1 de noviembre de 2012

Gitanilla


Conducía aquella tarde ajeno a todo, con la paz que solo puede sentir un hombre al enfrentar una solitaria avenida, detrás de un volante.

Al llegar a un cruce, dos autos habia ya esperando la luz verde.
En el más cercano, una joven mujer miraba fijamente hacia el frente, como si nada fuera más importante que el vehículo que la antecedía.
La verdad es que lo que hacia era pretender que no veía a la pequeña niña que estaba de pie junto a su ventanilla, intentando llamar su atención.

Era una gitanilla.

Una gitanilla que -con persistencia impropia de su edad-, permanecía junto a ella, mirándola con tanta firmeza como la que la joven usaba para mirar hacia adelante.

Unos segundos después de mi llegada, sin embargo, dejó la causa por perdida, tal vez pensando que podría tener más suerte conmigo, y se acercó a mi.

Soy un hombre que ha visto, y vivido, mucho.
De modo que no me impresionó la enorme parka que la cubría, al menos tres tallas mas grande, ni la larga y raida falda que bajo ella asomaba y se extendía hasta sus pies.

No me impresionaron los piececillos desnudos, anchos por la permanente falta de zapatos, que la acercaban a mí por sobre el caliente pavimento.

Tampoco lo hizo la suciedad de su mal trenzado cabello, ni la mugre que se disputaba su cara con las marcas dejadas por alguna enfermedad.

Nada de eso pudo impresionarme.

Pero si lo hicieron sus ojos.

Sus ojos, de un pálido verde, que reflejaban mucho más que la mirada de una niña. Era una mirada profunda, triste, vieja.

Me perturbaron, esos ojos.

Me hicieron sentir mal.

Y aunque sabía que si estaba allí pidiendo era sólo porque alguien la mandaba a hacerlo, decidí darle unas monedas.

 Al buscarlas en mi bolsillo, encontré además de ellas otra cosa: unas cuantas pastillas azucaradas. (Sí, pastillas, de ésas que mi madre insiste en darme cada vez que voy a su pieza, como si aún fuese un niño).

Bajé la ventanilla, y su manito-aún más sucia que su cara- se extendió hacia mí.

Puse en ella las monedas, y también las pastillas.

Cerró la gitanilla su mano, rápidamente, pero en su frente se hizo una ligera arruga de extrañeza, al notar que había algo más que monedas en ella.

Miró entonces lo que había recibido, y como por arte de magia, sus ojos cambiaron, su rostro se iluminó, una sonrisa asomó a sus labios y volvió a ser una niña otra vez.
Un gracias con extraño acento pero lleno de alegría brotó de su boca.

Su cara alegre fue lo último que ví de ella, porque un bocinazo detrás mío me obligó a partir. La luz verde frente a mí me obligaba a irme.

.

[La niña de la foto es una gitanita de Macedonia. Es la más parecida que encontré, aunque la mirada de ésta todavía es de una niña]

2 comentarios:

tito dijo...

sin comentarios, me dejó mudo el relato, impactante... muy bien escrito

CeciliaCastillo dijo...

Emociona y conmueve tu relato, hermano...Pero ¿cuántas niñas hay con esa mirada de vieja y el dolor en toda su piel?