Hace unos días atrás -la mañana aquella en que no escuché al gallo y desperté tarde- me quedé sin desayunar, en aras de llegar a una hora decente a trabajar. A consecuencia de eso, a media mañana tenía un rugiente león dentro de mi vacío estómago, exigiendo ser alimentado.
Para calmarlo, tomé el primer turno para ir a almorzar, a mediodía. Es más, ni siquiera esperé el bus que nos lleva a todos, sino que un rato antes tomé una camioneta y me fui al casino de la mina, donde nos corresponde ir a esa hora (sólo el desayuno y la cena los tomamos en el casino del campamento).
Llegué, de esta manera, antes que nadie y cuando recién habían abierto. A la entrada del casino hay un mesón, más bien bajo, sobre el cual -y casi junto a la pared- está el computador con el que se registra el ingreso. Iba pues directo allí, a registrarme, cuando me encontré de frente con algo como esto:
Un redondo, bien dibujado y nada pequeño trasero, enfundado en el blanco uniforme que usa el personal de la cocina. Su dueña, acodada sobre el mesón, conversaba animadamente con dos compañeras, que estaban al otro lado de éste.
Al margen de la opinión que pudiera tener sobre las cualidades de tal obstáculo, lo que yo realmente quería era marcar mi ingreso para poder almorzar, de manera que evalué la situación, e intenté por todos los medios acercarme, pero no había caso. Lo hiciera como lo hiciera, para alcanzar el teclado tendría que -necesariamente- tocar, empujar o apoyarme en alguna parte de aquella redondez. Y, a juzgar por las dimensiones de su dueña, hacer tal cosa podría resultar en un riesgo para mi integridad física. Así es que me quedé ahí, detrás de ella, con expresión de disgusto, esperando a que me diese ocasión de cumplir mi cometido.
A todo esto, y puesto que la que se gastaba la conversación era ella, las otras dos -que me veían a través del mesón y por sobre su compañera- habían advertido mis intentos, y mi confusión al no poder hacer nada, de modo que, más con gestos que con palabras, le indicaron que yo estaba ahí, detrás suyo.
La propietaria de aquello (de cuarenta y muchos, en todo caso), miró entonces por sobre su hombro, y al verme, se levantó lentamente y se dió vuelta hacia mí. Una de las otras le aclaró entonces:
- Es que no lo dejabas marcar.
Y ella, dándome la espalda, a la par que se alejaba se dio una palmadita en el trasero y respondió:
- Ha!, ¿y que se va a quejar acaso? Harto bueno es lo que estaba mirando...
Y eso no dejaba cabida a discusión alguna, en todo caso.
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3 comentarios:
Vaya, ¿una nueva Yei Lou?
Creída la tonta....
Marketing, puro marketing, pero hay que leer bien la etiqueta, es posible que diga: El consumo de este producto puede causar serios daños a la salud
A un Castillo????? No creo...me extraña , me extraña, que problema de salud????????? Al contrario en el puro rato de estar esperando atrás les aseguro que produjo sus buenas dosis de endorfina.....antidepresivo natural del cuerpo humano......
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