Llegaron
aquella primavera a trabajar con nosotros, por unos cuantos meses. Eran
dos estudiantes en práctica, que estarían allí con nosotros. Fue toda
una sorpresa el verlas llegar: dos muchachas. Dos muchachas en un
ambiente en donde nunca había habido mujeres, y en donde aún entonces
trabajaban solo hombres. Es cierto que en otros lugares cercanos, como
el laboratorio o la administración, había mujeres, pero allí, en ese
pequeño taller donde el trabajo era duro y tedioso, nunca las hubo.
Eran las dos
muy diferentes, y si bien presumían de ser amigas, pronto se advirtió
que no era sino la camaradería propia de quienes han estudiado juntos.
Aunque casi de la misma estatura, una de ellas era de formas más
gruesas, y lucía pechos que la hacían más atractiva a sus ahora
compañeros de labor. Pero, el hecho que era más extrovertida,
conversadora, y (¿cómo no?) fumadora empedernida, llevó a que fuera más
bien considerada como un nuevo compañero, que como una mujer.
La otra, en
tanto, era muy diferente. Delgada, sin ser flaca, sus atributos
femeninos se perdían irremediablemente, bajo la basta ropa de trabajo.
De manera que más parecía una niña extraviada en ese lugar, que otra
cosa. Ayudaban a tal efecto su carácter más bien reservado, y que si
bien respondía las preguntas que le hacían, no iniciaba conversaciones
si lo podía evitar. Más linda de cara que su compañera, tenía unos ojos
oscuros que parecían esconder algo, allá en lo profundo.
Pasaron las
semanas, y ambas habían aprendido ya todas las tareas, si bien una
avanzaba menos, por el tiempo dedicado al cigarrillo y a las amenas
conversaciones, que se iniciaban cada vez que el jefe se perdía del
taller, en tanto la otra persistía en su reservada actitud.
Pero, los
hombres no somos buenos, y unos más que los otros, solemos llevar doblez
en nuestras acciones, cuando de mujeres se trata. Y así fue que,
habiendo visto que la una “tenía cancha”, y sabía de hombres lo
suficiente para mantenerlos a raya, algunos pícaros empezaron a ver qué
podían conseguir de la otra, de esa calladita que parecía una inocente
niña. Y, sutilmente, empezaron a hablar delante de ella, haciendo
referencia a salidas que hacían con los compañeros en los días de
descanso, de lo que hacían y donde iban. De pronto, ella pareció
interesarse en algo de lo que a diario decían, y preguntó cómo era eso
de “los topless” que mencionaban. Les brillaron los ojos a los
maldadosos, para explicarle -poco menos- que era un santo lugar donde
los hombres iban a pasar el rato y a beber con los compañeros, y que
así, como al acaso, había unas mujeres que bailaban en topless para
diversión de los asistentes, pero nada más que eso. Y, luego, obvio,
como buenos compañeros de trabajo, ellos se mostraron dispuestos a
llevarla -si le interesaba conocer- la próxima vez que salieran. Ella,
que seguía trabajando, mientras conversaba, mostró un tibio interés,
pero no dijo que no, de modo que, concertándose con miradas, los
compañeros la invitaron a ir el siguiente descanso. La idea de esos
lobos, obvio, era embriagar a la pobre e inocente caperucita, y ver qué
sucedía luego.
Conocí la
historia días después, al notar que había cierta frialdad en el trato
que le daban a la chica, e intrigado porque un día ella se animó a
preguntar cuándo saldrían de nuevo, y recibió puras excusas, de ésas que
uno advierte enseguida que lo son. Así es que empecé a averiguar qué
significaba todo eso, y a qué salida se refería la muchacha. Había
reserva y miradas entre ellos, que los hacían callar algo que,
evidentemente, les avergonzaba y aún les molestaba.
Pero, bueno,
cuando tienes gente a tu cargo aprendes a conocerlos, y sabes a quién y
cómo hacer hablar, así es que creé la situación llevándome a uno, más
“blandito” que los otros, para hacer un trabajo que en verdad no
necesitaba. Y ahí, entre nos y habiendo asegurado que yo sería “tumba”,
accedió a contarme lo que había pasado. Partiendo de lo que ya he
contado (la concertación previa), hasta el curso mismo de los hechos.
Dizque llegaron
aquella noche al topless en cuestión (un lugar donde no suelen ir otras
mujeres que las que allí trabajan), y escogieron, por más perturbar a
la chica, una mesa contigua a la pista de baile. Adosada, más bien
dicho, y cuya superficie quedaba casi a la misma altura que el
entarimado. Como ellos invitaban, le pusieron un trago (que esperaban
fuera el primero de unos cuantos) y conversaron animadamente, aunque
ella seguía con su política de sólo respuestas. Pasado un rato y tras un
segundo trago, salió a la pista la primera bailarina. Y la muchacha no
le sacó los ojos de encima. Para cuando salió la segunda “toplera” a
hacer su número, ella ya había aprendido que -cuando te gusta la mujer-
se le da una propina, que le pones directamente entre la piel y la
escasísima ropa. Y, para espanto de los hasta entonces alegres
compañeros, cuando la bailarina se acercó a su mesa danzando, ella se
incorporó sobre la silla, billete en mano, y se lo deslizó hábilmente,
para luego (como cualquier hombre haría) acariciarle al pasar la pierna,
mientras la miraba a los ojos. La toplera se fue sonriéndole -un
cliente es un cliente y una propina es una propina- en tanto los lobos
en la mesa no se reponían de la sorpresa, y aun pusieron cara de cordero
degollado cuando la invitada pidió otro trago, que los anteriores no
parecían haber hecho otro efecto que colorearle las mejillas y
desinhibirla no poco. Pero, es evidente, para nada como ellos querían.
El resumen de
aquella salida de amigos fue que las topleras (“dateadas” por la
primera) pasaron todas -en sus bailes- por aquella mesa, y se fueron con
propina de la entusiasmada muchacha, los amables compañeros tuvieron
que pagar la cuenta de los tragos, y de una noche amarga, y no
consiguieron nada más que la frustración de descubrir no sólo que no era
cosa fácil embriagarla, sino que además su compañerita era “lela”. O
sea, un compañero más.
Los hombres no
podemos callarnos, cuando hay de por medio la posibilidad de reírse por
las caídas de otro, de modo que no tardé mucho en preguntar, en medio
del almuerzo, por qué no salíamos un día a los topless, ya que me habían
invitado tanto y yo nunca había aceptado. Y aunque a la muchacha le
brillaron los ojos ante la posibilidad, "extrañamente" no hubo ningún
interesado...
Cuando las
chicas hubieron terminado su práctica, y se fueron, se destapó la olla,
se recordaron los detalles, se culparon unos con otros y los demás nos
reímos de ellos por mucho tiempo.
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