El espíritu de Tronjolly
(Rafael Sabatini)
El encuentro de Tronjolly con el señor de Saint André tuvo lugar en el patio de la
Posada del Bouc, en la ciudad de
Estrasburgo, en el momento mismo en que ambos habían ido a subir a la
diligencia que estaba presta a partir para París. Estuvo señalado por muestras
de cortesía que inició Saint André. Su porte de hombre elegante, el encanto de
su movimiento al echarse atrás e invitar al otro con la mano a que le
precediese y tuviese la preferencia en la elección de su asiento en el
vehículo, movieron el alma burguesa de Tronjolly a hacer también gala de sus
mejores modales. No
es que Tronjolly fuese un patán. Era un joven amable y de buen carácter; de
gestos más bien desmañados, no hay que negarlo, pero con el buen humor, la
franqueza y la bondad, pintados en el rostro. Si un poco torpe en cuanto a sus
maneras y un poco lento en cuanto a esas cortesías que en el mundo elegante son
tan naturales como el aire que uno respira, era sencillamente porque el mundo
elegante no era su mundo. Era hijo de un rico comerciante de Estrasburgo, y
había sido criado en una atmósfera burguesa que sólo descuidaba aquellas cosas
que no producían efectos en la contabilidad. Para Tronjolly padre el escritorio
era el mundo; ganar dinero era vivir. Sabía muy poco de ningún otro género de
existencia, y ese poco que sabía lo despreciaba. En estas religiosas
convicciones (pues para él se trataba de una especie de religión) había educado
a su hijo mayor. Y si su hijo mayor era ahora despachado a París para que allí
se casara con una dama a la que nunca había visto, no debe suponer el lector
que hubiese en el fondo del asunto nada tan poco provechoso como una aventura
romántica. Todo este negocio había sido decidido, discutidos los términos y
cargados los gastos, por correspondencia, como cualquiera otro asunto
registrado en el libro mayor; y nuestro amable y algo tosco amiguito estaba
ahora viajando para casarse con una heredera cuya elección se había estudiado
con todo detalle.
El
hostelero se apartó de los caballos, el postillón ejecutó su tocata en el
cuerno, hizo restallar el látigo y con gritos de «¡Atención! ¡Atención!», salió
del patio y comenzó el viaje.
Tronjolly
se permitió pasear una mirada de admiración por toda la airosa figura de su
compañero de viaje, que ocupaba el asiento lateral. Y, por la pura fuerza de la
costumbre, hizo un inventario mental de las prendas que éste usaba y de su
valor. Había el sombrero adornado con encajes, la capa forrada de pieles, de
paño verde botella, en la que nuestro caballero envolvía su largo y bien
proporcionado cuerpo para protegerlo del aire fresco y vivo de aquel brillante
día de otoño, las altas botas negras de fino cuero, la joya que centelleaba
entre los níveos frunces del cuello, los costosos encajes que caían sobre sus
manos enguantadas, y la pequeña espada con su puño de plata adornado con
perlas. Tronjolly quedó profundamente impresionado por el importe del total que
arrojaban sus cálculos, en los que recordaba no haber incluido al aliñado
servidor que, sentado detrás, cuidaba del abundante equipaje del caballero.
Extraño
contraste el que formaban aquellos dos viajeros: Tronjolly, que había aprendido
el arte de hacer dinero, y Saint André, que sólo conocía el arte de gastarlo;
Tronjolly, para quien era la vida dura y ansiosa, y Saint André, que la miraba
más o menos como una broma, una aventura que disfrutar. Casi de la misma edad y
estatura, y aun con alguna semejanza en sus rasgos fisonómicos, diferían en su
estructura corporal como un galgo y un mastín. Saint André llevaba su cabello
propio cuidadosamente peinado y recogido atrás en una coleta por largas cintas
negras de moaré; Tronjolly llevaba una abultada peluca de tipo anticuado.
Al
volver la cabeza y advertir la atención con que su compañero estaba
examinándole, Saint André le dijo con voz agradablemente moderada:
—¿Vais
muy lejos, caballero?
Por
un momento, Tronjolly se quedó confuso, y, poniéndose encarnado, balbuceó que
se dirigía a París.
El
rostro del señor de Saint André se iluminó al modo de una halagüeña indicación
de que le agradaba la noticia.
—En
este caso, caballero —dijo—, vamos, a ser compañeros de viaje durante todo el
trayecto.
Oídas
aquellas palabras, Tronjolly guardó un silencio que se prolongó hasta el
momento de darse cuenta de que la cortesía le obligaba a declararse encantado.
Después de hacerlo así, preguntó tímidamente:
—¿Acaso
conocéis… acaso conocéis París, caballero?
—¿Si
lo conozco? —Y Saint André levantó su finas cejas y se echó a reír—. Como mi
propio bolsillo. Durante tres años estudié en la Sorbona, y lo que un
estudiante de la Sorbona no sabe de París, amigo mío…
Encogió
los hombros y volvió a reírse sin terminar la frase.
De
este modo comenzó una relación que debía mejorar rápidamente durante los seis
días aburridos de aquel viaje.
Hallándose
fuera de su casa por primera vez en su vida, Tronjolly estaba un poco azorado y
lleno de añoranza e incomodidad. Pronto se dio cuenta de que carecía de la
necesaria soltura para entenderse con hosteleros, camareros, postillones,
cajeros, propietarios y demás personas de quienes tiene que valerse el viajero.
Tenía
un miedo terrible de ser estafado y otro, apenas menor, de ponerse en ridículo.
Por
otra parte, en contestación a sus vehementes preguntas, Saint André le contó
cosas relativas a la vida en París que aumentaron considerablemente su natural
timidez y le llenaron de terror a la sola idea de encontrarse solo en un océano
tal de insidias y maldades. Y aun empezó a temer al señor Coupri, el padre de
la heredera que iba a tomar por esposa. Sin duda que el señor Coupri y toda la
familia le recibirían bien. Pero lo cierto era que no los conocía ni ellos le
conocían a él, y, tratándose de París, cualquiera persona desconocida empezaba
a tomar para Tronjolly proporciones formidables y aterradoras.
Ahora
bien: no está en la naturaleza de un Tronjolly soportar semejante carga cuando
la confesión a un compañero amable y rico en sabiduría mundana había de
aligerársela, a lo menos, en parte. De aquí vinieron las confidencias,
indecisas y balbuceadas al principio; francas y completas a invitación de su
experto amigo.
Tronjolly
distrajo al señor de Saint André con una información exacta sobre sus
relaciones con la familia Coupri, sobre el matrimonio que había sido dispuesto
entre él mismo y la señorita Coupri, y sobre el cuantioso dote de la dama.
—Caballero
—dijo Saint André—, si la belleza de la señorita está a la altura de este dote,
sois un hombre singularmente afortunado.
—En
cuanto a esto —observó Tronjolly encanutando los labios y alzando un hombro—,
debe uno correr sus riesgos. Me aseguran que es juiciosa, está sana y no carece
de encantos. Pero cuando el punto principal es tan extremadamente
satisfactorio, no debe uno hacerse demasiadas ilusiones en cuanto a los
detalles. Como le he dicho, un hombre debe correr sus riesgos.
—Y
vos podéis correrlos con buen ánimo —dijo el hombre de mundo, riendo—. El
matrimonio es una lotería; como alguien ha dicho, y vos tenéis la fortuna de
saber que, en lo esencial, salís premiado.
—¿No
estáis casado, por casualidad, caballero?
—¿Yo?
—contestó Saint André, siempre riendo—. Amigo mío; yo soy un hijo menor con un
patrimonio demasiado flojo para dar satisfacción a mis extraordinarios hábitos
de prodigalidad. Y soy, además, difícil de contentar… lo que es una locura en
un hombre pobre. Mi familia se había propuesto casarme con una mujer que parece
una gárgola… una gárgola con fuerte baño de oro, es verdad, con un título y
tierras, y una lista de ingresos más larga que un pleito. Pero ¿qué queréis?,
rehusé el honor fundándome en que, como no tengo los medios para construir una
catedral, no sabría qué hacer con la gárgola. Mi padre, que no aprecia el
humorismo, consideró ofensiva la contestación. La gente es así. Ahora estoy más
o menos en desgracia, y me voy a París a olvidarlo y a tomarme unas vacaciones
lejos de mi padre. En sus mejores días no es hombre encantador, pero cuando se
ofende es inaguantable.
Una
confidencia es una invitación a hacer otra confidencia. Tronjolly le habló a
Saint André de su propio padre y de su familia en general, lo que aumentó
rápidamente la intimidad entre los dos jóvenes.
Llegaron
a París a la caída de la tarde del sexto día de viaje. La diligencia se detuvo
en La Mano de Oro, en la esquina de
la Rue de la Verriére, y si Tronjolly se aturdió un poco ante el bullicio que
reinaba en el patio de aquella notable hostería, quedó mucho más impresionado y
casi asustado oyendo a Bercy (el criado
del señor de Saint André) dictar órdenes para su alojamiento, en un tono
tan arrogante que muy pronto hubo en La
Mano de Oro tanta prisa y confusión como si el recién llegado fuese un
príncipe de la sangre.
Fue
puesta a su disposición una serie de piezas finamente decoradas y amuebladas, y
en seguida cenaron en una sala azul y oro del primer piso, llena de esplendores
como nunca los había visto Tronjolly. Bajo las instrucciones del experto Bercy,
fueron servidos por un equipo, de criados exquisitos. La cena fue para
Tronjolly una serie de increíbles sensaciones, una sucesión de descubrimientos
acerca de las maravillas que podían ser obtenidas de la carne y del pescado
ordinarios; todo ello regado con un burdeos
añejo, suave, aterciopelado, que derramaba por el paladar insospechados
perfumes, con lo que Tronjolly quedó convencido de que no había probado el
verdadero vino hasta aquel momento.
Viniendo
de Estrasburgo, conocía muy bien esa pasta epicúrea que se confecciona con
higadillo de ganso enfermo. Pero eran precisos París y el cocinero de La Mano del Oro para mostrarle a qué
usos no imaginados podía aplicarse. Por una fatalidad, había un plato de
codornices deshuesadas (insondable
misterio) y bien rellenas de aquella sabrosa pasta. Tronjolly, ya glotón
por naturaleza, comió no menos de seis de esas codornices rellenas y, en
consecuencia, se puso enfermo por la noche. Después de retorcerse de dolor por
un rato en su magnífico lecho de baldaquino, gritó y tocó la campanilla en
demanda de asistencia.
Poco
más tarde fue despertado el señor de Saint André por el hostelero, acompañado
de un médico que, con gesto siniestro, le comunicó que Tronjolly se hallaba
gravemente enfermo y le preguntó si no estaba emparentado con él.
—Nada
de esto, caballero —le contestó Saint André.
—Pero
sois, por lo menos, su amigo…
—Podéis
llamarme así. Hemos sido compañeros de viaje desde Estrasburgo.
—¿Tendrá
parientes en París? —fue la pregunta siguiente.
—A
juzgar por lo que me ha contado de sí mismo, no tiene ninguno.
El
doctor, contrariado, hizo sonar la lengua.
—Su
amigo, caballero, se halla en muy grave estado. Sufre una forma de inflamación
gástrica que no suele perdonar. Si sus parientes se encontrasen cerca, yo os
aconsejaría que los llamaseis.
Saint
André, horrorizado, se sentó en la cama.
—¿Queréis
decir que su vida está en peligro?
—Haré
lo que pueda —contestó él médico, extendiendo las manos—. Pero dudo de que
llegue a la mañana.
Los
hechos iban a confirmar este pronóstico. Tronjolly se pasó la noche delirando.
En un momento de lucidez, hacia el amanecer, encontró a Saint André en bata, a
su cabecera y se dio cuenta en parte de su apurada situación.
—Estoy
muy enfermo, ¿no es verdad? —preguntó.
—Ciertamente,
estáis enfermo, amigo mío.
Tronjolly
reflexionó y dijo:
—Me
esperan mañana, el señor Coupri y la señorita. Si no me encontrase en estado de
ir allí, ¿me haríais el favor de enviarles aviso?
—Se
lo comunicaré yo mismo —prometió Saint André.
El
desgraciado muchacho murió pocas horas más tarde, y el señor de Saint André,
profundamente turbado por el suceso y movido por su natural bondad, ocupó la
mayor parte de la mañana en tomar las necesarias disposiciones para el
entierro. Hecho esto, recordó que la familia Coupri debía de estar esperando al
novio, y decidió dejar cumplida inmediatamente su sombría misión. Mandó llamar
un carruaje y salió vestido como estaba, en traje de viajero y con la capa
verde botella.
El
carruaje repiqueteó sobre el Pont-au-Change y se internó por un laberinto de
callejuelas para salir a la más espaciosa Rue du Foin. Siguió luego a lo largo
de una elevada pared que cerraba un jardín y acabó por detenerse ante el
imponente edificio al que el jardín pertenecía.
El
señor de Saint André se apeó y dio un golpe seco sobre la verde puerta con el
puño de oro de su bastón. La puerta se abrió casi instantáneamente y apareció
en ella una sirvienta de rostro agradable y sonriente y ojos casi devoradores,
que se quedó esperando a que hablase nuestro guapo caballero.
—¿Creo
que vive aquí el señor Coupri? —dijo Saint André.
—Sí,
señor —contestó la muchacha, casi sin aliento.
—¿Se
le puede ver? Acabo de llegar de Estrasburgo Y…
Pero
no fue más lejos. La mención de Estrasburgo era evidentemente todo lo que
esperaba la muchacha. Con un gorjeo de risa, se volvió y echó a correr hacia la
casa llamando
—¡Señor!
¡Señor Coupri! Ha llegado. ¡Aquí está!
—¡Pst!
¡Pst! ¡Mi buena moza! —llamó a su vez Saint André muy molesto.
Pero
excitada como lo estaba, o no le oyó o no quiso atenderle. Y entonces se abrió
una puerta de par en par y salió por ella un hombre pequeño y macizo, que tenía
una cara rosada y con expresión de buen humor, y unos ojillos que pestañeaban.
La afabilidad parecía fluir por todos sus poros.
Antes
de que Saint André pudiera pronunciar una palabra de protesta, el hombrecillo
se había echado violentamente sobre él, y después de abrazarle y besarle en
ambas mejillas, se lo llevó a viva fuerza a través del umbral, ahogándole en un
océano de verbosidad.
—Pero
vamos adentro, vamos adentro. Cuando el carruaje se ha detenido, yo he apostado
a que eras tú. Ya lo ves, era la hora y yo sabía que el hijo del viejo
Tronjolly sería tan puntual como su padre. Bienvenido a mi casa, hijo mío. Las
damas están esperando para recibirte y Genoveva se muere de impaciencia por
verte. ¿Has tenido un buen viaje? Hay una distancia enorme de Estrasburgo a
París, y siendo éste el objeto del viaje, debe de haberte parecido larguísimo.
¡La impaciencia de la juventud!
—¡Ah,
pero un momento, caballero! —exclamó Saint André, deshaciéndose de aquellos
fuertes brazos—. No he…
—Claro,
claro… el carruaje —dijo el señor Coupri—. Pero Marieta cuidará de esto.
Págalo, Marieta —le encargó a la sonriente muchacha—, y dale seis sueldos de
propina. La generosidad es la norma en un día como éste, ¿eh? No nos casamos
todos los días, ¿verdad, Jorge?
—Caballero
—dijo Saint André con gravedad—. Hay una cosa muy importante…
—¡Claro
que la hay! —exclamó Coupri, estallando de risa—. Las damas están esperando
verte. No debemos obligarlas a esperar demasiado. Esto no sería muy galante.
Abrió
por completo la puerta del saloncito, a mano derecha, y puso al elegante señor
de Saint André ante los ojos de una docena de personas que, reunidas allí,
estaban aguardando aquel momento.
Hubo
un instante de silencio contemplativo, causado por la personalidad del señor de
Saint André, su bella figura, su fina indumentaria y su aire del gran mundo,
cosas todas, que dejaron a la familia Coupri impresionada de modo muy distinto
del esperado. Luego, una dama de alguna edad, pero aun atractiva, a la que
Coupri presentó con el nombre de tía Juana, se adelantó, echó los brazos
alrededor del cuello de Saint André, le estrechó contra su seno y le besó
resonantemente. Según nuestras conjeturas, aquél fue el momento en que el
espíritu de la picardía le insinuó a Saint André que aceptase el papel que el
destino y la familia Coupri, le estaban imponiendo. Cediendo a esta secreta
insinuación, se abandonó temerariamente a la aventura, sin pensar en nada más
que la inmediata diversión que le ofrecía. Mansamente se dejó abrazar y besar
por cada uno de los burgueses presentes, y descubrió que una o dos de las
burguesas le dejaban bien recompensado por la molestia. Todos le llamaban Jorge
(un nombre que a él le parecía detestable)
y le dieron una efusiva bienvenida, con una excepción. Era ésta un joven
vestido con la casaca roja de los oficiales de la Guardia Suiza, que se daba
importancia a causa de su rango militar en aquel cuerpo tan notoriamente
plebeyo y que se mantenía enfurruñado, a cierta distancia del señor de Saint
André.
Turbada,
y con franqueza burguesa, la familia hizo sus comentarios acerca de la
elegancia de la ropa, de la figura y de las maneras de Saint André; de cómo se
lo habían imaginado y de cuán agradablemente sorprendidos estaban de lo que
veían.
Y
Saint André no sintió inquietud alguna hasta el momento en que se hizo mención
de un retrato.
—¿Sabes
—dijo Coupri—, que te encuentro muy poco parecido a tu retrato? Había esperado
verte más grueso y colorado. Y el cabello, además. En el retrato eras
enteramente rubio.
—Yo
era antes más grueso y colorado —dijo Saint André—. Y el cabello se ha
oscurecido también. Pero ya lo veis, he estado enfermo y me he quedado así de
cambiado.
—¿Enfermo?
—exclamó el coro, con gran interés, acercándose más y con los ojos
enternecidos—. ¿Enfermo?
—¡Oh!
Pero esto ya ha pasado. Aunque, por supuesto, la fatiga del viaje y… y… la natural
impaciencia que me consumía…
Este
galante balbuceo fue acogido con risas emocionadas. Y entonces se oyó la voz de
tía Juana.
—Pero
ven aquí, Genoveva; ven aquí, querida mía, a saludar a tu novio. ¿No oyes lo
que está diciendo?
De
un rincón de la estancia, al que había huido como un pájaro asustado, la tía
Juana trajo a la novia, que se resistía temblorosa. Recién salida de un
convento, envuelta en su pureza e inocencia, blanca y adorable como un capullo
de rosa, veló con sus largas pestañas el temor que había aparecido en sus ojos
azules al hallarse ante nuestro caballero. Saint André la miró un momento con
sorpresa; luego, recobrando su aplomo, se inclinó con la gracia experta del
cortesano. Genoveva saludó a su vez, y se puso al lado de su tía en busca de
abrigo y protección.
Al
reanudarse la conversación, el joven oficial de la Guardia Suiza, que había
estado observando el encuentro de los prometidos con mirada amenazadora, le
pidió a Coupri que le presentase al novio. Así lo hizo Coupri, diciendo que el
oficial era un primo de la familia y los dejó juntos.
El
oficial miró al novio de arriba abajo con expresión de frío desagrado.
—Vuestras
maneras, caballero —dijo—, son lo que podía esperarse de un tendero de
Estrasburgo.
Sorprendido
de momento, Saint André se rehizo en el acto y replicó con su sonrisa más
amable:
—Lo
mismo que las vuestras, caballero, son las que uno podría esperar de un vaquero
suizo.
Y
ahora fue el oficial quien se sorprendió. No había contado con una réplica tan
pronta y tan hábil. Se estiró, hizo chocar con ruido los talones y dijo:
—Me
llamo Stoffel. El teniente Stoffel.
—Ingrato
nombre —observó Saint André—, pero no hay duda de que lo merecéis.
Los
ojos del soldado se contrajeron. Sus delgados labios formaron una sonrisa
ominosa.
—Veo
que nos entendemos el uno al otro —dijo sin levantar la voz—. Y me complace ver
que lleváis una espada.
—La
compré barata, de segunda mano, en una tienda de Estrasburgo —dijo Saint André
en tono de excusa, advirtiendo que iba a divertirse más de lo que había
previsto—. Creo que no hace mal efecto. ¿No os parece lo mismo?
—¿Sabéis
usarla? —gruñó el suizo.
—Podríais
vos enseñarme —se aventuró a decir Saint André.
Stoffel
se acercó más y habló rápidamente:
—En
el jardín, entonces, a las cinco.
Y
se hubiera apartado de allí, pero Saint André le cogió por la manga de la
casaca roja, diciendo:
—Un
momento, teniente. ¿Sería impertinencia preguntaros la naturaleza de vuestra
riña conmigo?
El
matamoros hizo un gesto de desprecio.
—Vuestra
llegada es inoportuna. Estáis de más. Eso es todo. Era imprudente dejar
Estrasburgo.
Y
tía Juana los interrumpió trayendo de nuevo a la tímida Genoveva y seguida de
Coupri y del tío Gregorio. Sobrevino un silencio descortés y Stoffel se alejó.
—Dejemos
a estos niños para que se conozcan mejor —dijo el sonriente tío Gregorio,
frotándose unas manos regordetas.
—¡Dejarlos!
—repitió tía Juana, con acento de inconmensurable horror.
Pues
su concepto de la corrección estaba por encima del nivel del de su hermano.
—¡Bah!
—dijo Coupri, barriendo de golpe todas las objeciones—. Comemos dentro de un
cuarto de hora, Jorge. Genoveva te hará compañía hasta entonces. Venid, amigos
míos.
Y
todos se retiraron, siendo el último Stoffel, que salió llevando muy alta su
empolvada cabeza. Al quedarse sola con su futuro esposo, Genoveva se sentó de
pronto, sin atreverse a mirarle, Saint André perdió algo de su aplomo. Le
quedaba bastante decencia para empezar a arrepentirse de haber aceptado la aventura.
Hubo un silencio embarazoso, que la señorita rompió valerosamente.
—¿Habéis
tenido un buen viaje, caballero? —dijo, hablando como un autómata.
—Un…
un viaje impaciente, señorita —respondió él con igual automatismo.
Ella
se sonrojó y golpeó el suelo con el pie. Al parecer había un espíritu tras de
su actitud de simplicidad conventual.
—Creo
que esto ya lo habéis dicho antes.
—Un
hombre sincero se encuentra obligado a repetirse —dijo Saint André—. Sed
paciente con mi falta de ingenio. Perdonadla en honor de mi sinceridad.
—¡Sinceridad!
—repitió ella, con una mirada de fastidio—. ¿Vos sois sincero? ¿Es ser sincero
dar a entender que estabais impaciente por llegar para casaros con una muchacha
a la que no habíais visto nunca?
Por
primera vez en su desvergonzada vida, Saint André se encontró sin saber cómo
contestar airosamente.
—Hay…
hay algo como intuición, señorita —explicó débilmente.
—Sí,
señor. Y naturalmente, en vuestro caso había más que esto: había un
conocimiento exacto. Del importe de mi dote, quiero decir. Ésta es la
explicación de vuestra impaciencia. No había pensado en ello.
Él
comprendió que la muchacha estaba irritada y que sacaba insospechadas fuerzas
de su irritación. Vaciló por un momento; luego, el instinto le indujo a caer
sobre una rodilla a su lado e intentar cogerle la mano, para tener tiempo de
preparar un discurso verosímil. Pero la mano fue retirada bruscamente.
—Todavía
no soy vuestra esposa —le recordó ella—. La operación no está aún terminada. La
entrega de la mercancía no tiene lugar hasta esta tarde.
Sus
amorosas palabras perecieron sin haber nacido. En su lugar, hizo la protesta:
—Señorita,
sois muy cruel.
—Ni
cruel ni amable. No soy nada. Únicamente una mercancía que vuestro padre y el
mío han negociado entre ellos.
Él
se levantó con torpeza, limpiándose la rodilla. En verdad la aventura no seguía
un curso agradable.
—¿Es…
es imposible que nos amemos el uno al otro? —le preguntó.
Y
más tarde confesó que, en aquel momento, había sido casi sincero, puesto que
esta delicada niña, con su insospechado espíritu, le perturbó de un modo
extraordinario.
—¡Completamente
imposible! —dijo ella contrayendo sus rojos labios.
Saint
André suspiró, y continuó con voz en la que vibraba un sentimiento de
melancolía
—Imposible
que vos me améis a mí… esto puedo entenderlo. Pero que yo os ame a vos… ¡Oh,
señorita Coupri! ¡Os imploro un poco de compasión! Yo podría serviros todos los
días de mi vida, con gozo y felicidad crecientes en el servicio.
Al
parecer, estas tiernas palabras no dejaron de producir efecto. El fuego de sus
ojos se amortiguó, y su mirada casi volvió a ser tímida. Viéndole en pie, ante
ella, con la cabeza baja en actitud melancólica, es posible que, por primera
vez, observase que era una hermosa cabeza.
—¡Ay,
caballero, venís demasiado tarde para el amor!
—¡Demasiado
tarde! —repitió él, y comprendió en seguida—. ¡Stoffel!
Las
mejillas de ella se encendieron.
—Stoffel
—admitió—. Nos amamos el uno al otro. Os digo esto porque creo que, después de
todo, me agradáis. No sois tan rústico como lo había imaginado.
—Comprendo,
señorita —contestó, con un dejo de amargura—, que no puedo entrar en liza
contra un mercenario suizo.
—Os
prevengo, caballero, que Stoffel me ha jurado que este contrato de matrimonio
no llegará a firmarse.
Saint
André descubrió que esto le contrariaba extraordinariamente. Pero antes de
tener tiempo de estallar, había venido Coupri a llamarles al comedor.
En
la mesa, permaneció Saint André malhumorado y silencioso por algún rato. Herido
en su vanidad, profundamente comprometido y con la perspectiva de batirse en
duelo con un Rodomonte suizo que había jurado matarle, no le faltaban razones
para estar pensativo, y empezó a preguntarse cómo hubiera salido del paso, en
tan inesperadas circunstancias, ese Tronjolly cuyo lugar ocupaba, y si, en
realidad, no debía envidiar al comerciante de Estrasburgo tan tranquilo como se
hallaba ahora en su ataúd.
No
obstante, cuando el vino empezó a producir sus efectos, dejando en libertad a
su voluble naturaleza, no tardó en recobrar su animación acostumbrada. Cuanto
más hablaba y mejor brillaba su chispeante ingenio, más hosco se ponía Stoffel
y más fiera era la expresión con que éste le miraba por encima de la mesa.
Genoveva observaba y escuchaba con asombro y creciente admiración. Saint André
empezó a sentirse contento de sí mismo. Después de todo, la aventura no iba tan
mal. Pensó luego que, sin embargo, era ya hora de ponerle fin. Iba acercándose
rápidamente el momento de la firma del contrato.
Observando
que la concurrencia empezaba a aletargarse a fuerza de beber, Saint André
anunció su intención de salir al jardín por algunos momentos, para tomar el
aire. Coupri mostró mucho interés en acompañarle, pero el joven protestó de que
deseaba estar solo a fin de recogerse y prepararse para la próxima visita del
notario.
A
la mitad de su camino se dio cuenta de que alguien le seguía. Mirando por
encima del hombro, vislumbró una casaca roja y, maldiciendo a su perseguidor,
aligeró el paso en dirección a la puerta de la pared que daba acceso a la calle
y a su propia seguridad. La encontró cerrada y faltaba la llave. Reprimiendo un
juramento, dio media vuelta y se encontró frente al apresurado Stoffel.
—Creo
que olvidáis nuestra cita —dijo el suizo, con una sonrisa terrible.
—Al
contrario, la estaba recordando —contestó Saint André.
—Realmente
así debiera haberlo supuesto, sabiendo que los de vuestra clase son valientes
como conejos.
Saint
André se sintió dispuesto a enfadarse un paco.
—Y
porque sabéis esto os mostráis con ellos valiente como un león.
—¿Cómo
es eso?
—Os
lo explicaré. Vos tenéis la práctica en el uso de las armas y os aprovecháis de
esto para intimidar e imponer vuestra voluntad a un inofensivo conejo de
burgués al que suponéis apenas capaz de distinguir el puño de la punta de una
espada.
Stoffel,
tieso como un maestro de armas, se puso varias veces rojo y pálido.
—Yo
no os fuerzo a batiros, señor mío —dijo—. Podéis retiraos si así lo deseáis.
—Pero
es que ya no lo deseo —dijo Saint André, desenvainando su pequeña espada—. Me
habéis detenido deliberadamente y debéis aceptar las consecuencias. Os aseguro
que no serán agradables. ¡Estoy a vuestras órdenes, caballero!
Furioso,
el suizo se quitó la peluca y la casaca, sacó la espada y vociferando:
—¡En
guardia! —se lanzó sobre el supuesto comerciante de Estrasburgo. Tropezó con un
juego que le dejó asombrado y, por algunos momentos, no se oyó más que el
clic-clic del chocar de sus hojas de acero.
Saint
André conocía a los espadachines del género de Stoffel y no había esperado gran
cosa. Lo que encontró era menos de lo que había esperado. Y se echó a reír.
—¡A
ver, a ver, caballero! —exclamó en son de burla—. ¿Es esto todo lo que sabéis
hacer? ¿Y contra un conejo de burgués? Entonces, me veré obligado a ponerle
fin.
Hubo
un deslizamiento de acero, un golpe seco de fuerte sobre débil, un retorcimiento
repentino y el oficial suizo se quedó desarmado.
Tranquilo
y sonriente, Saint André le hizo una irónica reverencia.
—Otra
vez, mi teniente —le dijo—, aseguraos previamente acerca de los conejos o de lo
contrario alguien se vestirá de luto por vos en los Cantones.
Recogió
la espada caída, envainó la suya y, con una nueva reverencia, se volvió para
retirarse.
—¡Os
lleváis mi espada! —gritó Stoffel, de pronto, con sofocación.
Saint
André se detuvo, se volvió y le contestó con grave acento:
—Si
os la devuelvo, señor, empezaremos de nuevo; y si empezamos de nuevo, el final
podría ser diferente.
El
teniente apretó los puños y en seguida, con un juramento, se fue a recoger la
casaca y la peluca. Para un matamoros, es desconcertante encontrar un burgués
que sabe hacer esas jugarretas.
Saint
André se dirigió a la casa. Por el camino encontró a Genoveva, pálida y
desalentada. Al verle a él, palideció más aún y se quedó inmóvil.
—¿Dónde
está el señor Stoffel? —exclamó.
—Digeriendo
un berrinche —dijo el amable Saint André—. Por otros conceptos no ha sufrido
daño alguno. He traído su espada. Quizá os gustará devolvérsela como regalo de
boda, aunque, si verdaderamente le amáis, será mejor que lo penséis dos veces,
porque os aseguro que esta arma es más peligrosa para él mismo que para los
demás.
Con
un nuevo saludo la dejó con la espada de Stoffel en las manos, mirándole algo
aturdida. En el umbral de la casa encontró a Coupri, que le recibió con la
noticia de que a las seis esperaba al notario con el contrato de matrimonio
dispuesto.
Saint
André sacó el reloj y dijo:
—Me
temo que no voy a poder esperarle.
—¡Que
no vas a esperarle! —exclamó Coupri—. ¿Qué quieres decir?
—Tendréis
que excusarme, caballero —dijo balbuceando un poco y casi acongojado—, pero
tengo un compromiso importantísimo.
El
rostro de Coupri perdió toda expresión salvo la de asombro.
—¿Hoy?
—preguntó con acento de incredulidad.
—Ahora
mismo, caballero —dijo Saint André.
—Pero…
pero… —protestó Coupri, abriendo mucho los ojos—, en menos de una hora estará
aquí. Ese compromiso debe aplazarse, amigo mío.
—Por
desgracia, es un compromiso inaplazable —insistió Saint André.
—Pero,
¡por todos los diablos! No comprendo.
La
desesperación devolvió a Saint André su audacia acostumbrada e inventó
osadamente
—Sin
duda os sorprenderá lo que tengo que deciros, caballero, pero, puesto que
insistís, debéis saberlo. Llegué ayer tarde, al anochecer, y me alojé en La Mano de Oro, en la Rue de la
Verriére. Durante la cena comí tantas codornices rellenas que, luego, por la
noche, tuve retortijones. Un médico que llamaron comprobó que sufría una grave
enfermedad interna de la que fallecí esta mañana a las cinco. Mi entierro está
señalado para las seis de la tarde, y éste es, caballero, el compromiso que no
puedo eludir. Comprenderéis, sin duda, su apremiante urgencia.
Con
los ojos y la boca muy abiertos, Coupri le miró por algunos segundos y empezó
luego a reír. Pero su risa se heló ante la solemnidad del otro. Sintióse
entonces inquieto y examinó a su futuro hijo político.
—¿No
estarás?… por casualidad —y se tocó la frente de modo significativo.
—He
temido que pudierais suponer esto, caballero. Permitidme que os asegure que no
estoy loco. Estoy únicamente, muerto. ¡Adiós, caballero!
—¡Un
momento, amigo! —gritó Coupri.
Pero
Saint André no esperó. Se deslizó por delante de Coupri, evitando sus manos,
que querían detenerle, recogió en el vestíbulo el sombrero y el bastón y salió
de la casa con tal rapidez que, al llegar Coupri a la puerta, jadeante, se
había ya perdido de vista.
Aturdido
e irritado, Coupri volvió al lado de los invitados reunidos en su casa y les
gritó la increíble historia de la conducta de Tronjolly.
—Quizá…
—empezó a decir tía Juana, y se detuvo de pronto, con la alarma pintada en los
ojos.
—Quizá
¿qué? —preguntó Coupri.
—¿Y
si fuéramos a La Mano de Oro a
informarnos un poco? —propuso tío Gregorio.
Coupri
pidió a gritos el sombrero y el bastón y salió inmediatamente acompañado de su
hermano y de Stoffel, que estaba respirando venganza por todas partes.
En
La Mano de Oro el señor Coupri pidió
por el hostelero.
—¿Llegó
aquí ayer tarde un señor Tronjolly, en la diligencia de Estrasburgo?
El
rostro del hostelero tomó una expresión extremadamente grave.
—¿Un
señor Tronjolly? —contestó—. Sí, justamente. Es verdad que llegó aquí.
Y
algo en su tono y maneras les llenó de un vago presentimiento.
—Y
¿dónde está ahora? —preguntó Coupri.
—¡Ay,
señores! El desgraciado caballero se puso enfermo por la noche y aunque se hizo
cuanto era posible, sucumbió por efecto de una inflamación gástrica al cabo de
algunas horas. Le entierran en el Pare-la-Chaise esta tarde, a las seis.
—¡Dios
mío! —exclamó Coupri. Y cayó desplomado en una silla—. Era, entonces, verdad lo
que me dijo.
Tres
hombres volvieron pálidos a la agradable casa de la Rue du Foin con la horrible
historia de que un espíritu había pasado el día con ellos, historia que se
difundió rápidamente y causó no poca emoción en aquella época. Y hasta ahora,
que han sido descubiertas las memorias de ese divertido señor de Saint André,
no se ha conocido la verdad en el misterioso asunto del Espíritu de Tronjolly.
Si
el teniente de la Guardia Suiza pudo o no convencer a Genoveva de que su espada
no estaba deshonrada, ya que había luchado con un adversario sobrenatural, y
si, puesto que no había ya que hablar de boda alguna con Tronjolly, pudo, o no,
convencer a Coupri de que debía aceptarle por yerno, son cosas que, por
desgracia, están fuera de nuestro conocimiento.
1 comentario:
Ja ja ja, muy bueno. Y he de decir que no me esperaba tal desenlace.
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