Ya el dolor me parecía insoportable, creo que se me reflejaba en la cara. Me miré en el espejo y decidí que si seguía así, me iba a arrugar de manera equívoca: con las comisuras para abajo y el "frunzo ceñido".
A falta de reumatólogo (el más cercano está en Antofagasta), visité al fisiatra ¿qué tal?. Lo primero que me dijo fue "Yo no soy reumatólogo". Luego me preguntó "por qué viene", a lo que le respondí, con la sonrisa chueca por el dolor, que me parecía que ya se me estaba acercando la fecha de vencimiento.
Con gran ternura, me hizo notar que luego de haber atendido numerosos pacientes con EA, podía asegurar que nunca había visto alguno que no tuviera un gran sentido del humor. Que todos entraban echando tallas o riéndose de sí mismos y de sus dolores, a diferencia de los pacientes de fibromialgia, artrosis y otras dolencias similares que mostraban tendencia a la depresión o "bajoneo" extremo.
Aparte, me recetó un AINE, más analgésico y más (hora fatal) un relajante muscular.
No me dio licencia, así es que al día siguiente partí a trabajar muerta de sueño, con náusea, pero sin dolor. Acostumbrada y obligada a dormir un promedio de cuatro horas diarias, me sentí Zombie los dos primeros días, el Segundo F casi se tiró por la ventana al ver que yo sólo sonreía y no los retaba, y al tercer día me agarró una jaqueca de padre y señor mío.
En conclusión, decidí hacerle honores al comentario del doc., y al siguiente día, después de una carísima ducha de diez minutos con agua muy caliente, partí a trabajar con la muñeca vendada, unos bototos viejos y suaves, un pantalón de invierno (aquí es casi verano aún), y caminando con una cojera indisimulable. Los remedios, fueron a dar al cajón del olvido.
Pensé entonces que quizá a esto se deba el mentado buen humor de los espondilíticos:
Pagas médico, compras medicinas, pero finalmente terminas autorecetándote y autoregulando tus dolores y malestares. Porque nadie sabe mejor que tú donde te aprieta el zapato...