12 de abril de 2016

Moscú

Moscú fue fundado en 1147, el primer registro histórico data del 4 de abril de ese año. Aparece en 1175 y 1176 como un lugar de cierta importancia. En 1271 se convirtió en la capital de la Rusia Moscovita, reemplazando a Vladimir.
moscu1No hay nada más extraordinario en este país que la transición de las estaciones. Los habitantes de Moscú no tienen primavera: el invierno se desvanece, y es verano. Este no es asunto de una semana, o de un día, sino de un instante, y como sucede supera toda espectativa. Llegamos de Petersburgo a Moscú en trineos. Al día siguiente la nieve había desaparecido. El 8 de abril, a mediodía, la nieve golpeaba las ventanas de nuestro carruaje. El mismo día, al atardecer, al llegar a Moscú, tuvimos dificultades para ser arrastrados sobre el barro hasta donde el comandante. A la mañana siguiente las calles estaban secas, las ventanas dobles habían sido retiradas de las casas, los ventanales se abrieron, todos los carros andaban sobre ruedas y los balcones se llenaron de espectadores. El día siguiente trajo consigo temperaturas de veinte y tres grados centígrados, con el termómetro colocado a la sombra y al mediodía.
(Edward Daniel Clarke, Moscú en 1800)
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Feodor Alekseyev, La Plaza Roja de Moscú
El oficial abrió la ventana con ansiedad, como si el aire escaseara en sus pulmones y salió al gran balcón para respirar el aire puro de aquella hermosa noche de julio.
Ante sus ojos, bañado por la luz de la luna, se perfilaba un recinto fortificado en el cual se elevaban dos catedrales, tres palacios y un arsenal. Alrededor de este recinto se distinguían hasta tres ciudades distintas: Kiltdi Gorod, Beloï Gorod y Zemlianoï Gorod, inmensos barrios europeo, tártaro y chino, que dominaban las torres, los campanarios, los minaretes, las cúpulas de trescientas iglesias, cuyos verdes domos estaban coronados por cruces plateadas. Las aguas de un pequeño río, de curso sinuoso, reflejaban los rayos de la luna. Todo este conjunto formaba un curioso mosaico de diverso colorido que se enmarcaba en un vasto cuadro de diez leguas.
Este río era el Moskova; la ciudad era Moscú; el recinto amurallado era el Kremlin, y el oficial de la guardia de cazadores que con los brazos cruzados y el ceño fruncido oía vagamente el murmullo que salía del Palacio Nuevo de la vieja ciudad moscovita, era el Zar.
(Julio Verne, Miguel Strogoff)
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P. P. Vereshchagin, Vista del Kremlin
El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, hacía un tiempo parecido. Una luz fantástica lo inundaba todo. Moscú se extendía ante el monte Poklonnaia con su río, sus jardines, sus iglesias, y parecía poseer una vida propia con sus cúpulas que centelleaban como astros bajo los rayos del sol.
A la vista de este esplendor desconocido, de aquella arquitectura singular, Napoleón sintió esa curiosidad un poco envidiosa e inquieta que experimentan las gentes al contemplar formas de vida que desconocen.
Todos los rusos, cuando miran la ciudad de Moscú, ven en ella una madre; los extranjeros que la observan no perciben su condición de madre, pero sí su carácter de mujer. Y Napoleón advirtió todo esto.
«Ciudad asiática, de innumerables iglesias, Moscú la Santa... He ahí, por fin, la famosa población. Ya era hora», dijo. Y bajando del caballo ordenó que se desplegase ante él el plano de la ciudad y llamó al traductor Lelorme d'Ideville. «Una ciudad ocupada por el enemigo se parece a la doncella que ha perdido el honor», pensaba, lo mismo que había pensado en Tutchkov y en Smolensk. Y en esta disposición de espíritu examinaba a la bella oriental, a aquella desconocida extendida a sus pies. A él mismo le parecía raro ver satisfechos unos deseos que le habían parecido irrealizables. A la clara luz matinal miraba ora a Moscú, ora al plano, observando sus detalles, y la seguridad de su posesión le conmovía y le asustaba a la vez.
(Leo Tolstoi, La guerra y la paz)
Pashkov House in Mokhovaya street
La Casa Pashkov, una de las casas más hermosas de Moscú
Se ponía el sol. En la terraza de piedra de uno de los edificios más bonitos de Moscú, construido hace unos ciento cincuenta años, en lo alto, dominando toda la ciudad, estaban Voland y Asaselo. No se veían desde la calle, porque permanecían ocultos a las miradas innecesarias por unos jarrones de yeso con flores, también de yeso. Pero ellos veían la ciudad casi hasta sus límites.
Voland se sentaba en un taburete plegable, iba vestido con su hábito negro. Su espada, ancha y larga, estaba clavada verticalmente entre dos losas de la terraza, haciendo de reloj de sol. La sombra de la espada se alargaba lenta pero firme, acercándose a los zapatos negros de Satanás. Con su barbilla azulada apoyada en el puño, encorvado en el taburete, sentado sobre su pierna, Voland miraba, sin desviar la vista del enorme conjunto de palacios, edificios gigantescos y pequeñas casuchas destinadas al derribo.
Asaselo había abandonado su atuendo moderno: chaqueta, sombrero hongo, zapatos de charol y, como Voland, vestía de negro; estaba inmóvil junto a su señor y al igual que él, no apartaba la vista de la ciudad.
Voland habló: —Qué ciudad más interesante, ¿verdad?
Asaselo se movió y contestó con respeto: —Messere, me gusta más Roma.
—Bueno, eso es cuestión de gustos —dijo Voland.
(Mijail Bulgakov, El maestro y Margarita)
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Alexander Benois, El Teatro Bolshoi
Cuando llegamos a Moscú dije al jefe del grupo que no pensaba hacer de turista. Prefería deambular por la ciudad ya que en pocos días subiríamos al transiberiano y no podríamos caminar. Además, las vistas de Moscú estaban limitadas: el Museo del Kremlin estaba cerrado, muchas iglesias estaban clausuradas porque habían emprendido trabajos de restauración y mis compañeros de viaje sólo se exponían a un largo paseo en autocar por la ciudad. Fui al hotel Intourist y compré entradas para ver El cascanueces en el Bolshoi y un ballet moderno en el Teatro Stanislavski. 
(Paul Theroux, En el gallo de hierro)
nikolaievsky
La Estación Nikolaievsky
El cochero condujo a Fandorin, cruzando todo Moscú, desde la estación Nikolaievsky hasta el barrio de Jamovniki. Era un día claro y alegre, y en los oídos de Erast Petrovich seguía resonando el grito de despedida de Lizanka:
—¡Así que hoy vendrá a visitarnos sin falta! ¿Lo promete?
(Boris Akunin, El ángel caído)

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