Tengo una duda, una gran duda , hace días que ronda por mi cabeza una frase, y no recuerdo quién lo decía " es curioso , parece que me lleva al pozo ", quién era?. Alguien me ayuda a recordar ?
Gracias
PD Estoy pal `gato resfriadita .
31 de marzo de 2011
30 de marzo de 2011
El sitio de Berlín
Cuento de Alphonse Daudet
Recorríamos la avenida de los Campos Elíseos con el doctor V..., preguntando a los muros acribillados por los obuses y a las aceras destruidas por la metralla la historia del París asediado, cuando, poco antes de llegar a la plaza de la Estrella, el doctor se detuvo y mostrándome una de esas grandes casas tan pomposamente agrupadas alrededor del Arco del Triunfo, me dijo:
-¿Ves esas cuatro ventanas cerradas allá arriba, en aquel balcón? En los primeros días de agosto, de aquel terrible mes de agosto del año pasado, tan lleno de tormentas y desastres, fui llamado de ahí para asistir una apoplejía fulminante. Allí vivía el coronel Jouve, un coracero del Primer Imperio, viejo pletórico de gloria y patriotismo, que al comienzo de la guerra se había ido a vivir a los Campos Elíseos, a un apartamento con balcón... ¿Adivinas para qué? Para presenciar la entrada triunfal de nuestras tropas... ¡Pobre viejo! Recibió la noticia de Wissembourg cuando se levantaba de la mesa. Cayó fulminado al leer el nombre de Napoleón al pie del boletín de derrota. Encontré al ex coracero tendido cuan largo era sobre la alfombra de la habitación; tenía la cara ensangrentada e inerte, como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. De pie, debía de ser muy alto; acostado, era enorme. De hermosos rasgos; dientes magníficos; cabellos blancos y crespos; ochenta años que aparentaban sesenta... Junto a él, de rodillas y llorando, estaba su nieta. Se le parecía tanto, que al verlos juntos, hubiérase dicho que eran dos estupendas medallas griegas acuñadas en el mismo molde; una, antigua, terrosa, un poco desgastada en sus contornos, y la otra, resplandeciente y clara, en el apogeo del esplendor y la tersura del molde nuevo.
El dolor de la niña me conmovió. Hija y nieta de soldado, tenía a su padre en el Estado Mayor de Mac-Mahon, y la imagen de ese gran anciano tendido ante ella evocaba en su ánimo otra imagen no menos terrible. La tranquilicé lo mejor que pude; pero en el fondo, yo no conservaba ninguna esperanza. Teníamos que habérnosla con una hemiplejía total, y a los ochenta años no se vuelve de una cosa así. En efecto, el enfermo permaneció en el mismo estado de inmovilidad y estupor durante tres días... En este tiempo, las noticias de Richshoffen llegaron a París. Recordarás de qué extraña manera. Hasta la noche, todos creíamos en una gran victoria.
“Veinte mil prusianos muertos; el príncipe real prisionero No sé por qué milagro, por qué corriente magnética, un eco del júbilo nacional fue al encuentro de nuestro pobre sordomudo en los limbos de su parálisis; pero lo cierto es que esa noche, al aproximarme a su lecho, ya no hallé al mismo hombre. Su vista estaba despejada; su lengua, menos dificultosa. Se esforzó por sonreírme y tartamudeó dos veces:
-Sí, coronel, ¡una gran victoria!...
Y a medida que yo le daba detalles sobre el hermoso triunfo de MacMahon, veía distenderse sus facciones, iluminarse su rostro...
Cuando salí, la joven me esperaba, pálida, frente a la puerta. Sollozaba.
-¡Pero si se ha salvado! -le dije, cogiéndole las manos.
La desventurada niña apenas tuvo valor para responderme. Se acababa de divulgar la verdad sobre Richshoffen, la fuga de MacMahon y la derrota del ejército... Nos miramos consternados. Ella se desesperaba al pensar en su padre; yo temblaba al pensar en el viejo... De seguro, no resistiría este nuevo golpe... Y, sin embargo, ¿qué hacer? ¡Dejarle la alegría, las ilusiones que le habían hecho revivir!... Pero entonces habría que mentirle.
-¡Pues bien, mentiré! -me dijo la heroica muchacha, enjugándose rápidamente las lágrimas y entrando, radiante, en la habitación del abuelo.
Se había impuesto una ruda tarea. En los primeros días no se consiguió nada. El pobre hombre tenía el cerebro débil y se dejaba engañar como un niño. Pero al ir recobrando la salud, sus ideas se fueron haciendo más precisas. Había que tenerlo al corriente del movimiento de los ejércitos, leerle los boletines militares. Realmente daba pena, ver a la bella chiquilla inclinada día y noche sobre un mapa de Alemania, clavando sus banderitas, esforzándose en combinar toda una batalla gloriosa: Bazaine sobre Berlín, Froissart en Baviera, MacMahon sobre el Báltico. Para ello, me pedía consejo, y yo la ayudaba cuanto podía, aunque era el abuelo quien mejor nos secundaba en la imaginaria invasión. ¡Había conquistado tantas veces Alemania bajo el Primer Imperio! Sabía todos los movimientos de avance: “Ahora van a ir ahí... Esto es lo que van a hacer, y lo ponía muy orgulloso ver que sus previsiones se cumplían siempre.
Por desgracia, aunque capturábamos ciudades y ganábamos batallas, nunca íbamos lo suficientemente aprisa para él. ¡El anciano era insaciable!... Cada día, al llegar yo, me enteraba de un nuevo hecho de armas.
-Doctor: hemos tomado Maguncia -me decía la joven, saliendo a mi encuentro con una triste sonrisa; y a través de la puerta yo oía una voz jubilosa que me gritaba:
-¡La cosa marcha, la cosa marcha!... En ocho días estaremos en Berlín.
Entonces, los prusianos no estaban a más de ocho días de París... Nos preguntábamos si no sería mejor trasladarlo a provincias; pero una vez fuera, la situación de Francia lo pondría al corriente de la verdad, y yo lo encontraba demasiado débil, demasiado entorpecido por su gran quebranto, para permitir que la conociese. Decidimos, pues, que se quedara.
El primer día del cerco, yo subía a su casa -lo recuerdo- muy conmovido, con esa angustia que a todos nos producían las puertas cerradas de París, la batalla bajo los muros, nuestros aledaños convertidos en fronteras. Encontré al buen hombre sentado en su cama, contento y altivo:
-¡Bueno -me dijo-, ya ha comenzado el sitio!
Le miré estupefacto:
-¡Cómo, coronel! ¿Usted sabe?...
Su nieta se volvió hacia mí:
-¡Oh, sí doctor!... Es la gran noticia... Ha comenzado el sitio de Berlín.
Decía esto con un tono tan natural y tranquilo... ¿Cómo habría podido él sospechar nada?
No podía oír el cañón de los fuertes. No podía ver a ese desgraciado París, siniestro y trastornado. Sólo divisaba desde su lecho una cara del Arco del Triunfo, y en su habitación, a su alrededor, hábilmente dispuesto para mantener sus ilusiones, todo un baratillo del Primer Imperio. Retratos de mariscales, grabados de batallas, el rey de Roma vestido de niño; luego, consolas adornadas con los cobres de los trofeos, cargados de reliquias imperiales, medallas, bronces, un peñasco de Santa Elena bajo una campana de cristal, miniaturas representando la misma dama rizada, en traje de baile, vestida de amarillo, con mangas abullonadas y los ojos claros; y todo ello: las consolas, el rey de Roma, los mariscales, las damas con el talle ajustado y la cintura alta, toda la tiesa rigidez que estaba de moda en 1806... ¡Buen coronel! Era esa atmósfera de victoria y conquistas, mucho más que cuanto pudiéramos decirle, lo que tan cándidamente le hacía creer en el sitio de Berlín.
A partir de entonces, nuestras ocupaciones militares se simplificaron. Ocupado Berlín, el resto era cuestión de paciencia. En ocasiones, cuando el viejo se aburría demasiado, se le leía una carta de su hijo, por supuesto imaginaria, ya que nada entraba en París, y después de Sedán, el ayudante de campo de MacMahon había sido enviado a una fortaleza alemana. Te podrás imaginar la desesperación de esa pobre niña, sin tener noticias de su padre, sabiéndolo prisionero, privado de todo, quizá enfermo, y obligada a hacerle hablar en unas cartas alegres, un poco breves, tal como las escribiría un soldado en campaña, que avanzase sin descanso en el país conquistado. A veces, cuando las fuerzas la abandonaban, pasaban semanas sin que hubiera noticias. Pero el viejo se inquietaba, no dormía. Entonces llegaba repentinamente una carta de Alemania y ella se acercaba dichosa al lecho para leérsela, conteniendo las lágrimas. El coronel escuchaba religiosamente, sonreía con gesto de suficiencia y aprobación, criticaba, nos explicaba los pasajes medio engorrosos. Sin embargo, donde se mostraba formidable era en las respuestas que le mandaba a su hijo: “No olvides nunca que eres francés”, le decía... “Sé generoso con esas pobres gentes. No les hagas demasiado dura la invasión”... Y hacía recomendaciones de nunca acabar, adorables prédicas sobre el respeto a la propiedad, la cortesía debida a las damas, un verdadero código de honor militar para uso de conquistadores. También se mezclaban en ellas algunas consideraciones generales sobre política y las condiciones de paz que se impondrían a los vencidos. A este respecto debo agregar que no era exigente:
-La indemnización de guerra y nada más... ¿Con qué fin apoderarse de las provincias?... ¿Qué podemos hacer de Francia con Alemania?...
Dictaba esto con voz firme. Y se captaba tanto candor en sus palabras, una fe patriótica tan hermosa, que era imposible no emocionarse al escucharlo.
Durante ese tiempo, el sitio continuaba progresando... No el de Berlín, ¡ay! Era la época del frío, de los bombardeos, de las epidemias y del hambre. Pero gracias a nuestros cuidados, a nuestros esfuerzos, a la inagotable ternura que se multiplicaba alrededor de él, la serenidad del anciano no se alteró un solo instante. Hasta el fin pude procurarle pan blanco, carne fresca. Sólo los había para él, claro está, y no puedes imaginar nada más conmovedor que esos almuerzos de abuelo tan inocentemente egoísta: el viejo en su cama, lozano y sonriente, con la servilleta en el mentón; junto a él, su nieta, un poco pálida a causa de las privaciones, guiándole las manos, dándole de beber, ayudándolo a comer esas buenas cosas prohibidas. Entonces, animado por la comida, en el bienestar de su habitación caldeada, mientras fuera el cierzo invernal y la nieve se arremolinaban contra las ventanas, el excoracero recordaba sus campañas en el norte y nos relataba por centésima vez la siniestra retirada de Rusia, en la que únicamente había para comer galleta congelada y carne de caballo.
-¿Comprendes, hija? ¡Comíamos caballo!
La muchacha comprendía perfectamente. Desde hacía dos meses ella no comía otra cosa. Día a día, sin embargo, a medida que la convalecencia se aproximaba, nuestra tarea junto al enfermo se tornaba más difícil. El entorpecimiento de todos sus sentidos, de todos sus miembros, que tan bien nos había servido hasta entonces, comenzaba a disiparse. Dos o tres veces, las terribles andanadas de la puerta Maillot lo habían hecho saltar, atento el oído como un perro de caza; nos vimos obligados a inventar una última victoria de Bazaine sobre Berlín, y que ésas eran salvas disparadas en su honor en los Inválidos. Otro día que habíamos arrastrado su lecho junto a la ventana -creo que era el jueves de Buzenval-, divisó a los guardias nacionales que se amontonaban en la avenida de la Grande-Armée.
-¿Qué tropas son esas? -preguntó el buen hombre, y lo oímos gruñir entre dientes-: ¡Pésimo uniforme! ¡Pésimo uniforme!
Fue sólo eso; pero comprendimos que en adelante había que adoptar muchas precauciones. Desgraciadamente, no tomamos las suficientes.
Una tarde, cuando yo llegaba, la niña acudió a recibirme completamente turbada:
-Mañana van a entrar -me dijo.
¿Estaba abierta la habitación del abuelo? El hecho es que meditando en ello después, he recordado que esa tarde tenía una fisonomía extraordinaria. Es probable que nos oyera. Sin embargo, hablamos de los prusianos, y el buen hombre pensaba en los franceses, en esa entrada triunfal que hacía tanto tiempo esperaba: MacMahon bajando por la avenida entre flores y músicas, su hijo al lado del mariscal, y él, el viejo, en el balcón, luciendo su uniforme de gala como en Lützen, saludando las banderas acribilladas y las águilas ennegrecidas de pólvora...
¡Pobre padre Jouve! Sin duda había imaginado que queríamos impedir que asistiera al desfile de nuestras tropas, para evitarle alguna emoción demasiado fuerte. De este modo se cuidó mucho de hablar con nadie; pero al día siguiente, justamente a la hora en que los batallones prusianos se aventuraban tímidamente por la extensa vía que de la puerta Maillot conduce a las Tullerías, la ventana de arriba se abrió suavemente y el coronel apareció en el balcón con su casco, su enorme sable, todos sus viejos y gloriosos arreos de coracero de Milhaud. Todavía me pregunto qué esfuerzo de voluntad, qué empuje de vida le habían hecho ponerse en pie y ataviarse de tal forma. Lo cierto era que estaba ahí, quieto tras la baranda, asombrado de encontrar las avenidas tan anchas, tan mudas, las persianas de las casas cerradas herméticamente... Un París siniestro como un lazareto; banderas por doquier, pero de aspecto singular; y nadie para marchar delante de nuestros soldados.
Por un momento pudo creer que se había engañado...
¡Pero no! Allá, detrás del Arco de Triunfo, había un zumbido confuso, una línea oscura que avanzaba en el naciente día... Luego, poco a poco, brillaron las agujas de los cascos, los tamborcillos de Jena se pusieron a tocar y bajo el arco de la Estrella, acompasada por el paso pesado de las divisiones, por el choque de los sables, estalló la Marcha Triunfal de Schubert...
Y, entonces, en el sombrío silencio de la plaza, estalló un grito, un grito terrible:
-¡A las armas!... ¡A las armas!... ¡Los prusianos!
Y los cuatro ulanos que marchaban en vanguardia pudieron ver, allá arriba, en el balcón, a un imponente anciano que vacilaba moviendo los brazos y caía rígido. Esta vez estaba bien muerto el coronel Jouve.
FIN
28 de marzo de 2011
Polemistas (Luis Antuñano)
Varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y de fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra trara* no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito.
-Pago la copa para todos -le dice el santiagueño- si escribe trara.
-Se la juego -contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.
De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia:
-Clarito, trara.
(* Trara: Trípode de hierro)
-Pago la copa para todos -le dice el santiagueño- si escribe trara.
-Se la juego -contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra.
De atrás se asoma el viejo Álvarez, mira el suelo y sentencia:
-Clarito, trara.
(* Trara: Trípode de hierro)
26 de marzo de 2011
A propósito de semántica
LINGÜISTAS (Mario Benedetti)
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:
¡Qué sintagma!
¡Qué polisemia!
¡Qué significante!
¡Qué diacronía!
¡Qué exemplar ceterorum!
¡Qué Zungenspitze!
¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ''Cosita linda".
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:
¡Qué sintagma!
¡Qué polisemia!
¡Qué significante!
¡Qué diacronía!
¡Qué exemplar ceterorum!
¡Qué Zungenspitze!
¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ''Cosita linda".
24 de marzo de 2011
Nuevo Postulante
Atención... un nuevo postulante a miembro de este blog... es un recién bien-venido a este mundo... se llama Emilio Ignacio y es el segundo nieto de la Ceci...
Aún no tiene un currículum muy extenso, nació el 22 de marzo del año de nuestro señor 2011, en Iquique, aunque debería haber nacido un día después...
Se adjunta imagen:
¿Lo aceptamos?
¡Está bien...!
Está bien, pero antes de publicar el otro cuento de Daudet, El sitio de Berlín, me permitiré hacer un paréntesis humorístico, esperando que les provoque, por lo menos, una sonrisa:
Querida amiga..., escribió.
Pero se detuvo. “Querida” es una palabra con un segundo sentido altamente inmoral. Lo mismo que “amiga”. En otra persona hubiera podido pasar, pero en él... ¡con aquella profesión y aquellos tres premios Nóbel de semántica! Rápidamente tachó las dos palabras. Luego se dio cuenta de que una carta con tachaduras se ve muy fea, por lo cual arrugó el papel, lo tiró al cesto y empezó de nuevo en una hoja fresca:
Estimada señorita...
El eminente filólogo y semántico se detuvo y mordisqueó el bolígrafo. “Estimar” lo mismo significa tener aprecio por una persona, que juzgar, reputar, tasar, valuar. . . El término podría interpretarse en el sentido de que él ya había calibrado a la dama. Y aun desde el punto de vista afectivo, difícilmente podía sentir apego, inclinación o cariño por una mujer con quien sólo había hablado una vez por teléfono. Nueva tachadura y tercera cuartilla.
Distinguida señorita..
Diablos —pensó—-, en realidad no sabía si era señora o señorita. Esto podía tener mucha importancia. Si la trataba de señorita siendo casada, podría producirse una ironía infamante. Era tanto como decirle: “se comporta usted con la frivolidad de una chica soltera”. O peor aún: “su señor marido no ha sido capaz de consumar el matrimonio”. ¡Horror! El eminente filólogo y semántico se vio mentalmente abofeteado o retado a duelo de sable por un marido enfurecido. Y por lo que hace a “distinguida”... Distinguir también significa diferenciar, separar, especificar, precisar, discernir, percibir, reconocer. Acepciones todas que entrañan un grado de intimidad que desde luego no existía entre él y la dama. Era tanto como decirle: “yo la distingo a usted entre muchas otras mujeres, la percibo al primer golpe de vista, la reconozco de inmediato, pues sus encantos me son familiares”. Ni hablar.
Amable conocida..., escribió con ciertas dudas, después de una larga reflexión.
Pero de repente se le vino encima el recuerdo de la Biblia: “Y Adán conoció a su mujer...” Rojo como un tomate, el eminente filólogo y semántico tachó diez veces seguidas la insidiosa segunda palabra.
Muy señora mía...
Esta era la fórmula de encabezamiento común y corriente, que no compromete a nadie. Es decir, salvo el vocablo “mía”. ¡Con Cuánta ligereza escriben los demás una carta! “Mía” indica posesión. Y todo el mundo sabe lo que significa la “posesión” de una mujer. ¡Qué barbaridad! Tachó el “mía” y tiró el papel al cesto. Decididamente el conocimiento a fondo del lenguaje tiene sus problemas e inconvenientes.
Honorable dama..., principió una nueva cuartilla.
Paró el bolígrafo en seco. “Honorable” entrañaba las mismas dificultades. ¿En qué estriba el honor femenino? En la honestidad, el recato, la decencia, las virtudes propias del sexo, la castidad, el decoro. Recalcarle el término a una dama podría interpretarse en diversos sentidos, uno de ellos en son de mofa, chanza o pitorreo. Igual que se le dice “güero” a un prieto retinto o “jovenazo” a un ancianito.
De pronto el rostro del eminente filólogo y semántico se iluminó con una sonrisa.
—¡María Cristina! —gritó.
No porque así se llamara la dama a quien dirigía la carta, sino porque ése era el nombre de su mujer.
Doña María Cristina, una veterana más bien fea, medio pachucha y bastante fondona, entró en el despacho en bata y con rizadores en el cabello, arrastrando las pantuflas y con aire de fastidio.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
—María Cristina, hija, hazme un favor —le dijo el eminente filólogo y semántico—. Escribe tú en tu iletrada manera una carta a esta señora, o lo que sea, haciendo el pedido del Diccionario de Incorrecciones y Particularidades del lenguaje. Aquí tienes la dirección de la librería.
Marco A. Almazán, Pitos y flautas.
Peligros de la semántica
.
El eminente filólogo, tres veces Premio Nóbel de Semántica (que como ustedes saben es la ciencia que trata de los cambios de significación de las palabras), aprestó el bolígrafo y puso la fecha en el ángulo superior derecho de la cuartilla. .
Querida amiga..., escribió.
Pero se detuvo. “Querida” es una palabra con un segundo sentido altamente inmoral. Lo mismo que “amiga”. En otra persona hubiera podido pasar, pero en él... ¡con aquella profesión y aquellos tres premios Nóbel de semántica! Rápidamente tachó las dos palabras. Luego se dio cuenta de que una carta con tachaduras se ve muy fea, por lo cual arrugó el papel, lo tiró al cesto y empezó de nuevo en una hoja fresca:
Estimada señorita...
El eminente filólogo y semántico se detuvo y mordisqueó el bolígrafo. “Estimar” lo mismo significa tener aprecio por una persona, que juzgar, reputar, tasar, valuar. . . El término podría interpretarse en el sentido de que él ya había calibrado a la dama. Y aun desde el punto de vista afectivo, difícilmente podía sentir apego, inclinación o cariño por una mujer con quien sólo había hablado una vez por teléfono. Nueva tachadura y tercera cuartilla.
Distinguida señorita..
Diablos —pensó—-, en realidad no sabía si era señora o señorita. Esto podía tener mucha importancia. Si la trataba de señorita siendo casada, podría producirse una ironía infamante. Era tanto como decirle: “se comporta usted con la frivolidad de una chica soltera”. O peor aún: “su señor marido no ha sido capaz de consumar el matrimonio”. ¡Horror! El eminente filólogo y semántico se vio mentalmente abofeteado o retado a duelo de sable por un marido enfurecido. Y por lo que hace a “distinguida”... Distinguir también significa diferenciar, separar, especificar, precisar, discernir, percibir, reconocer. Acepciones todas que entrañan un grado de intimidad que desde luego no existía entre él y la dama. Era tanto como decirle: “yo la distingo a usted entre muchas otras mujeres, la percibo al primer golpe de vista, la reconozco de inmediato, pues sus encantos me son familiares”. Ni hablar.
Amable conocida..., escribió con ciertas dudas, después de una larga reflexión.
Pero de repente se le vino encima el recuerdo de la Biblia: “Y Adán conoció a su mujer...” Rojo como un tomate, el eminente filólogo y semántico tachó diez veces seguidas la insidiosa segunda palabra.
Muy señora mía...
Esta era la fórmula de encabezamiento común y corriente, que no compromete a nadie. Es decir, salvo el vocablo “mía”. ¡Con Cuánta ligereza escriben los demás una carta! “Mía” indica posesión. Y todo el mundo sabe lo que significa la “posesión” de una mujer. ¡Qué barbaridad! Tachó el “mía” y tiró el papel al cesto. Decididamente el conocimiento a fondo del lenguaje tiene sus problemas e inconvenientes.
Honorable dama..., principió una nueva cuartilla.
Paró el bolígrafo en seco. “Honorable” entrañaba las mismas dificultades. ¿En qué estriba el honor femenino? En la honestidad, el recato, la decencia, las virtudes propias del sexo, la castidad, el decoro. Recalcarle el término a una dama podría interpretarse en diversos sentidos, uno de ellos en son de mofa, chanza o pitorreo. Igual que se le dice “güero” a un prieto retinto o “jovenazo” a un ancianito.
De pronto el rostro del eminente filólogo y semántico se iluminó con una sonrisa.
—¡María Cristina! —gritó.
No porque así se llamara la dama a quien dirigía la carta, sino porque ése era el nombre de su mujer.
Doña María Cristina, una veterana más bien fea, medio pachucha y bastante fondona, entró en el despacho en bata y con rizadores en el cabello, arrastrando las pantuflas y con aire de fastidio.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
—María Cristina, hija, hazme un favor —le dijo el eminente filólogo y semántico—. Escribe tú en tu iletrada manera una carta a esta señora, o lo que sea, haciendo el pedido del Diccionario de Incorrecciones y Particularidades del lenguaje. Aquí tienes la dirección de la librería.
Marco A. Almazán, Pitos y flautas.
23 de marzo de 2011
La partida de billar (de Alphonse Daudet)
Como combaten desde hace dos días y han pasado la noche con el petate al hombro bajo una lluvia torrencial, los soldados están extenuados. Sin embargo, hace ya tres mortales horas que se les tiene aquí pudriéndose, con el arma a los pies, en los charcos de las carreteras, en el barro de los campos inundados.
Abatidos por la fatiga, por las noches pasadas, por los uniformes empapados, se aprietan unos contra otros para calentarse y sostenerse. Algunos duermen de pie, apoyados en el petate del vecino, y la lasitud, las privaciones se ven mejor en esos rostros distendidos, abandonados en el sueño. La lluvia..., el barro..., sin fuego..., sin sopa..., el cielo bajo y oscuro..., el enemigo que se presiente alrededor... ¡Qué lúgubre es todo!
¿Qué hacen ahí? ¿Qué ocurre?
Los cañones, con la boca dirigida hacia el bosque, parecen acechar algo. Las ametralladoras emboscadas miran fijamente al horizonte. Todo parece listo para un ataque. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué esperan?
Esperan órdenes, y el cuartel general no las envía.
Sin embargo, el cuartel general no está lejos. Está en ese hermoso castillo de estilo Luis XIII, cuyos rojos ladrillos, lavados por la lluvia, brillan en la ladera entre los macizos. Verdadera morada principesca, muy digna de ostentar la enseña de un mariscal de Francia. Detrás de una gran una zanja y de una rampa de piedra que los separan de la carretera, los céspedes suben hasta la escalinata, densos y verdes, bordeados de jarrones floridos. Del otro lado, del lado íntimo de la casa, los viales abren boquetes luminosos, el estanque, donde nadan los cisnes se extiende como un espejo; y bajo el tejado en forma de pagoda de una inmensa pajarera, lanzando gritos agudos entre el follaje, los pavos reales, los faisanes dorados baten las alas y hacen la rueda. Aunque los dueños se han marchado, no se percibe el abandono, el gran «¡Sálvese quien pueda!» de la guerra.
La bandera del jefe del ejército ha preservado hasta las más menudas florecillas del césped, y resulta algo emocionante encontrar, tan cerca del campo de batalla, esta calma opulenta que procede del orden de las cosas, de la correcta alineación de los macizos, de la silenciosa profundidad de las avenidas.
La lluvia, que amontona tan desagradable barro en las carreteras y produce tan profundas rodadas, aquí no es más que un aguacero elegante, aristocrático, que aviva el rojo de los ladrillos, el verde de los céspedes y da lustre a las hojas de los naranjos y a las plumas blancas de los cisnes. Todo reluce, todo es apacible. Realmente, de no ser por la bandera que ondea en lo alto del tejado, de no ser por los dos soldados de guardia ante la verja, nadie creería estar en un cuartel general. Los caballos descansan en las cuadras. Por aquí y por allá se ven algunos asistentes y ordenanzas, en ropa de faena merodeando cerca de las cocinas, o algún jardinero en pantalón rojo pasando tranquilamente su rastrillo por la arena de los patios.
El comedor, cuyas ventanas dan a la escalinata, permite ver una mesa a medio quitar, botellas abiertas, vasos sucios y vacíos, descoloridos sobre el mantel arrugado, es decir, el final de un banquete cuando los comensales se han marchado. En la habitación de al lado se oyen ruidos de voces, risas, bolas de billar que ruedan, vasos que chocan. El mariscal está jugando su partida y he aquí por qué el ejército espera órdenes. Cuando el mariscal ha empezado su partida, ya puede hundirse el cielo, nada en el mundo podrá impedir que la termine.
¡El billar! Ésta es la debilidad del gran militar.
Ahí está, serio como en una batalla, vestido de gala, con el pecho cubierto de condecoraciones, con la mirada brillante, los pómulos encendidos en la animación de la comida, del juego y los ponches. Sus ayudantes de campo lo rodean solícitos, respetuosos, pasmándose de admiración tras cada una de sus jugadas. Cuando el mariscal hace un punto, todos se precipitan hacia el marcador; cuando el mariscal tiene sed, todos quieren prepararle el ponche. Se oye el roce de charreteras y penachos, el tintineo de cruces y cordones que se entrechocan. Al ver todas sus graciosas sonrisas, sus finas reverencias de cortesanos, tantos bordados, tantos uniformes nuevos, en esta lujosa sala con zócalos de roble, abierta sobre parques, sobre patios de honor, vienen a la memoria los otoños de Compiègne, y el espíritu olvida la visión de los sucios capotes que se pudren allá, a lo largo de los caminos, formando grupos tan sombríos, bajo la lluvia.
El contrincante del mariscal es un joven capitán de Estado Mayor, muy ceñido, rizado, enguantado que es de primera clase en el billar y capaz de vencer a todos los mariscales de la tierra, pero sabe mantenerse a una respetuosa distancia de su jefe, y se esmera en no ganar, pero también en no perder con demasiada facilidad. Es lo que se dice un oficial de porvenir...
¡Atención, joven! ¡compórtese bien! El mariscal tiene quince puntos; usted, diez. Hay que llevar el juego del mismo modo hasta el final y habrá usted hecho más por el ascenso que si estuviese usted fuera con los otros, bajo los torrentes de agua que anegan el horizonte, ensuciándose su bonito uniforme, empañándose el oro de sus cordones, esperando esas órdenes que no llegan. Es una partida verdaderamente interesante. Las bolas corren, se rozan, entrecruzan sus colores. Las bandas devuelven bien; el tapete se calienta... De repente, la llama de un cañonazo cruza el cielo... Un ruido sordo hace temblar los cristales. Todo el mundo se estremece; se miran con inquietud. El mariscal es el único que no ha visto ni oído nada: inclinado sobre el billar, está combinando un magnífico efecto de retroceso. ¡Los retrocesos son su fuerte!
Pero he ahí un nuevo resplandor y después otro... Los cañonazos se suceden, se precipitan. Los ayudantes de campo corren a las ventanas. ¿Será que atacan los prusianos?
-¡Pues que ataquen! -dice el general dando tiza-. Le toca jugar, capitán.
El Estado Mayor se estremece de admiración. Turena, dormido sobre una cureña, no era nada al lado de este mariscal, tan sereno delante del billar en el momento de la acción... Entre tanto, los cañonazos aumentan. A las sacudidas del cañón se mezcla el tableteo de las ametralladoras y el redoble de las descargas de pelotón. Una humareda rojiza, negra en los bordes, sube hasta lo último de los céspedes. Todo el fondo del parque está encendido. Los pavos reales, los faisanes, asustados, chillan en la pajarera; los caballos árabes, al oler la pólvora, se encabritan en el fondo de las cuadras. El cuartel general comienza a inquietarse. Partes y más partes. Los correos llegan a rienda suelta preguntando por el mariscal. Pero el mariscal es inabordable. Ya les decía yo que no dejaría su partida por nada ni por nadie.
-Usted juega, capitán.
Pero el capitán se distrae. ¡Eso pasa por ser joven! Ahí está, pierde la cabeza y olvida su juego, y hace, carambola tras carambola, dos series que casi le dan la victoria. Esta vez, el mariscal se ha puesto furioso. La sorpresa y la indignación se reflejan en su masculino semblante. Precisamente en este momento un caballo llega a galope tendido y cae reventado en el patio. Un ayudante, cubierto de barro, fuerza la consigna, sube la escalinata de un salto... «¡Mariscal! ¡Mariscal!» ¡Hay que ver cómo lo reciben! Resoplando de cólera, rojo como un gallo, el mariscal se asoma a una ventana, con el taco en la mano.
-¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Dónde están los centinelas?
-Pero, mariscal...
-Basta... Dentro de un rato... ¡Que esperen mis órdenes! ¡Pardiez!
Y la ventana se cierra violentamente. ¡Que esperen sus órdenes!
¡Eso es lo que hacen los pobres! El viento les arroja la lluvia y la metralla en pleno rostro. Batallones enteros son aplastados mientras otros permanecen con el arma al brazo sin poder comprender la causa de su pasividad. No pueden hacer nada, esperan órdenes... Y, como para morir no hay necesidad de órdenes, los hombres caen por cientos detrás de los zarzales, en las trincheras, frente del gran castillo silencioso... Y ya caídos, la metralla los destroza aún, y por sus abiertas heridas mana en silencio la generosa sangre de Francia... Arriba la sala de billar se caldea; el mariscal ha vuelto a recobrar ventaja, pero el joven capitán se defiende como un león.
¡Diecisiete! ¡Dieciocho! ¡Diecinueve!
Apenas hay tiempo para anotar los puntos. El ruido de la batalla se aproxima. Sólo le falta una jugada al mariscal. Algunos obuses caen en el parque. Uno estalla sobre el estanque. El espejo se quiebra; un cisne nada, despavorido, en un remolino de plumas ensangrentadas. Es el último disparo...
Ahora, un gran silencio. Sólo se oye la lluvia que cae sobre los árboles, y un ruido confuso al pie de la colina y por los caminos inundados, algo como el rumor sordo de un rebaño que se apresura... El ejército ha sido derrotado. El mariscal ha ganado su partida.
FIN
Contes du lundi, 1873
20 de marzo de 2011
Un cuento del inmortal Chéjov
Exageró la nota
Antón P. Chéjov
La finca a la cual se dirigía para efectuar el deslinde distaba unos treinta o cuarenta kilómetros, que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich tenía que recorrer a caballo. Se había apeado en la estación de Grilushki.
(Si el cochero está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden calcularse unos treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado cuatro copas y los caballos están fatigados, hay que calcular unos cincuenta.)
-Oiga, señor gendarme, ¿podría decirme dónde puedo encontrar caballos de posta? -le preguntó el agrimensor al gendarme de servicio en la estación.
-¿Cómo dice? ¿Caballos de posta? Aquí no hay un perro decente en cien kilómetros a la redonda. ¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene usted que ir muy lejos?
-A la finca del general Jojotov, en Devkino.
-Intente en el patio, al otro lado de la estación -dijo el gendarme, bostezando-. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.
El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.
-Vaya un carro -gruñó el agrimensor al subir al destartalado vehículo-. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte trasera...
-Nada más fácil -replicó el campesino-. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de atrás.
El caballo era joven, aunque muy flaco, abierto de patas y de orejas caídas. Cuando el campesino, alzándose sobre su asiento, lo azotó con el látigo, el caballo se limitó a sacudir la cabeza; al segundo azote, acompañado de una blasfemia, el carro rechinó y empezó a temblar como si tuviera fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó; después del cuarto, se puso en marcha.
-¿Crees que llegaremos a este paso? -preguntó el agrimensor, dolorido por las fuertes sacudidas y maravillado de la habilidad que muestran los carreteros rusos para combinar la marcha a paso de tortuga con sacudidas capaces de arrancarle a uno el alma del cuerpo.
-¡Desde luego! -respondió el carretero, en tono tranquilizador-. El caballo es joven y animoso... Cuando se pone en marcha, no hay modo de detenerlo. ¡Arre-e-e, maldi-i-i-to!
Cuando el carro salió del patio de la estación empezaba a oscurecer. A la derecha del agrimensor se extendía una llanura interminable, oscura y helada. Probablemente conducía al lugar donde Cristo dio las tres voces... En el horizonte, donde la llanura se confundía con el cielo, se extinguía perezosamente el frío crepúsculo de aquella tarde otoñal. A la izquierda del camino, en la oscuridad, se divisaban unos montones que lo mismo podían ser pilas de heno del año anterior que casas rurales. El agrimensor no veía lo que había delante, pues en aquella dirección su campo visual quedaba tapado por la ancha espalda del carretero. La calma era absoluta. El frío, intensísimo. Helaba.
"¡Qué parajes más solitarios! -pensaba el agrimensor, mientras trataba de taparse las orejas con el cuello del abrigo-. Ni un solo árbol, ni una sola casa... Si por desgracia te asaltan, nadie se entera de ello, aunque dispares un cañonazo. Y el cochero no tiene un aspecto muy tranquilizador que digamos... ¡Vaya espaldas! Un tipo así te pega un trompazo y sacas el hígado por la boca. Y su cara es de lo más sospechosa..."
-Oye, amigo -le preguntó al cochero-. ¿Cómo te llamas?
-¿A mí me hablas? Me llamo Klim.
-Dime, Klim, ¿qué tal andan las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No hay quienes hagan bromas pesadas?
-No, gracias a Dios. ¿Quién va a gastar bromas en un lugar como éste?
-Me alegro de que no tengan esas aficiones. Pero, por si acaso, voy armado con tres revólveres -mintió el agrimensor-. Y, con un revólver en la mano, el que quiera buscarme las pulgas está arreglado: puedo enfrentarme con diez bandidos, ¿sabes?
La oscuridad era cada vez más intensa. De pronto el carro emitió un quejido, rechinó, tembló y dobló hacia la izquierda, como si lo hiciera de mala gana.
"¿A dónde me lleva este sinvergüenza? -pensó el agrimensor-. Íbamos en línea recta y ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe Dios... quizás a alguna cueva de bandoleros... y... no sería el primer caso..."
-Escucha -le dijo al campesino-. ¿De veras no son peligrosos estos parajes? ¡Qué lástima! Con lo que a mí me gusta verme las caras con los bandidos... Aquí donde me ves, con mi aspecto flaco y enfermizo, tengo la fuerza de un toro... En cierta ocasión me atacaron unos bandidos. Pues bien, lo sacudí a uno de tal modo, que ahí quedó, ¿entiendes? Y los otros, gracias a mí, fueron enviados a Siberia condenados a trabajos forzados. Ni yo mismo sé de dónde saco tanta fuerza... Tomo con una mano a un hombrón como tú... y lo volteo.
Klim miró de reojo al agrimensor, parpadeó y arreó al caballo.
-Sí, amigo -continuó el agrimensor-. Pobre del que se meta conmigo. Le arranco los brazos, las piernas y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me conocen. Soy un funcionario del Estado, un personaje... La Superioridad sabe que hago este viaje... y está pendiente de que nadie se meta conmigo. A lo largo del camino, detrás de los arbustos, hay soldados apostados y gendarmes apostados. ¡Para! ¡Para! -bramó súbitamente-. ¿Dónde te has metido? ¿Adónde me llevas?
Oye, Klim, ¿por qué arreas de ese modo al caballo?
-No le he dicho nada. Se ha puesto a galopar por iniciativa suya. Cuando echa a correr, no hay modo de detenerlo... Con esas patas que tiene...
-¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y te aconsejo que no corras tanto. Frena un poco al caballo. ¿Me oyes? ¡Frénalo!
-¿Por qué?
-Porque... porque detrás de mí debían salir otros cuatro camaradas de la estación. Tienen que alcanzarnos... Prometieron alcanzarme en este bosque... El viaje será más entretenido con ellos... Son gente sana, fuerte... los cuatro llevan pistola... ¿Por qué te vuelves tantas veces y te agitas como si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh? ¡Cuidado, amigo! ¿Tengo monos en la cara? Lo único que tengo interesante son mis revólveres... Espera, voy a sacarlos y te los enseñaré... Espera...
El agrimensor fingió rebuscar en sus bolsillos; pero en aquel instante sucedió lo que nunca se hubiera imaginado, a pesar de toda su cobardía; de repente, Klim se lanzó fuera del carro y se dirigió a cuatro patas hacia la espesura del bosque lindante.
-¡Socorro! -empezó a gritar-. ¡Socorro! ¡Llévate el caballo y la carreta, maldito, pero no me condenes el alma! ¡Socorro!
Se oyeron pasos veloces que se alejaban, crujidos de ramas al quebrarse, y luego reinó el silencio. Lo primero que hizo el agrimensor, que jamás se esperaba aquella salida, fue detener el caballo. Luego se acomodó lo mejor que pudo en el carro y empezó a pensar.
El muy imbécil ha huido, se ha asustado... Bueno, ¿y qué hago yo ahora? No puedo seguir adelante, porque no conozco el camino, y, además, podrían creer que he robado el caballo... ¿Qué hago?"
-¡Klim! ¡Klim!
-¡Klim! -le respondió el eco.
-¡Klimito! -empezó a gritar-. ¡Querido! ¿Dónde estás, Klim?
El agrimensor se pasó unas dos horas gritando, y ya se había quedado ronco, se había hecho ya a la idea de pasar la noche en el bosque, cuando una débil ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un lamento.
-¡Klim! ¿Eres tú, querido? ¡Acércate!
-¿No... no me matarás?
-Sólo he querido gastarte una broma, querido. ¡Te lo juro! ¡No llevo ningún revólver, créeme! ¡Te he mentido por miedo! ¡Vámonos, por favor! ¡Me estoy helando!
Klim comprendió que si el agrimensor hubiera sido un bandido, como había temido, se habría marchado con el caballo y el carro sin esperar a más. Salió de su escondrijo y se dirigió hacia el vehículo con paso vacilante.
-¡Vamos! -exclamó el agrimensor-. ¡Sube! Te he gastado una broma inocente y te has asustado como un niño.
-¡Dios te perdone! -gruñó Klim, subiendo a la carreta-. Si llego a imaginármelo, no te hubiera llevado ni por cien rublos de plata. Por poco me muero de miedo...
Klim azotó el caballo. El carro tembló. Klim azotó al animal por segunda vez y el vehículo se tambaleó. Después del cuarto azote, cuando el carro se puso en marcha, el agrimensor se tapó las orejas con el cuello del abrigo y se quedó pensativo. Ni el camino ni Klim le parecían ya peligrosos.
Antón P. Chéjov
La finca a la cual se dirigía para efectuar el deslinde distaba unos treinta o cuarenta kilómetros, que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich tenía que recorrer a caballo. Se había apeado en la estación de Grilushki.
(Si el cochero está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden calcularse unos treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado cuatro copas y los caballos están fatigados, hay que calcular unos cincuenta.)
-Oiga, señor gendarme, ¿podría decirme dónde puedo encontrar caballos de posta? -le preguntó el agrimensor al gendarme de servicio en la estación.
-¿Cómo dice? ¿Caballos de posta? Aquí no hay un perro decente en cien kilómetros a la redonda. ¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene usted que ir muy lejos?
-A la finca del general Jojotov, en Devkino.
-Intente en el patio, al otro lado de la estación -dijo el gendarme, bostezando-. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.
El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.
-Vaya un carro -gruñó el agrimensor al subir al destartalado vehículo-. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte trasera...
-Nada más fácil -replicó el campesino-. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de atrás.
El caballo era joven, aunque muy flaco, abierto de patas y de orejas caídas. Cuando el campesino, alzándose sobre su asiento, lo azotó con el látigo, el caballo se limitó a sacudir la cabeza; al segundo azote, acompañado de una blasfemia, el carro rechinó y empezó a temblar como si tuviera fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó; después del cuarto, se puso en marcha.
-¿Crees que llegaremos a este paso? -preguntó el agrimensor, dolorido por las fuertes sacudidas y maravillado de la habilidad que muestran los carreteros rusos para combinar la marcha a paso de tortuga con sacudidas capaces de arrancarle a uno el alma del cuerpo.
-¡Desde luego! -respondió el carretero, en tono tranquilizador-. El caballo es joven y animoso... Cuando se pone en marcha, no hay modo de detenerlo. ¡Arre-e-e, maldi-i-i-to!
Cuando el carro salió del patio de la estación empezaba a oscurecer. A la derecha del agrimensor se extendía una llanura interminable, oscura y helada. Probablemente conducía al lugar donde Cristo dio las tres voces... En el horizonte, donde la llanura se confundía con el cielo, se extinguía perezosamente el frío crepúsculo de aquella tarde otoñal. A la izquierda del camino, en la oscuridad, se divisaban unos montones que lo mismo podían ser pilas de heno del año anterior que casas rurales. El agrimensor no veía lo que había delante, pues en aquella dirección su campo visual quedaba tapado por la ancha espalda del carretero. La calma era absoluta. El frío, intensísimo. Helaba.
"¡Qué parajes más solitarios! -pensaba el agrimensor, mientras trataba de taparse las orejas con el cuello del abrigo-. Ni un solo árbol, ni una sola casa... Si por desgracia te asaltan, nadie se entera de ello, aunque dispares un cañonazo. Y el cochero no tiene un aspecto muy tranquilizador que digamos... ¡Vaya espaldas! Un tipo así te pega un trompazo y sacas el hígado por la boca. Y su cara es de lo más sospechosa..."
-Oye, amigo -le preguntó al cochero-. ¿Cómo te llamas?
-¿A mí me hablas? Me llamo Klim.
-Dime, Klim, ¿qué tal andan las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No hay quienes hagan bromas pesadas?
-No, gracias a Dios. ¿Quién va a gastar bromas en un lugar como éste?
-Me alegro de que no tengan esas aficiones. Pero, por si acaso, voy armado con tres revólveres -mintió el agrimensor-. Y, con un revólver en la mano, el que quiera buscarme las pulgas está arreglado: puedo enfrentarme con diez bandidos, ¿sabes?
La oscuridad era cada vez más intensa. De pronto el carro emitió un quejido, rechinó, tembló y dobló hacia la izquierda, como si lo hiciera de mala gana.
"¿A dónde me lleva este sinvergüenza? -pensó el agrimensor-. Íbamos en línea recta y ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe Dios... quizás a alguna cueva de bandoleros... y... no sería el primer caso..."
-Escucha -le dijo al campesino-. ¿De veras no son peligrosos estos parajes? ¡Qué lástima! Con lo que a mí me gusta verme las caras con los bandidos... Aquí donde me ves, con mi aspecto flaco y enfermizo, tengo la fuerza de un toro... En cierta ocasión me atacaron unos bandidos. Pues bien, lo sacudí a uno de tal modo, que ahí quedó, ¿entiendes? Y los otros, gracias a mí, fueron enviados a Siberia condenados a trabajos forzados. Ni yo mismo sé de dónde saco tanta fuerza... Tomo con una mano a un hombrón como tú... y lo volteo.
Klim miró de reojo al agrimensor, parpadeó y arreó al caballo.
-Sí, amigo -continuó el agrimensor-. Pobre del que se meta conmigo. Le arranco los brazos, las piernas y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me conocen. Soy un funcionario del Estado, un personaje... La Superioridad sabe que hago este viaje... y está pendiente de que nadie se meta conmigo. A lo largo del camino, detrás de los arbustos, hay soldados apostados y gendarmes apostados. ¡Para! ¡Para! -bramó súbitamente-. ¿Dónde te has metido? ¿Adónde me llevas?
Oye, Klim, ¿por qué arreas de ese modo al caballo?
-No le he dicho nada. Se ha puesto a galopar por iniciativa suya. Cuando echa a correr, no hay modo de detenerlo... Con esas patas que tiene...
-¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y te aconsejo que no corras tanto. Frena un poco al caballo. ¿Me oyes? ¡Frénalo!
-¿Por qué?
-Porque... porque detrás de mí debían salir otros cuatro camaradas de la estación. Tienen que alcanzarnos... Prometieron alcanzarme en este bosque... El viaje será más entretenido con ellos... Son gente sana, fuerte... los cuatro llevan pistola... ¿Por qué te vuelves tantas veces y te agitas como si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh? ¡Cuidado, amigo! ¿Tengo monos en la cara? Lo único que tengo interesante son mis revólveres... Espera, voy a sacarlos y te los enseñaré... Espera...
El agrimensor fingió rebuscar en sus bolsillos; pero en aquel instante sucedió lo que nunca se hubiera imaginado, a pesar de toda su cobardía; de repente, Klim se lanzó fuera del carro y se dirigió a cuatro patas hacia la espesura del bosque lindante.
-¡Socorro! -empezó a gritar-. ¡Socorro! ¡Llévate el caballo y la carreta, maldito, pero no me condenes el alma! ¡Socorro!
Se oyeron pasos veloces que se alejaban, crujidos de ramas al quebrarse, y luego reinó el silencio. Lo primero que hizo el agrimensor, que jamás se esperaba aquella salida, fue detener el caballo. Luego se acomodó lo mejor que pudo en el carro y empezó a pensar.
El muy imbécil ha huido, se ha asustado... Bueno, ¿y qué hago yo ahora? No puedo seguir adelante, porque no conozco el camino, y, además, podrían creer que he robado el caballo... ¿Qué hago?"
-¡Klim! ¡Klim!
-¡Klim! -le respondió el eco.
-¡Klimito! -empezó a gritar-. ¡Querido! ¿Dónde estás, Klim?
El agrimensor se pasó unas dos horas gritando, y ya se había quedado ronco, se había hecho ya a la idea de pasar la noche en el bosque, cuando una débil ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un lamento.
-¡Klim! ¿Eres tú, querido? ¡Acércate!
-¿No... no me matarás?
-Sólo he querido gastarte una broma, querido. ¡Te lo juro! ¡No llevo ningún revólver, créeme! ¡Te he mentido por miedo! ¡Vámonos, por favor! ¡Me estoy helando!
Klim comprendió que si el agrimensor hubiera sido un bandido, como había temido, se habría marchado con el caballo y el carro sin esperar a más. Salió de su escondrijo y se dirigió hacia el vehículo con paso vacilante.
-¡Vamos! -exclamó el agrimensor-. ¡Sube! Te he gastado una broma inocente y te has asustado como un niño.
-¡Dios te perdone! -gruñó Klim, subiendo a la carreta-. Si llego a imaginármelo, no te hubiera llevado ni por cien rublos de plata. Por poco me muero de miedo...
Klim azotó el caballo. El carro tembló. Klim azotó al animal por segunda vez y el vehículo se tambaleó. Después del cuarto azote, cuando el carro se puso en marcha, el agrimensor se tapó las orejas con el cuello del abrigo y se quedó pensativo. Ni el camino ni Klim le parecían ya peligrosos.
19 de marzo de 2011
Cuento: La sospecha
Un hombre perdió su hacha y sospechó del hijo de su vecino. Observó la manera de caminar del muchacho: exactamente como un ladrón. Observó la expresión del joven: como la de un ladrón. Observó también su forma de hablar: igual a la de un ladrón. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable del hurto.
Pero más tarde encontró su hacha en un valle. Y después, cuando volvió a ver al hijo de su vecino, todos los gestos y acciones del muchacho parecían muy diferentes de los de un ladrón.
Anónimo chino
17 de marzo de 2011
Otra de Saint Patrick's Day
El Día de san Patricio se celebra a nivel mundial por todos los irlandeses e incluso muchas veces por gente que no tiene ascendencia irlandesa. La celebración generalmente tiene por temática todo lo que es verde e irlandés; ambos, cristianos y no cristianos, celebran la fiesta regularmente vistiéndose de verde, disfrutando de la gastronomía irlandesa la cual incluye col y bebidas irlandesas, y asistiendo a desfiles.
En algunos establecimientos se puede apreciar que se vende cerveza teñida verde para la festividad.
Saint Patrick Day
Muchas Felicidades a las Patricias y Patricios en este día de onomástico, mis mejores deseos para cada uno de ellos.
Cuidense mucho, y celebren lo mejor que puedan!
un abrazoooooooo
Cuidense mucho, y celebren lo mejor que puedan!
un abrazoooooooo
13 de marzo de 2011
6 de marzo de 2011
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