La historia de unos gatos que asaltaron una fuente con galletas, que alguien me contó recientemente, despertó en mí el recuerdo de un gato -que ya había olvidado- que hizo de las suyas con mi comida, alguna vez.
Vivía junto a un compañero, al lado mismo de un taller en el que trabajábamos. Y en el taller teníamos la cocina y todo lo que era menester, saliendo de él solo para irnos a dormir. No teníamos refrigerador, que hace 35 años atrás no eran tan fáciles de conseguir, de modo que cuando nos quedaba comida para el día siguiente, la dejábamos en la olla y ya. Muchas veces era carne o pollo lo que allí quedaba, de modo que al siguiente día sólo cocinábamos algo para acompañar.
Una mañana, al llegar junto a la cocina, nos encontramos con que la olla estaba destapada, y nuestro pollo asado había desaparecido. No entendíamos cómo pudo suceder. Un gato, dijo mi compañero (bastante mayor que yo), éste ha sido un gato. Pero ni encontramos gato alguno ni lugar por donde pudiera haber entrado. Y bueno, no nos ocupamos más del asunto.
La siguiente vez que dejamos algo (días después), fue un buen trozo de carne, y mi compañero -pensando en lo ocurrido- guardó la olla dentro de un mueble, de manera que el supuesto gato no pudiera llegar a ella. Y nos fuimos. Mala idea. Cuando llegamos a la mañana siguiente, la carne estaba en el suelo del taller, medio comida y sucia, de haber sido arrastrada por el piso. El ladino animal había abierto el mueble, volcado la olla y tomado la carne, como si fuese lo más normal del mundo.
Rebuscamos por el taller, hasta que encontramos que, junto a una de las ventanas que, en lo alto de la pared, nos proporcionaban la luz, había una tabla suelta que le permitía al gato entrar y salir sin que nos hubiéramos dado cuenta. Yo iba ya a clavarla cuando mi compañero me tomó del brazo y me dijo que no. Quería que el gato volviera a entrar, porque pensaba vengarse. Se había tomado el hurto como una ofensa, y el desquite era ahora una cosa personal.
Cocinamos guiso de pollo un par de días después, para el almuerzo, y en la olla pusimos lo que debía ser para el día siguiente, como de costumbre. Le pregunté entonces cómo iba a hacer para evitar que el gato se lo comiera, y él sólo me respondió “ya vas a ver”. Cortó de una vieja cámara de neumático (en ese tiempo todos los neumáticos llevaban una cámara inflable dentro) una larga tira de goma, elástica y fuerte. Y con ella amarró la tapa de la olla, para luego darle 6 o siete vueltas alrededor, como si quisiera hacer un ovillo.
Y dejó la olla sobre la cocina, a la vista. Estaba muy seguro de sí mismo, de modo que yo confié en que sabía lo que hacía.
A la mañana siguiente, cuando entramos lo primero que vimos, desde la puerta, fue que no había nada sobre la cocina. Y que, en el piso, agarrado con sus cuatro patas a la olla y mordiendo los elásticos todavía, estaba el gato, furioso y desaliñado. No había podido abrirla, pero no se había rendido, y sabe dios cuántas horas llevaría luchando con las amarras, acuciado por el olor del pollo y por el jugo que escurría por la tapa cada vez que la volteaba. Y bueno ¿quién sabe?, tal vez hasta por una cuestión de orgullo personal.
En fin que aun en su furia pudo darse cuenta que nos acercábamos corriendo y soltó su presa, para correr a la desesperada en busca de la salida, pero le cortamos el paso, de modo que saltó y corrió por todo el taller con nosotros detrás, hasta que con la agilidad propia de los gatos nos evadió y consiguió salir por donde había entrado. El piso estaba todo resbaloso, con el aceite del pollo guisado, y sembrado de las cosas que había botado en su lucha contra la olla, y posterior huida. Limpiamos todo, riéndonos del gato, de su derrota y de su desalado escape.
Mi compañero no quiso que cerrara el agujero en la pared: quería comprobar si el gato tendría el coraje de volver a nuestro taller. No lo tuvo. Nunca más volvió, y nuestra comida permanecía intacta en la olla. Amarrada, claro, que nunca nos volvimos a confiar.
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