Y antes aún —dijo Finn, en medio de otro de sus monólogos detrás del bar— hubo un suceso terrible, mejor recordado que presenciado.
—¿Y qué fue? —preguntó mi director.—Fue en tiempos de la rebelión de Pascua —dijo Finn—. Las casonas ardieron hasta sus cimientos. ¿No ha visto los restos?—Sí —respondió John.—Lo hicieron los patriotas, convertidos en una turba —dijo Finn—. Mi padre entre ellos.—Y también el mío —dijo Doone.—Y el mío, y el mío —dijeron todos.—Una época triste.—
—No todo fue triste, gracias a Dios. Porque de vez en cuando Dios suelta una carcajada. Y tuvo que ver con mi padre y con el padre de nuestro Lord Kilgotten. ¿Les cuento el comienzo, el medio, y el finís?
—Bien —dijo Finn— en la mitad de los Problemas, durante las nieves frías de fines del invierno que sorprendieron la Pascua, mi padre, y todos los padres de estos tontos muchachos que ven aquí sosteniendo el bar, tuvieron una idea que prendió, podría decirse que fue la ignición de un plan...
—¿Cuál fue el plan, Finn, cuál fue el plan? ——¿Cuál fue el plan, Finn, cuál fue el plan? —preguntaron todos, aunque habían oído el cuento antes.
—El plan fue éste... —susurró Finn, acodándose sobre el mostrador para contar su secreto de invierno.
Los hombres se escondieron junto a la caseta del cuidador durante una media hora, pasándose una botella del mejor whisky hasta que el cuidador se fue a la cama. Entonces, a las seis de la noche, furtivamente avanzaron por el sendero hasta llegar cerca de la casa con sus ventanas iluminadas.
—Éste es el lugar —dijo Riordan.
—¿Qué diablos quieres decir con que éste es el lugar? —preguntó Casey—. Lo hemos visto toda la vida —agregó en voz baja.
—Seguro —dijo Kelly—, pero ahora, con todos los problemas, de repente parece diferente. Es como un juguete en medio de la nieve.
Y eso les pareció a los catorce, una gran casa de juguete acariciada por las suaves plumas níveas que caían en esa noche del comienzo de la primavera. —¿Trajiste los fósforos? —preguntó Kelly.
—¿Si traje los... qué te crees que soy?
—Pues no hice más que preguntarte.
Casey se buscó en los bolsillos. Cuando se los dio vuelta a todos, agregó:
—No.
—Ah, qué diablos —dijo Nolan—. Tendrán fósforos adentro. Tomaremos prestados unos cuantos. Vamos.
Mientras caminaban por el sendero, Timulty tropezó y se cayó.
—Por amor de Dios, Timulty —dijo Nolan—, ¿dónde está tu espíritu de romance? En medio de una gran rebelión de Pascua queremos que todo salga bien. Dentro de unos años queremos entrar en un pub y hablar sobre la Terrible Conflagración en la Mansión, ¿no? Si recordamos la imagen de tu culo en la nieve arruinamos el cuadro de la Rebelión.
Timulty, poniéndose de pie, visualizó la imagen y asintió. —Tendré más cuidado.
—¡Ey! ¡Ya llegamos! —exclamó Riordan.
—¡Por Dios! ¡Deja de decir cosas como éste es el lugar y ya llegamos! —gritó Casey—. Ya vemos la maldita casa. ¿Qué hacemos ahora?
—¿Destruirla? —sugirió Murphy con cautela.
—¡Bah!, eres espantosamente torpe —dijo Casey—. Claro que la destruiremos, pero primero... los planes y los planos.
—Parecía tan sencillo en la taberna de Hickey —dijo Murphy—. íbamos a hacer volar la casa. Cuando pienso en mi mujer, siento la necesidad de hacer volar algo.
—A mí me parece —dijo Timulty, tomando un trago de la botella— que debemos llamar a la puerta y pedir permiso.
—¡Permiso! —dijo Murphy—. No me gustaría verte dirigiendo el Infierno. Nunca se freiría a ninguna alma perdida. Nosotros...
De repente se abrió la puerta de calle de par en par, interrumpiéndolo.
Un hombre escudriñó la oscuridad.
—¿Por qué no hacen el favor de bajar la voz? —dijo alguien con tono suave y razonable—. La señora está durmiendo, pues debemos viajar a Dublín esta noche, y…
Los hombres, iluminados por la fuerte luz interior, parpadearon y retrocedieron, quitándose la gorra.
—¿Es usted, Lord Kilgotten?
—Así es —dijo el hombre ante la puerta.
—Bajaremos la voz —dijo Timulty, sonriendo, todo amabilidad.
—Perdón, su señoría —dijo Casey.
—Muy amable de su parte —dijo su señoría. Y cerró la puerta con suavidad.
Todos los hombres contuvieron el aliento.
—Perdón, su señoría. Bajaremos la voz, su señoría. - Casey se pegó en la cabeza. —¿Qué estábamos diciendo? ¿Por qué alguien no aprovechó para mantener la puerta abierta mientras él estaba allí?
—Nos quedamos helados por la sorpresa —dijo alguien—. ¿Por qué nos reprendió? No estábamos haciendo nada, ¿no?
—Hablábamos en voz alta, es cierto —reconoció Timulty.
—Qué es hablar, diablos —dijo Casey—. El maldito lord se nos escapó de las garras.
—Shh, no tan alto —dijo Timulty.
Casey bajó la voz. —Entremos con disimulo y...
—Eso me parece innecesario —dijo Nolan—. Él ya sabe que estamos aquí.
—Entremos con disimulo —repitió Casey—, y derribémosla.
La puerta volvió a abrirse.
El lord, una sombra, escudriñó la oscuridad. Con su suave voz paciente de anciano, preguntó:
—Digo yo, ¿qué están haciendo aquí ustedes...?
—Bien, se trata de lo siguiente, su señoría —empezó a decir Casey, y se detuvo.
—Hemos venido —espetó Murphy—... hemos venido... a incendiar la casa.
Su señoría permaneció un momento mirándolos, observando la nieve, con la mano en el picaporte. Cerró los ojos por un instante, pensó, dominó un tic en los dos párpados después de una breve batalla, y luego dijo:
—Hmm. Bien, en ese caso, será mejor que entren.
Los hombres dijeron que estaba muy bien, y se dispusieron a entrar cuando Casey gritó:
—¡Esperen! Y luego, dirigiéndose al anciano, agregó:
—Entraremos cuando se nos antoje.
—Muy bien —dijo el anciano—. Dejaré la puerta entreabierta, y cuando lo hayan dispuesto, entren. Estaré en la biblioteca.
Dejando la puerta entreabierta un centímetro, el anciano se empezaba a retirar cuando Timulty exclamó:
—¿Cuando lo hayamos dispuesto? Por Dios, ¿cuándo estaremos más dispuestos? ¡Fuera del camino, Casey!
Y todos subieron por el porche.
Al oír esto, su señoría se volvió y los miró con su rostro apacible y no poco amigable, el rostro de un viejo podenco que ha visto matar muchos zorros y muchos que se han escapado, que ha corrido bien y ahora, en sus años postreros, ha aminorado el paso y camina con lenta majestuosidad.
—Límpiense los pies, por favor, caballeros.
—Los tenemos limpios. —Pues todos se quitaron la nieve y el barro cuidadosamente de las botas.
—Por aquí —dijo su señoría, indicando el camino. Sus claros ojos pálidos estaban rodeados de arrugas y bolsas por tantos años de beber coñac; tenía las mejillas sonrosadas como licor de cerezas. —Les serviré a todos una copa, y discutiremos esto de... ¿cómo dijeron? Esto de incendiar la casa.
—Usted es la personificación de la dulce razón —reconoció Timulty, siguiendo a Lord Kilgotten, que los conducía a la biblioteca. Una vez allí, sirvió whisky a todos.
—Caballeros. —Dejó hundir sus huesos en un sillón con respaldo alado. —Bebamos.
—Nos rehusamos —dijo Casey.
—¿Nos rehusamos? —preguntaron todos los demás, con la voz entrecortada y a punto de llevarse la copa a la mano.
—Lo que estamos haciendo es una empresa sobria, y debemos estar sobrios para llevarla a cabo —dijo Casey, rehuyendo la mirada de los otros.
—¿A quién escuchamos? —preguntó Riordan—. ¿A su señoría o a Casey?
Como respuesta todos los hombres vaciaron la copa de un trago y empezaron a toser o a carraspear. El coraje se reveló de inmediato como un rubor en el rostro, que volvieron hacia Casey, para que él viera la diferencia. Casey también bebió, para ponerse a tono.
Mientras tanto, el anciano bebía a traguitos su whisky. Algo de su manera calma y natural les restó ánimo. Hasta que Casey dijo:
—Su señoría, ¿ha oído hablar acerca de los Problemas? Quiero decir, no sólo la guerra del Káiser del otro lado del océano, sino nuestros propios Problemas y la Rebelión que ha llegado hasta acá, a nuestro pueblo, a nuestra taberna, y ahora a su casa.
—Una cantidad alarmante de evidencia me convence de que ésta es una época desgraciada —dijo su señoría—. Supongo que las cosas son inevitables. A lodos ustedes los conozco. Han trabajado para mí. Creo que en ciertas ocasiones les he pagado muy bien.
—No hay duda de eso, su señoría. —Casey dio un paso al frente. —Sólo que el antiguo orden cambia, y hemos oído que las grandes casonas cerca de Tara y las mansiones más allá de Killashandra han sido incendiadas para celebrar la libertad y...
—¿La libertad de quién? —preguntó con afabilidad el anciano—. ¿La mía? ¿De la carga de cuidar esta casa, en la que mi mujer y yo traqueteamos como dados dentro de un cubilete, o...? Bien, sigamos. ¿Cuándo querrían incendiar la casa?
—Si no es demasiado inconveniente, señor —dijo Timulty—, ahora.
El anciano pareció hundirse más en el sillón.
—Ay, ay —dijo.
—Por supuesto —dijo Nolan rápidamente—, que si no es conveniente, podemos volver más tarde...
—¡Más tarde! ¿Qué clase de conversación es ésta? —preguntó Casey.
—Lo siento mucho —dijo el anciano—. Permítanme explicarles. Lady Kilgotten duerme en este momento, y unas amistades vendrán a buscarnos para llevarnos a Dublín para el estreno de una obra de Synge...
—Un magnífico escritor —dijo Riordan.
—Vi una de sus obras el año pasado —dijo Nolan— y...
—¡Terminen con eso! —ordenó Casey.
Los hombres se hicieron atrás. Su señoría prosiguió, con su frágil voz de libélula:
—Tenemos planeada una comida para diez personas aquí, a la medianoche. ¿No sería posible... que nos dieran hasta mañana por la noche, para prepararnos?
—No —dijo Casey.
—Esperemos —dijeron todos.
—El incendio es una cosa —dijo Timulty—, y el teatro es otra. Es un crimen no ver la obra, y ya que la comida está preparada, mejor será comerla. Y vienen invitados. Sería complicado notificarles de antemano.
—Exactamente lo que yo estaba pensando —dijo su señoría.
—¡Sí, lo sé! —gritó Casey, cerrando los ojos, pasándose las manos por las mejillas, el mentón y la boca, y apretando los puños. Se sentía frustrado. —No es posible postergar un incendio, no se cambia de fecha como si se tratara de una reunión para tomar el té. ¡Maldita sea, se incendia!
—Se incendia si uno se acuerda de traer los fósforos —dio Riordan en voz baja.
Casey dio media vuelta y pareció a punto de pegarle a Riordan, pero el impacto de la verdad lo frenó.
—Además —dijo Nolan—, la señora es una buena dama, y necesita una última noche de diversión y descanso.
—Muy amable de su parte. —Su señoría volvió a llenarle la copa.
—Sometámoslo a votación —propuso Nolan.
—Diablos. —Casey los miró con expresión feroz. —Ya podríamos hacer el recuento de votos. Tendrá que ser mañana por la noche, caramba.
—Benditos sean —dijo el anciano Lord Kilgotten—. Habrá carne fría en la cocina, de modo que pueden ir allí primero. Probablemente tendrán hambre, pues será un trabajo duro. ¿Digamos mañana a las ocho de la noche? Para entonces habré alojado a Lady Kilgotten, a salvo, en un hotel de Dublín. No quiero que sepa, hasta más tarde, que su hogar ya no existe.
—Por Dios, es usted un buen cristiano —musitó Riordan.
—Bien, no hablemos más del asunto --dijo el anciano—. Es algo que ya está en el pasado, y yo nunca pienso en el pasado. Caballeros.
Se puso de pie, y como un anciano y santo pastor, salió a la sala seguido de su manada cuyos integrantes chocaban suavemente entre sí al caminar.
A mitad de camino, casi al llegar a la puerta, Lord Kilgotten vio algo por el rabillo del ojo, y se detuvo. Se volvió y se puso a meditar ante el gran retrato de un noble italiano.
Cuanto más miraba, más pronunciado se tomaba el tic de sus ojos y más movía los labios.
Por último, Nolan le preguntó:
—¿Qué pasa, su señoría?
—Estaba pensando —-respondió por fin el lord—. Ustedes aman a Irlanda, ¿verdad?
Por Dios, ¡sí! respondieron todos al unísono. No tenía ni qué preguntar.
—Igual que yo —respondió el anciano—. ¿Y aman todo lo que hay en su tierra, sus posesiones?
No es necesario preguntarlo, respondieron los hombres.
—En ese caso, me preocupo por cosas como éstas. Este retrato es de Van Dyck. Es muy antiguo y espléndido, muy importante y muy costoso. Caballeros, es un tesoro nacional.
—¿Un tesoro nacional? —preguntaron todos, y se reunieron frente a él para admirarlo.
—Por Dios, es una hermosa obra —dijo Timulty.
—Parece de carne y hueso —comentó Nolan.
—Fíjense que parece seguirlo a uno con la mirada.
—Extraño —dijeron todos.
Y estaban a punto de seguir camino, cuando su señoría dijo:
—¿Se dan cuenta de que este tesoro, que en realidad no me pertenece a mí, ni a ustedes, sino a todo el pueblo, como su herencia preciosa, se habrá perdido para siempre mañana por la noche?
Todos contuvieron el aliento. No se habían dado cuenta de eso.
—Que Dios nos proteja —dijo Timulty—, no podemos hacer tal cosa.
—Primero lo sacaremos de la casa —dijo Riordan.
—¡Un momento! —exclamó Casey.
—Gracias —dijo su señoría—, pero ¿dónde lo pondrían? En la intemperie, pronto se arruinaría con el viento, lo mojaría la lluvia y lo destrozaría el granizo.
No, no, quizá sea mejor quemarlo rápidamente...
—¡Nada de eso! —dijo Timulty—. Yo mismo lo llevaré a mi casa.
—Y cuando termine la gran lucha —dijo su señoría—, ¿se lo entregarán al nuevo gobierno como regalo precioso de arte y belleza del pasado?
—Eh... haré todo eso —respondió Timulty.
Pero Casey, que examinaba la gran tela, preguntó:
—¿Cuánto pesa este monstruo?
—Yo diría —respondió con voz débil el anciano— que entre setenta y cien kilos.
—Entonces, ¿cómo diablos hacemos para llevarlo a la casa de Timulty?
—Yo y Brannahan cargamos el tesoro —dijo Timulty— y, si es necesario, tú, Nolan, nos das una mano.
—La posteridad se lo agradecerá —dijo su señoría.
Siguieron camino por la sala, y una vez más su señoría se detuvo ante dos cuadros más.
—Éstos son dos desnudos...
¡Eso es! dijeron todos.
—De Renoir —terminó el anciano.
—¿Ése es el caballero francés que los hizo? —preguntó Rooney—. Si perdona la expresión.
Se ve francés, convinieron todos.
Y varias costillas recibieron codazos.
—Éstos valen varios miles de libras —dijo el anciano.
—De mí no recibirá ninguna oposición —dijo Nolan, alzando el dedo. Casey se lo hizo bajar de un golpe.
—Yo... —dijo Blinky Watts, cuyos ojos de pescado nadaban todo el tiempo en medio de profusas lágrimas detrás de sus gruesas gafas—. A mí me gustaría ofrecer mi casa para alojar a las dos damas francesas. Podría ponerme cada uno de esos tesoros bajo cada brazo y llevarlos a la casa.
—Aceptado —dijo el lord con gratitud.
Siguiendo camino llegaron a un vasto paisaje con toda suerte de monstruos y bestias humanas brincando de aquí por allá, pisando fruta y estrujando a mujeres como melones del verano. Todos estiraron el cuello para leer la placa de bronce debajo del cuadro: El crepúsculo de los dioses.
—¡Qué va a ser crepúsculo! —exclamó Rooney—. ¡Más parece el comienzo de un gran día!
—Creo —dijo el bondadoso anciano— que tanto el título como el tema son irónicos. Fíjense en el cielo amenazador, en las horrendas figuras escondidas en las nubes. Los dioses no se dan cuenta, en medio de su bacanal, que la perdición está a punto de descender sobre ellos.
—Yo no veo —dijo Blinky Watts— a la Iglesia ni a ninguno de sus afeminados curas entre las nubes.
—En esos días se trataba de una clase diferente de perdición —dijo Nolan—. Todo el mundo lo sabe.
—Yo y Tuohy —dijo Flannery— llevaremos a los demoníacos dioses a mi casa. ¿Correcto, Tuohy?
—¡Correcto!
Y así siguieron por el salón. La escuadrilla se detenía aquí y allá, como si estuvieran haciendo una gira por un museo, y uno por uno se iban ofreciendo a correr a casa en medio de la nieve con un Degas o un boceto de Rembrandt o un gran óleo de uno de los maestros holandeses, hasta que llegaron a un óleo un tanto macabro de un viejo, colgado en un nicho oscuro.
—Un retrato de mi persona —musitó el anciano—-, hecho por su señoría, Lady Kilgotten. Déjenlo donde está, por favor.
—¿Quiere decir —preguntó lentamente Nolan— que usted quiere que se queme en la Conflagración?
—Ahora, el cuadro siguiente... —dijo el anciano, continuando camino.
Y la gira llegó a su fin.
—Por supuesto —dijo su señoría—, si en realidad quieren salvar tesoros, hay una docena de exquisitos jarrones Ming en la casa...
—Los salvaremos —dijo Notan.
—Una alfombra persa en el descanso...
—La arrollaremos y la llevaremos al museo de Dublín.
—Y esa exquisita araña en el comedor principal.
—Será escondida hasta que terminen los problemas. —Casey suspiró. Ya estaba cansado.
—Bien, entonces —dijo el anciano, estrechando a cada hombre la mano—. Quizá quieran empezar ahora, ¿no les parece? Quiero decir, les tomará algún tiempo preservar los tesoros nacionales. Creo que voy a echar un sueñecito antes de vestirme.
Y el anciano desapareció escaleras arriba, dejando .1 los hombres aturdidos y aislados en el salón, que lo observaron subir.
—¡Casey! —dijo Blinky Watts— ¿Se te ha cruzado por tu pequeña mente que si te hubieras acordado de traer los fósforos no nos aguardaría una larga noche de trabajo?
—Por Dios, ¿no aprecias la estética? —le preguntó Riordan.
—¡Cállense! —dijo Casey—. Muy bien, Flannery, tú ponte de un lado del Crepúsculo de los dioses, tú, Tuohy, del otro lado, donde la doncella recibe lo que le conviene. ¡Fuerza! ¡Levanten!
Y los dioses, de una manera alocada, alzaron vuelo por los aires.
Para las siete varios de los cuadros estaban fuera de la casa, apilados los unos contra los otros bajo la nieve, esperando ser llevados en distintas direcciones hacia diferentes chozas. A las siete y cuarto salieron Lord y Lady Kilgotten, y partieron, y Casey rápidamente formó a la multitud frente a los cuadros apilados para que la agradable dama no viera lo que estaban haciendo. Los muchachos vivaron cuando el auto bajó por el camino de la casa. Lady Kilgotten delicadamente les devolvió el saludo.
Desde las siete y media hasta las diez el resto de los tesoros partió, individualmente o de a dos.
Cuando ya no quedaba más que un cuadro, Kelly se detuvo ante el oscuro nicho, preocupado por el retrato del anciano lord pintado por Lady Kilgotten un domingo. Se estremeció, decidió realizar un acto humanitario supremo, y salvó el cuadro, transportándolo, seguro, hacia la noche.
A la medianoche, Lord y Lady Kilgotten, que regresaban con sus invitados, sólo encontraron grandes rastros en la nieve, por donde Flannery y Tuohy habían arrastrado El crepúsculo de los dioses, o donde Casey, protestando, había dirigido el desfile de Van Dycks, Rembrandts, Bouchers y Piranesis; y donde, por último, Blinky Watts, juntando los talones, había trotado, feliz, hacia los bosques con sus desnudos de Renoir.
La comida concluyó a las dos. Lady Kilgotten se retiró, satisfecha al enterarse de que todos los cuadros habían sido enviados, en masse, para ser limpiados.
A las tres de la madrugada, Lord Kilgotten seguía sentado en la biblioteca, sin dormir, solo en medio de las paredes desnudas, ante un hogar de leños sin lumbre, con una bufanda alrededor del cuello y una copa de coñac en la mano levemente temblorosa.
Alrededor de las tres y cuarto se oyó un crujido furtivo en el parquet. Después de un tiempo apareció una sombra. Con la gorra en la mano, allí estaba Casey ante la puerta de la biblioteca.
Con un chistido llamó la atención del lord.
Kilgotten, que se había adormilado, abrió los ojos, parpadeando. —Ay, ay —dijo—. ¿Es hora de que nos vayamos?
—Eso es mañana por la noche —respondió Casey—. Y de todos modos, no es usted que se marcha, sino ellos que vuelven.
—¿Ellos? ¿Sus amigos?
—No, los suyos. —Y Casey hizo una seña.
El anciano se dejó conducir por el salón hasta la puerta del frente y la oscuridad de la noche.
Allí, como el ejército entumecido de hombres exhaustos, indecisos y desmoralizados de Napoleón, estaba la sombría pero familiar multitud, con los cuadros en la mano, con los cuadros apoyados contra las piernas, con los cuadros sobre la espalda, con los cuadros verticales sostenidos por manos temblorosas, blancas de pánico, bajo la nieve que caía. Parecían varados, como si el enemigo hubiera partido para librar mejores batallas mientras que otro ejército, innominado aún, emergía, silencioso, sin dejar huellas, en la retaguardia. No hacían más que mirar por encima del hombro en dirección al pueblo y las colinas, como si en cualquier momento el Caos mismo estuviera a punto de soltar sus perros desde allí. Sólo ellos, en la goteante noche, oían el lejano aullar de espanto y desesperación que echaba un conjuro.
—¿Eres tú, Riordan? —preguntó Casey, nervioso.
—¿Quién diablos iba a ser? —exclamó una voz.
—¿Qué quieren? —preguntó una tercera voz.
—No es tanto lo que nosotros queremos, como lo que quieren ellos —dijo otra voz.
—Como verá —dijo otra voz que fue avanzando hasta que se vio que se trataba de Hannahan en la luz— hemos considerado todos los aspectos, su alteza, y hemos decidido que usted es un caballero tan bueno, que...
—¡No quemaremos su casa! —exclamó Blinky Watts.
—¡Cállense y dejen hablar al hombre! —dijeron varias voces.
Hannahan asintió. —Eso es. No quemaremos su casa.
—Pero, escuchen —dijo el lord—. Yo estoy preparado. Podemos transportar todo con facilidad.
—Usted toma la cosa demasiado a la ligera, si me permite decirlo, su alteza —dijo Kelly—. Lo que es fácil para usted no es fácil para nosotros.
—Ya veo —dijo el anciano, que no veía nada.
—Parece —dijo Tuohy— que todos nosotros, en estas últimas horas, hemos tenido problemas. Algunos con nuestra casa, otros con el transporte y acarreo, si entiende lo que digo. ¿Quién explica primero? ¿Kelly? ¿No? ¿Casey? ¿Riordan?
Nadie habló.
Por fin, con un suspiro, Flannery se abrió paso. —Es así... —dijo.
—¿Sí? —preguntó el anciano con voz bondadosa.
—Bien —dijo Flannery—, yo y Tuohy llegamos hasta la mitad del bosque, como unos idiotas, y luego atravesamos dos tercios de la ciénaga con el inmenso cuadro Crepúsculo de los dioses cuando nos empezamos a hundir.
—¿Les falló la fuerza? —inquirió, bondadoso, el lord.
—Nos empezamos a hundir, su alteza, a hundirnos en el barro —aclaró Tuohy.
—Por Dios —acotó el lord.
—Puede decirlo, su señoría —dijo Tuohy—. Todos pintos, yo y Flannery y los demonios de los dioses debemos de haber pesado como trescientos kilos, y allí la ciénaga no es firme, y cuanto más caminamos más hondo nos hundimos, y un grito se me atraganta un la garganta, porque me pongo a pensar en esas escenas donde el mastín de los Baskerville o un monstruo parecido persigue a la heroína en medio del páramo, y ella se entierra en un pantano cenagoso, y desea haber persistido con su régimen, pero ya es demasiado tarde, y surgen las burbujas, que estallan en la superficie. Todo esto se agolpa en mi mente, su señoría.
—¿Y entonces? —pregunta el lord, dándose cuenta de que se esperaba que él preguntara algo.
—Y entonces —dijo Flannery—, nos fuimos y abandonamos a los malditos dioses en su crepúsculo.
—¿En la mitad de la ciénaga? —preguntó el anciano, levemente molesto.
—Ah, los cubrimos. Quiero decir, los tapamos con nuestras bufandas. Los dioses no mueren dos veces, su alteza. ¿Oyeron eso, muchachos? Los dioses...
—Ah, cállate —exclamó Kelly—. Imbéciles. ¿Por qué no sacaron el maldito cuadro de la ciénaga?
—Pensamos que necesitábamos buscar un par de muchachos más para que ayudaran...
—¡Dos más! —exclamó Nolan—. Cuatro hombres, más un montón de dioses. ¡Todos se hundirían el doble de rápido, y subirían más burbujas, idiotas!
—Ah —dijo Tuohy—. Nunca pensé en eso.
—Ahora se ha pensado —dijo el anciano—, y quizá varios de ustedes formen un equipo de rescate...
—Hecho, su alteza —dijo Casey—. Bob, tú y Tim vayan a salvar las deidades paganas.
—¿No le contarán al padre Leary?
—Que el padre Leary se vaya a la mierda. ¡Vayan!
Y Tim y Bob partieron, resollando.
Su señoría se volvió para mirar a Nolan y a Kelly.
—Veo que ustedes dos han traído su cuadro, que es bastante grande.
—Por lo menos llegamos hasta cien metros de la puerta, señor —dijo Kelly—. Supongo que se estará preguntando por qué volvimos, su señoría.
—Con la suma de coincidencia sobre coincidencia —dijo el anciano, que había buscado el abrigo y la gorra de tweed para poder permanecer en el frío hasta terminar lo que parecía ser una larga conversación—, sí, he caído en la especulación.
—Es por mi espalda —dijo Kelly—. Cedió a unos quinientos metros por la carretera principal. Hace cinco años que me molesta, y padezco la agonía de Cristo. Estornudo y me caigo de rodillas, su alteza.
—Yo padezco del mismo mal —dijo el anciano—. Es como si alguien me atravesara la columna con un palo. —El anciano se tocó la espalda, con cuidado, recordando, lo que extrajo un suspiro de todos.
—Las agonías de Cristo, como digo yo —dijo Kelly.
—Es muy comprensible, entonces, que no pudieran terminar el viaje con ese cuadro pesado —dijo el anciano—, y muy elogiable que pudieran regresar bajo ese espantoso peso.
Kelly se irguió de inmediato al oír su tormento descripto. Parecía resplandeciente. —No fue nada. Yo lo volvería a hacer, de no ser por los huesos que tengo encima del culo. Con su perdón, su señoría.
Pero ya su alteza había trasladado su bondadosa aunque trémula mirada azul grisácea hacia Blinky Watts, que bajo cada brazo llevaba las dos beldades de Renoir.
—Yo no me hundí en la ciénaga ni me saqué la columna de su lugar —dijo Watts, dando unos pasos para representar su travesía—. Yo llegué hasta mi casa en diez minutos justos, entré y empecé a colgar los cuadros en la pared cuando detrás apareció mi mujer. ¿Alguna vez ha aparecido su mujer y se ha puesto a su espalda, sin abrir la boca?
—Me parece recordar una circunstancia similar —dijo el anciano, tratando de establecer si recordaba, y luego asintiendo a medida que varias remembranzas atravesaban su infantil memoria.
—Bien, su alteza, no hay silencio como el silencio el de una mujer, ¿no está de acuerdo? Y nadie se queda detrás de uno como se queda una mujer, como un monumento prehistórico. La temperatura bajó de repente en el cuarto y sentí las conmociones polares, como les decimos en casa. No me atreví a darme vuelta para enfrentarme a la Bestia, o a la hija de la bestia, como le digo, por deferencia a su madre. Pero por fin la oí inhalar el aliento con fuerza, y luego exhalarlo con la calma y serenidad de un general prusiano. “Esa mujer está pelada como un pájaro recién nacido”, y “Esa otra mujer está desnuda, como el interior de una ostra en la marea baja.”
―“Pero”, dije yo, “son estudios del físico natural hechos por un famoso artista francés.”
—“Que Jesús me libre de lo francés”, dijo. “Las francesas andan con las faldas que no les cubren el culo. Las francesas muestran el ombligo. Y en las sucias novelas francesas hacen porquerías con la boca. Y ahora vienes a casa y clavas estas francesas en las paredes. ¿Por qué no traes un crucifijo y lo clavas sobre esa parte de esa gorda desnuda?”
—Bien, su señoría, cerré los ojos y deseé que se me cayeran las orejas. “¿Es esto lo que quieres que miren nuestros muchachos antes de irse a dormir?”, me dice. Cuando me acuerdo, estoy de regreso por el camino y aquí llego con las ostras desnudas, su alteza. Muchas gracias.
—Sí, parecen sin ropas —dijo el anciano, mirando los dos cuadros, uno en cada mano, como si quisiera encontrar en ellos todo lo que había dicho la mujer—. Siempre que los miraba, yo solía pensar en el verano.
—Desde que cumplió setenta años, su alteza, quizá. Pero ¿antes?
—Ah, sí, sí —dijo el anciano, viendo que una mota de lujuria, recordada a medias, le atravesaba un ojo.
Cuando se le serenó la mirada, enfocó a Bannock y Toolery en el borde lejano de la incómoda multitud reunida como un rebaño. Detrás de cada uno, empequeñeciéndolos, se alzaba un cuadro gigantesco.
Bannock había llegado a su casa con el cuadro para descubrir que no entraba por la puerta ni por ninguna ventana.
Toolery logró entrar el cuadro por la puerta cuando su mujer dijo que serían el hazmerreír de todos: la única familia de la aldea con un Rubens de un millón de libras, y ni siquiera una vaca para ordeñar.
De modo que ésa fue la suma, el total, y la sustancia de esa larga noche. Cada uno de los hombres tenía un relato espantoso y terrible que narrar, y todos fueron contados, hasta terminar. Para entonces una gélida nieve había empezado a caer sobre estos valientes miembros del valeroso IRA local.
El anciano no dijo nada, pues en realidad no había nada que decir, que no fuera obvio, ante esos pálidos alientos, fantasmales en el viento. Luego, muy serenamente, abrió de par en par la puerta principal y tuvo la decencia de no menear la cabeza ni señalar en ninguna dirección.
Lenta y calladamente los hombres empezaron a desfilar, como si pasaran frente a un conocido maestro en la vieja escuela, y después apretaron el paso.
Así fluyendo retornó el río, el Arca se vació antes, y no después, del Diluvio, y la marea de animales y de ángeles, desnudeces que llameaban y humeaban en sus manos, nobles dioses que brincaban sobre cascos y alas, fueron pasando, y los ojos del anciano los contemplaron benévolamente, y en silencio su boca fue nombrando a cada uno, los Renoir, los Van Dyck, los Lautrec, y así sucesivamente, hasta que Kelly, al pasar, sintió que le tocaban el brazo.
Sorprendido, Kelly levantó los ojos.
Y vio que el anciano tenía la mirada fija sobre el cuadro pequeño debajo de su brazo.
—¿El retrato mío hecho por mi mujer?
—El mismo —dijo Kelly.
El anciano miró a Kelly y a la pintura debajo de su brazo, y luego miró la noche y la nieve.
Kelly sonrió.
Caminando silencioso como un ladrón, desapareció en la oscuridad con el cuadro. Un momento después se lo oyó reír y volver con las manos vacías.
Tembloroso, el anciano le estrechó la mano a Kelly, una vez, y cerró la puerta.
Luego se volvió, como si el acontecimiento ya se hubiera perdido en su vagabunda mente de niño, y vacilante recorrió el salón con la bufanda como un leve cansancio sobre sus delgados hombros, y la multitud lo siguió, y encontraron copas llenas en sus enormes manos y vieron que Lord Kilgotten miraba el cuadro sobre la chimenea como si tratara de recordar. ¿Era el Saqueo de Roma, en los años del pasado? ¿O era la Caída de Troya? Entonces sintió la mirada de todos, paseó los ojos sobre el circundante ejército y dijo:
—Bien, ¿por qué brindaremos ahora?
Los hombres arrastraron los pies.
Luego Flannery exclamó:
—¡Por su señoría, por supuesto!
—¡Por su señoría! —exclamaron todos con entusiasmo, y bebieron, y tosieron, y carraspearon, y estornudaron, mientras el anciano sentía un brillo peculiar en los ojos. Él no bebió hasta que se acalló la conmoción. Entonces, dijo:
—Por nuestra Irlanda.
Y bebió, y todos dijeron: “¡Ah, Dios, y amén”, y el anciano contempló el cuadro sobre el hogar y tímidamente observó:
—No me causa placer decirlo... ese cuadro...
—¿Sí, señor?
—Me parece —dijo el anciano con tono de disculpa— que está un poquito torcido. Me pregunto si alguno de ustedes...
—¿Quién lo endereza, muchachos?
Y catorce hombres corrieron para hacerlo.
—...para hacerlo —dijo Finn, terminando su historia.
Se hizo un silencio.
Casi simultáneamente, John y yo nos hicimos hacia adelante para preguntar:
—¿Todo es verdad?
—Bien —dijo Finn—, es la cáscara de la manzana, si no el corazón.
(Ray Bradbury, Sombras verdes, ballena blanca)
1 comentario:
Muy bueno, muy bueno....
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