eso ya fue después de la guerra. Me vio y ¡al bote!, se enamoró perdidamente. Me salía a recibir, meacompañaba. Me tiraba ramos de flores a la ventana.
-¿Y usted?
-Yo, a decir verdad, lo estuve mareando. «Más tarde, ahora no, que tengo un niño pequeño». Él estaba dispuesto a todo, de rodillas lo tenía... Al final nos unimos. Era un hombre extraordinario, inteligente, generoso, pero yo no podía vivir con él. Bueno... Usted ya es mayor, me entiende. Se marchó a trabajar al Cáucaso y allí perdió la vida. No conozco los detalles.
Cuando me ponía el abrigo en el recibidor, siempre encontraba dinero en el bolsillo. «Quédeselo, quédeselo. Pero que no se entere Yefim. Que se enfadaría».
Antes de año nuevo nos llamó: «Yefim Mijáilovich está en el hospital. Los médicos dicen que no hay esperanzas». Le instalaron una cama en la sala y se pasó dos meses sin salir del hospital. Cuando todo acabó, no la reconocí.
Vi a una anciana con las sienes blancas y las mejillas hundidas. Ella me sonrió entre las lágrimas: «¿Qué, ya no parezco Liubov Orlova?».
Nuestro divorcio coincidió con el primer aniversario de la muerte de Yefim Mijáilovich. Vera Románovna ya se había hecho a la soledad y recibió la noticia con calma.
-Sabía que esto acabaría mal. Usted es una mujer inteligente, brillante; Fedia, en cambio es un tipo corriente. Pero, ¿usted no me abandonará? ¿No le prohibirá a mi nieto que me venga a ver?
-¡Vera Románovna! ¡La quiero a usted mucho! En cuanto a Fedia, ya encontrará otra esposa y tendrá una familia feliz.
-No hay familias felices -dijo con esperanza, y este sincero deseo de que no hubiera familias felices me conmovió.
Cada día al dirigirme al trabajo paso junto a la casa donde los domingos a Fedia y a mí nos daban de comer. Vera Románovna ya no sale a la calle, pero en los días de buen tiempo se sienta en el balcón con un abanico; la veo desde el trolebús. A veces la llamo y le pregunto si necesita alguna cosa.
-Gracias, querida, no me hace falta nada. Pero si usted necesita dinero, pase por casa. Me pagan puntualmente la pensión... ¡ Ah sí! Si no se le olvida, recuérdele, por favor, a quien nosotras dos sabemos, que tiene una madre.

9 de julio de 2016

Edina Altara

El 9 de julio de 1898 nació Edina Altara, ilustradora, decoradora, pintora y ceramista sarda. Inició su carrera artística como autodidacta, llamando la atención del rey Victor Manuel III, quien compró su obra "En la tierra de los intrépidos sardos", realizada a los 18 años.

Pintó calendarios de propaganda, trabajó diseñando cerámica decorada para la Fábrica de Cerámica Faentina de Minardi. Se dedicó también a la moda diseñando en su propio taller y colaborando en la ilustración de numerosas revistas y publicaciones como La Sorgente, In Penombra, Rivista Sarda, Il giornalino della Domenica, Cuor d'oro, La Donna, Giornale dei Balilla, Noi e il mondo, Lidel, Fantasie d'Italia, Scena illustrata, Per voi Signora, Bellezza, Rakam, Grazia, La Lettura, Fili Moda, Sovrana, La Fiaccola e Il Secolo XX.

Como decoradora trabajó en el amoblado de cinco transatlánticos: Conte Grande, Conte Biancamano, Andrea Doria, Oceania y Africa. También fue importante su trabajo como ilustradora de una treintena de libros para niños.












Son interesantes los muñequitos de cartulina que fabricaba y que representaban tipos y escenas sardas.


7 de julio de 2016

Michelle Jenneke

Hace 4 años, en julio de 2012, una atleta australiana de 19 años se hizo mundialmente conocida, después del Campeonato Mundial Junior de Atletismo de Barcelona, no precisamente por haber ganado una medalla de oro (sólo llegó quinta en los 100 metros vallas), sino por su calentamiento previo a la competencia, a un costado de la cancha. A su juicio un calentamiento normal, con influencia de su amor por el baile, a ojos del mundo masculino -alimentados por un oportuno camarógrafo que lo filmó- era un "baile sexy", que se hizo rápidamente viral, después de terminados los Juegos, y que lleva (a estas alturas) 27 millones de visitas.



Obviamente, tras ese calentamiento vino cierta fama, algún patrocinador y comerciales televisivos.  A raíz de ello, Michelle Jenneke se ganó muchos partidarios, pero también no pocos enemigos, que veían en ella sólo a una oportunista, en busca de un rápido ascenso a una fama mediática. Ciertamente, con medio millón de seguidores en las redes sociales -hoy en día- no se puede negar que Jenneke -la aprovechara o no- tuvo esa oportunidad. Al menos, la ha utilizado en beneficio de entidades tales como el Consejo del Cáncer de su estado (Nueva Gales del Sur, Australia), del que es Embajadora. Por otra parte, aunque no es una deportista profesional, ya que parte de su tiempo lo utiliza en estudiar Ingeniería Mecanotrónica (algo así como una mezcla entre electromecánica y robótica), no puede negarse que es una deportista apta para competir a nivel mundial, ya que calificó para las olimpiadas ganando los 100 metros vallas con 12.93 segundos, marca que en Australia sólo supera la campeona olímpica Sally Pearson, quien tiene -obviamente- una mucho mayor trayectoria que esta novel corredora.

 
¿A santo de qué el tema? Bueno, a que el próximo mes comienzan las Olimpiadas de Río, y con ellas el debut olímpico de esta atleta. Ciertamente las rivales son muy duras, pues norteamericanas y canadienses son profesionales de carrera, que tienen marcas muy cercanas al récord olímpico de la australiana Sally Pearson (12.35), y, a fin de cuentas, todas las participantes califican con un tiempo inferior a 12.90 segundos, pero ¿quién sabe?, en una competencia olímpica cualquier cosa puede pasar.

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27 de junio de 2016

Un pedazo de plancha a carbón.

 Pocos lugares me han impresionado de tal manera. En pocos lugares me sentido tan sobrecogido, tan impactado, como en los terrenos hoy despoblados y yermos, de lo que fuesen antaño aquellas minas abandonadas. No soy hombre que pueda verlas cosas como sólo algo material.
No, para mí, las cosas van más allá, bastante más allá que eso.



Por eso, no puedo yo mirar una botella quebrada, un trozo de plato,una herradura gastada, o un trozo de plancha a carbón, y pensar en ellos como tales cosas, o sólo en lo que esas piezas fueron.
No, para mí, un trozo de plancha a carbón no me hace pensar en cómo eran, en otros tiempos ya idos, tales artefactos; mucho menos me permite verlo como algo ya inservible, una pieza de basura, ni aún como un simple retazo de historia.



Ese trozo de plancha, la quebrada botella, la herradura gastada clavada a su pezuña, o la mitad de un plato de cerámica, me hacen pensar en las personas que los hicieron, que los usaron, para quienes eran -tal vez, quién sabe- la última herradura que le puso a un buey, el plato en que servía a su marido, la plancha con que trabajaba o la botella con que ahogó una pena mayor.



Cuando ves ese lugar frío, inhóspito, desolado, cuando sientes en tu cara la gélida caricia del viento, cuando encuentras en medio de esos restos un zapato viejo, curtido y retorcido por el sol, pero todavía rojo, todavía con las correas que a un tobillo de muchacha lo ciñeron, y te das cuenta que aún tiene el pié dentro, no puedes, simplemente no puedes, verlo como sólo algo de otro tiempo.

Al menos yo, no puedo.

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25 de junio de 2016

Platillos voladores

El 24 de junio de 1947, el aviador estadounidense Kenneth Arnold informó haber avistado 9 objetos voladores, brillantes, y con una forma similar a un disco o un plato. Los objetos volaban en formación escalonada y a una velocidad que él estimó en por lo menos 1.900 km/h.
Algunos periodistas tomaron las palabras de Arnold y bautizaron los objetos con el nombre de "Flying saucers" (Platos o Platillos voladores) y otros utilizaron "Discos voladores". De ahí en adelante los platillos voladores pasaron a formar parte de la cultura popular y como consecuencia los avistamientos aumentaron en forma considerable, lo que llevó a las agencias gubernamentales de los EE.UU. a investigar el tema, cuyos resultados se registraron en los proyectos SignGrudge y Blue Book.
Después de terminado el Proyecto Blue Book en los '70, los avistamientos de platillos voladores comenzaron a declinar, siendo reemplazados por otras formas, como triángulos y cilindros, mayoritariamente.

Posteriormente el nombre de platillos voladores dejó de usarse para convertirse en OVNI (Objeto Volador No Identificado), pero los platillos voladores ya habían penetrado profundamente en la cultura debido principalmente a la literatura y a los comics de ciencia ficción.

En los comics que tenían como tema la ciencia ficción barata, los platillos eran los vehículos más utilizados por los invasores extraterrestres que buscaban dominar la Tierra, para ser finalmente derrotados irremediablemente.

Los platillos voladores de
la Atlántida
En una de sus aventuras, Blake y Mortimer llegan a la Atlántida y descubren que los platillos voladores son uno de los avances tecnológicos de los atlantes, que, viviendo en un mundo sumergido, acceden a la superficie de la Tierra y sobrevuelan la atmósfera en esos artefactos. El atlante Ícaro explica a Blake y Mortimer las propiedades del oricalco:

...Para nosotros es ahora una inagotable fuente de energía. Así movemos los ingenios que nos permiten explorar los espacios interplanetarios y, sobre todo, vigilar las actividades del hombre. Esos ingenios que ustedes llaman ¡Platillos Volantes!
(Blake & Mortimer, El enigma de la Atlántida)

El más ridículo de los platillos voladores
el de El día en que la Tierra se detuvo.


El cine se hizo cargo también de los platillos voladores, los que aparecen en varias películas de esas baratas y no demasiado buenas, como El día en que la Tierra se detuvo (1951)El platillo volador (1950), Plan 9 del Espacio Exterior (1959) y La Tierra contra los Platillos Voladores (1956). También algunas series de televisión tuvieron sus "platos", como la famosa Los Invasores (1967).

La nave en que llegaban los invasores


Curiosamente en la serie Perdidos en el Espacio (1965), la familia Robinson, que es terrestre, utiliza una nave espacial en forma de disco.
Películas más modernas han utilizado también los platillos voladores, Mars Attack (1996), por ejemplo, o El Día de la Independencia (1996), en la que los atacantes utilizan una nave espacial que no es otra cosa que un platillo volador de proporciones gigantescas.

La nave de El día de la Independencia
Mars Attack









En la literatura de ciencia ficción se encuentran numerosas referencias, como por ejemplo en la novela Los amos de las marionetas, de Robert Heinlein, en la que los invasores provenientes de Titán llegan en platillos voladores que logran aterrizar en diferentes puntos del planeta con fines de conquista.

Versión italiana de
Los amos de las marionetas
Pero el platillo de Pass Christian fue visto cuando aterrizaba. El crucero sumergible de las Naciones Unidas Robert Fulton, patrullando la zona roja después de partir de su base en Mobile, se hallaba a dieciséis kilómetros río adentro, a la altura de Gulfport, con sólo sus receptores emergiendo, cuando aterrizó el platillo. La nave espacial apareció en la pantalla del crucero cuando su velocidad descendió de la que empleaba en el espacio interplanetario (alrededor de ochenta y cinco kilómetros por segundo según la estación espacial) a una velocidad susceptible de ser registrada por el radar del crucero.
(Robert Heinlein, Los amos de las marionetas)

En la novela Planeta Errante, de Fritz Leiber, también los invasores llegan en platillos voladores, extraterrestres de una raza de forma claramente felina pero muy avanzada tecnologicamente.


El ser verde y violeta se metió de un solo movimiento en el platillo detrás de Paul y la gata.
Luego, sin transición visible, el platillo estaba a centenares de metros sobre sus cabezas, no más grande que la Luna, con la portilla convertida en un gran punto pálido.
Margo se metió la pistola dentro de la chaqueta. El viento que venía de tierra se calmó. El punto parpadeó y el platillo desapareció de la vista.
Entonces todos, cogidos de la mano, se esforzaron por avanzar hacia la playa con el agua hasta las rodillas que los absorbía mar adentro.
(Fritz Leiber, Planeta Errante)

Platillo volador nazi

Es interesante también como la mitología moderna ha ideado unos platillos voladores que forman parte del arsenal secreto de la Alemania Nazi, los que volaban desde bases ocultas, posiblemente en la Antártica, después de terminada la guerra.



Como sea, los platillos voladores, aunque actualmente muy desacreditados y desplazados de los avistamientos de OVNIS (que se siguen observando), siempre están presentes en la cultura popular, para algunos como objeto de broma o para otros como religión, pero para los que leíamos insaciablemente lo que fuera de ciencia ficción, son un recuerdo imborrable.

23 de junio de 2016

La máquina de escribir


Se sabe que en 1575 un impresor llamado Francesco Rampazzetto inventó una máquina que imprimía letras en un papel. Mientras avanzaba el tiempo se vio que era necesaria una máquina que facilitara la escritura y numerosos inventores se dedicaron a la búsqueda de una solución. Así, durante el siglo XIX fueron desarrolladas diversas máquinas en la que diversos inventores pusieron su mayor empeño. Algunos con un propósito distinto, Agostino Fantoni inventó una máquina en 1802, para su hermana ciega pudiera escribir. 

Pero fue el 23 de junio de 1868 que Christopher Latham Sholes obtuvo la patente para una máquina a la que llamó typewriter, desarrollada en conjunto con Samuel Soule y Carlos Glidden.
Aunque esta máquina era solo una más entre docenas de otras similares, esta nueva máquina fue la primera en ser producida comercialmente. Además, la máquina incorporaba el teclado con la distribución que se llamaría querty, por el orden en que estaban dispuestas las primeras cinco teclas en el lado superior izquierdo.

––Es muy curioso ––comentó Holmes–– que una máquina de escribir tenga tanta individualidad como lo que se escribe a mano. A menos que sean completamente nuevas, no hay dos máquinas que escriban igual. Algunas letras se gastan más que otras, y algunas se gastan sólo por un lado. Por ejemplo, señor Windibank, como puede ver en esta nota suya, la «e» siempre queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r». Existen otras catorce características, pero éstas son las más evidentes.(Arthur Conan Doyle, Las aventuras de Sherlock Holmes


De ahí en adelante comenzaron a evolucionar incorporando más detalles, como la cinta bicolor. Luego apareció la tecla llamada shift, que permitía que una misma tecla imprimiera dos letras diferentes, disminuyendo así el número de teclas necesarias.
Levanté la pesada máquina de escribir de su escritorio y la llevé por el pasillo. Dos muchachas en paños menores estaban saliendo del camarín y, al verme, la más alta dijo a través de la puerta, 'cuiden sus bolsillos muchachas, que ha regresado,' y su amiga le dijo: 'Tiene que ser un periodista,' y riéndo bajaron por las escaleras. (Len Deighton, El archivo Ipcress)



La electrificación vino después, y entre 1914 y 1923 se desarrollaron las máquinas eléctricas, que aliviaban el esfuerzo de que debían realizar los operadores (operadoras)
Finalmente aparecieron las máquinas electrónicas, con pantalla, capacidad de almacenar textos completos y posibilidad de corrección.
De modo que ahora lo que llevaba con él eran sus dos maletas y su máquina de escribir portátil; la máquina era para escribir cartas pidiendo trabajo. Probablemente tendría que escribir muchas, pensó sombrío. Incluso en Long Beach la situación iba a ser difícil. En Hollywood habría sido imposible. (Fredric Brown, Marciano vete a casa)

Este fue el último desarrollo antes de que la máquina de escribir cediera ante la presión irresistible de los computadores con procesador de texto y conectadas a una impresora.
—No solemos dar certificados —contestó el gato, frunciendo el entrecejo—, pero bueno, siendo para usted, haremos una excepción. Nikolái Ivánovich no tuvo tiempo de reaccionar, antes de que la desnuda Guela se sentara a una máquina de escribir y el gato le dictara. —Se certifica que el portador de la presente, Nikolái Ivánovich, ha pasado la mencionada noche en el baile de Satanás, siendo solicitados sus servicios en calidad de medio de transporte... Guela, pon entre paréntesis: «cerdo». Firma: Hipopótamo. (Mijail Bulgakov, El maestro y Margarita)

Curiosamente, cuando la compañía Remington comenzó a comercializar las máquinas de escribir, asumía que no se usarían para componer un texto, sino para transcribir dictados, y que la persona que la usaría debía ser una mujer.
Ha pasado el tiempo y las nuevas tecnologías desplazaron a las máquinas de escribir, pero hay un detalle que no carece de importancia, el teclado sigue siendo QWERTY…
Otro acontecimiento extraordinario durante mi estancia en el ejército fue que logré escribir un relato. Durante el entrenamiento básico, convencí al bibliotecario para que me encerrara en la biblioteca cuando iba a almorzar y me dejara usar la máquina de escribir. Al cabo de varias sesiones, había terminado un relato de robots que envié a Campbell. Se llamaba Evidence y se publicó en el número de septiembre de 1946 a ASF. (Isaac Asimov, Memorias)




21 de junio de 2016

Sólo el 0,05%.

Felicidad. ¿Qué es la felicidad? Medio mundo la busca y la otra mitad espera que le caiga algún día del cielo. Pero, ¿qué es?  

Según el diccionario de la RAE, felicidad es un "Estado de grata satisfacción espiritual y física."

Muchos millones de personas piensan que la felicidad es tener dinero, o que tener dinero necesariamente les traerá -como obligada consecuencia- la felicidad. Y, cuando alguien pretende decirles que no es así, que ni el dinero ni el poder que éste puede comprar implican por sí mismos el alcanzar ese estado de ánimo, se niegan a creerlo y aún se molestan.

Ahora, si lo pensamos objetivamente, ¿cuántos días de nuestra vida nos hemos sentido felices, completamente felices?
¿una docena, tres, ninguno?

Bien, he aquí que un hombre rico, más allá de lo que podía esperarse en su tiempo, y poderoso, uno de los más poderosos de su era, que gobernó un país rico y próspero nada menos que durante 50 años, nos escribe, antes de morir a la tierna edad de 70, sobre la obtención de la felicidad:

"He reinado más de cincuenta años, en victoria y paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: Suman catorce. Hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno".


Interesante. Creo que siendo como ha sido mi vida, en los años que llevo, me he sentido pura y auténticamente feliz, no menos de 14 días. Y eso incluye tanto el tiempo en que tuve ciertos medios materiales, como aquellos en que tuve tanto como un simple ratón.

El autor del texto es Abd ar-Rahman ibn Muhammadnota 1 (عبد الرحمن بن محمد), más conocido como Abderramán o Abd al-Rahman III, octavo emir independiente (912-929) y primer califa omeya de Córdoba (929-961), con el sobrenombre de al-Nāṣir li-dīn Allah ( الناصر لدين الله) "aquél que hace triunfar la religión de Alá".


 El califa Abderramán vivió setenta años y reinó cincuenta. Fundó la ciudad palatina de Medina Azahara, cuya fastuosidad aún es proverbial, y condujo al emirato cordobés al esplendor califal. Bajo su mandato, Córdoba se convirtió en un verdadero faro de la civilización y la cultura, tal que la abadesa germana Hroswitha de Gandersheim le llamó «Ornamento del Mundo» y «Perla de Occidente». Y sin embargo, de los 25.550 días de su vida, fué feliz nada más 14, un mísero 0,05%.

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20 de junio de 2016

Amazonas

En equitación, « monter en amazone » significa que el jinete cabalga con ambas piernas de un mismo lado del caballo. Durante siglos esta ha sido la única manera “decente” en que una mujer podía montar a caballo. Puesto que las faldas largas dificultaban de cualquier manera el que una mujer montara, se desarrolló una silla especial que permitiera manejar el caballo, aun teniendo ambas piernas del mismo lado. Se atribuye a Catalina de Medicis el diseño que mejoró la silla.


Lord Goring. - ¡Qué fastidio! No encuentro con quién hablar en esta casa. Y estoy repleto de informaciones de interés. Me siento como si fuese la última edición de tal o cual órgano. 
James. - Sir Robert está aún en el Foreign Office, milord.
Lord Goring. - ¿Lady Chiltern no ha bajado todavía ?
James. - Su Señoría no ha salido aún de su habitación. Miss Mabel acaba de volver de un paseo a caballo.
Lord Goring. -  ¡Ah! Eso, ya es algo.
(Oscar Wilde, El marido ideal)







Debería haber comenzado por describir la comitiva. Don José Miguel no era el único de poncho, o mejor dicho, muy pocos iban sin él, aunque algunos de los jóvenes lo llevaban alrededor de la cintura en vez de cubrir con él sus hombros. Casi todos usaban monturas chilenas, con un gran número de alfombras y pieles, Las señoras montaban sillas inglesas. La generalidad de ellas vestia casacas de color, largos vestidos blancos y sombreros adornados con flores; dos llevaban pequeños sombreros de teatro con plumas y ricos vestidos de seda: solo mi criada y yo teniamos sencillas y serias amazonas.
(Maria Graham, Diario de su residencia en Chile)








Con este incidente hubo un cambio en la posición de cada jinete, y ora fuese efecto de la casualidad, ora de un movimiento intencional, Leonor se encontró de repente al lado de Rivas; y Matilde, que trataba de contener los movimientos de su caballo, oyó a su lado la voz de San Luis que la saludaba.
-Aquí estamos mal -dijo Leonor a Martín-. ¿,Le gusta a usted galopar?
-Sí, señorita -contestó Rivas.
-Sígame entonces -repuso Leonor, volviendo su caballo hacia el sur.
Alberto Blest Gana, Martín Rivas)




"Rotten Row" es una corrupción de Route du Roi, o Camino del Rey, y es ahora una escuela de equitación. Los caballos son espléndidos y los hombres, especialmente los caballerizos, saben montar, pero las mujeres lo hacen muy tiesas, y además saltan, lo cual no se ajusta a nuestras normas. Me moría por mostrarles lo que es un galope americano realmente arrollador, pues ellas no hacían más que trotar del modo más solemne y aburrido del mundo, con sus trajes ajustados y sombreros de copa, que les daban el aspecto de las mujeres de un arca de Noé de juguete.
(Louisa M. Alcott, Las mujercitas se casan)




En aquel momento llegó junto a ellos el viejo cochero, que había estado aguardando cerca con su caballo; Fanny montó en el suyo y ambos partieron atravesando el parque en otra dirección... sin que en ella disminuyera su desazón al darse vuelta y ver a los otros dos, caminando juntos por la pendiente de la colina hacia el pueblo; ni le hicieron mucho bien los comentarios de su acompañante sobre las excelentes disposiciones de miss Crawford para amazona, cosa que el hombre había estado observando casi con tanto interés como ella misma.
––¡Da gusto ver a una mujer con tanto arrojo para montar! ––decía el buen hombre––. Jamás conocí a otra que se mantuviera tan bien a caballo. Parece que no tenga ni idea del miedo. 
(Jane Austen, Mansfield Park)



Al ver el coche, los jinetes apresuraron el andar de sus caballos. Delante, al lado de Veselovsky, iba Ana, que llevaba con paso tranquilo su caballo inglés, pequeño y fuerte, de crines y cola cortas. La hermosa cabeza de Ana, con los cabellos negros, que desbordaban del alto sombrero, sus hombros rectos, el talle fino, su actitud tranquila y graciosa, formaban una bonita estampa de amazona que, a la vez que la admiraron, llenaron a Dolly de sorpresa.
En el primer momento le pareció algo inconveniente que Ana montara a caballo. Daria Alejandrovna consideraba aquello como una coquetería que no iba bien con su situación. Pero, cuando la vio de cerca, rectificó aquel juicio. Era todo tan sencillo, tranquilo y digno en la figura y la actitud de Ana que nada podía resultar más natural.
(Leon Tolstoi, Ana Karenina)


Era, pues, en la última plataforma de la torre, bajo los pliegues de los colores nacionales, desplegados a la brisa del Firth of Clyde, donde la señorita Campbell gustaba de ir a soñar durante horas enteras. Allí se había dispuesto un bonito refugio aireado como un observatorio, donde podía leer, escribir, dormir, en cualquier época del año, al abrigo del viento, del sol y de la lluvia. Era allí donde tenían que ir a buscarla la mayoría de las veces. Si no la encontraban allí, era porque su fantasía la impulsaba a perderse en las florestas del jardín, ya sola, ya acompañada de la señora Bess, a menos que estuviera recorriendo a caballo los campos de los alrededores, seguida siempre por el no menos fiel Partridge, que tenía que espolear al suyo para no quedarse rezagado de su joven ama.
(Julio Verne, El rayo verde)

18 de junio de 2016

"La mejor manera de montar de lado, es la de las mujeres de este país".


El siguiente relato es parte de un libro de viajes, escrito por un Oficial de la marina mercante norteamericana, en el que -entre muchos otros lugares recorridos alrededor del mundo- relata su experiencia en las costas del Reino de Chile, en los albores del 1800, antes de que comenzaran los hechos que llevaron a nuestra independencia. Resulta muy interesante su visión de lo que conoció de nuestro país, obviamente en los puertos y ciudades mayores, tales como Talcahuano, Concepción, Valparaíso y Coquimbo. A nuestra capital no la visitó, y -curiosamente- cuando se refiere a ella la menciona como Saint Jago. Seguramente lo que, como angloparlante, pudo entender al escuchar Santiago. De la misma manera, habla de Coquimbo como puerto y como ciudad, y sólo como un comentario deja caer que, a veces, a la ciudad le llaman Serena. Más al norte de Coquimbo, por ese entonces, no existía lugar alguno digno de mención o visita por un mercante.
De las muchas cosas que habla (parte de las cuales también traduciré en una futura ocasión), me llamó la atención ésta, por tratarse de una costumbre casi perdida en nuestro país, pero que en otros lugares del mundo tiene fuertes cultoras y defensoras: la montura de lado o "a la amazona". Aunque para muchas mujeres actualmente es una muestra de discriminación, y prefieren montar a horcajadas, para otras es una muestra de fortaleza y destreza, pues resulta evidente que hay que ser realmente buen jinete para dominar el caballo, cabalgar y saltar obstáculos montada de esa forma.



 Veamos lo que dice al respecto:

"En equitación, esta gente supera a cualquier hombre que haya visto nunca. Sea que monten en un caballo adiestrado, o en uno que no lo esté, ellos cabalgan de la mejor manera, y muestran gran habilidad en el manejo de sus monturas. Ellos, como los mamelucos(*), adiestran a sus caballos para partir con asombrosa rapidez, y detenerse sorpresivamente. Yo les he visto correr a la mayor velocidad, hasta menos de un metro ochenta de la pared de una casa, y ahí detenerse bruscamente como si el animal hubiese caído muerto en el lugar. Algunas veces los he visto detener el caballo a galope tendido, extendiendo éste las patas delanteras y deslizándose unos tres metros y medio. Frecuentemente las patas traseras se recogen debajo del cuerpo, sentándose el caballo en su grupa, en la posición en que generalmente vemos a un perro.

Las damas son también aficionadas a este ejercicio, y la mayoría de ellas cabalgan extremadamente bien. La mejor manera de montar de lado, es la de las mujeres de este país. Su manera de montar a caballo es singular, y bastante sorprendente a los ojos de un extranjero. Al principio yo no pude comprender el cómo lo hacían. Pronto, sin embargo, tuve la oportunidad de recibir una lección, en una casa donde varias damas se reunieron con el propósito de entretenerse dando un paseo a caballo. Cuando trajeron los caballos y todo lo demás estuvo listo, ellas se prepararon para montar. Como hace todo buen marino, cuando hay una dama presente, yo ofrecí mi colaboración, se aceptó el ofrecimiento y una de ellas dijo "Ayúdeme a mí primero". "Oh, si" dije, con toda la galantería que poseo. Ella se acercó al costado de un caballo, sostenido por un sirviente, y poniéndose de frente a él, puso sus brazos sobre el arcen de la montura y, quedándose en esa postura, dijo "ayúdeme". Yo me quedé parado, sorprendido, no viendo ninguna parte de ella que la decencia me permitiera tomar para levantarla, y ayudarle a subir. El sirviente, al advertir mi confusión, dejó su puesto y tomó uno de sus tobillos en cada mano, ella dió un salto, y él la ayudó a subir usando toda su fuerza, hasta que estuvo a una altura suficiente para poder sentarse. Entonces ella se giró sobre sí misma, en el aire, ayudada por el hombre, quien, cruzando sus muñecas, la dejó sobre la silla con la mayor gracia y destreza. De esta manera, la primera de las damas fue ayudada a montar un caballo. Yo aproveché la lección, y pronto estuve listo para ayudar a una dama española a montar, con tanta gracia, yo supongo, como un antiguo caballero."

Es interesante este relato que él hace, por cuanto hasta hoy sobreviven dos formas de montar a la amazona, el estilo inglés y el estilo francés. En el inglés, que requiere mayor expertiz, la mujer apoya el pie izquierdo en las manos de quien le ayuda, y así se impulsa para subir, cruzando la pierna derecha entre su izquierda y el caballo, para engancharla en la horca de la montura. El estilo francés es más simple, la mujer apoya el pie derecho en las manos del ayudante, y se impulsa hacia arriba, para luego girar la cadera izquierda y sentarse en la silla, acomodándose luego en las horcas.


 Ante estos dos estilos, no es de extrañar que al autor del libro, norteamericano, lo desconcertara una mujer que no le ofrecía ninguno de los dos pies para que la ayudara a montar, sino la espalda.


(*) Mamelucos: Legendarios guerreros esclavos de origen turco o eslavo, que por varios siglos tuvieron gran importancia en Medio Oriente, y que -en la época del escritor- fueron incluídos en el ejército francés, formando un escuadrón de caballería adscrito a la Guardia Imperial.

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