El diagnóstico
Marco A. Almazán
El doctor Gorozpe de la Polaina, un hombre joven, bien parecido, excelentemente forrado desde el punto de vista económico por ambas ramas de su aristocrática familia, recién egresado de la Facultad de Medicina con notas sobresalientes y mención honorífica, entró en la sala número trece y miró rápida y someramente al enfermo. Su tez amarillenta le hizo diagnosticar sin más trámite:
—Hepatitis.
—Doctor —se atrevió a interrumpir la enfermera que lo seguía—, sólo que...
El doctor Gorozpe de la Polaina enarcó las cejas, puso las manos atrás y giró lentamente sobre sus talones.
—Señorita Mondínguez —carraspeó —. ¿Tiene usted la bondad de decirme quién es el médico aquí?
—Usted, doctor —repuso la enfermera sonrojándose ligeramente.
—Y si el médico dice que un paciente tiene hepatitis, ¿puede una simple enfermera corregir o enmendarle su diagnóstico?
—Naturalmente que no, doctor; pero es que...
—Señorita Mondínguez —Continuó el joven facultativo ahuecando la voz y balanceándose alternativamente sobre las puntas de los pies y los talones, siempre con las manos cruzadas a la espalda—: Yo digo las cosas solamente una vez. Y si pretende usted continuar adscrita a mí en este sanatorio, conviene que sepa que no tolero intromisiones, injerencias y menos contradicciones. Sí yo diagnostico que un enfermo tiene hepatitis, significa que el enfermo contrajo hepatitis, que está en cama a causa de su hepatitis y que lo más probable es que muera de hepatitis. A menos, como es natural, que yo le cure su hepatitis. ¿Entendido?
—Entendido, doctor —agachó la cabeza la enfermera, encendiéndose un cromogramo más.
—Muy bien. Entonces haga favor de aplicarle una inyección de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato cada tres horas y téngame informado de la evolución del enfermo. Que le hagan una electrósmosis del perigeo y dos análisis Wolfgang del hipocondrio derecho.
—Muy bien, doctor; nada más que... —interrumpió nuevamente la enfermera.
El joven médico la fulminó con una mirada a través de sus finos cristales de color lila. La muchacha volvió a inclinar la cabeza.
—Después de la segunda inyección —añadió el galeno—, espero que ese color amarillento ceda a uno rosadito claro. Avíseme sobre el particular.
—Le avisaré, doctor, nada más que...
El doctor Gorozpe de la Polaina dio una tremenda patada sobre el inmaculado piso de mármol.
— ¡Una interferencia más y me veré obligado a solicitar su despido sin derecho a compensación ni aguinaldo! Si persiste en objetar mis indicaciones, haré que la den de baja del cuerpo de enfermeras y que le retiren el distintivo de Florencia Nightingale.
La pobre chica palideció y se retorció las manos.
—De continuar el tinte amarillento de la epidermis, duplíquele la dosis de sulfabencina —concluyó el joven médico en tono que no admitía réplica.
—Muy bien, doctor —suspiró la enfermera.
El facultativo continuó su recorrido por las salas del sanatorio que tenía asignadas y después se marchó a su club a tomar el aperitivo. Almorzó en casa de los banqueros De la Lana y Escalón, y por la tarde jugó al golf. Al anochecer regresó al sanatorio.
— ¿A1guna novedad? —preguntó a la enfermera.
—Sí, doctor. El japonés de la sala trece falleció a las diecisiete treinta a consecuencia de su afección cardiaca.
El joven doctor Gorozpe de la Polaina se quedó con la boca abierta.
—Según parece —agregó muy seria la enfermera—, no resistió la doble dosis de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato ni la electrósmosis del perigeo.