29 de abril de 2021

Las especialistas.

Era una tarde como cualquier otra, que dejaba paso ya a la noche, y yo estaba en el computador, como es habitual a esa hora. Enfrascado en lo que hacía, no noté la entrada de mi hijo sino hasta que me habló, con voz que sonaba agitada:  Papá, un ratón...

A esa voz, todo lo demás dejó de tener importancia, nada es más importante que el hecho que un intruso semejante se atreva a ingresar en nuestros dominios. Es un problema que debe atacarse de inmediato, ya que dilatar el asunto podría darles tiempo para establecerse, y eso sería muy malo. Mi casa es grande y plena de lugares donde una laucha pueda esconderse y pasar desapercibida, y dos o tres también. Por eso, mi hijo y yo le damos atención prioritaria e inmediata a estos casos, desde que él era un niño.

Mientras íbamos a su habitación, lugar donde se encontraba el intruso, pasó por mi mente una feliz idea: “ahora tenemos gatos”. Y sí, ciertamente, y no una, sino dos gatas tenía. Gatas, por lo demás, que llevan consigo fama de ser mejores cazadoras que los gatos. Sonreí, mientras pensaba “ya verás, laucha, no sabes en la que te has metido”. Pobre iluso, yo tampoco lo sabía.

Llegados a su habitación, donde el advenedizo animal se encontraba agazapado bajo un mueble, le dije a mi hijo que trajese a las gatas. Como si fuese tan fácil. Tsuki, al vernos nerviosos y apurados por atraparla, pensó que la cosa iba contra ella, así es que se dedicó a frustrar cualquier intento por tomarla. No hubo caso, y a cada momento se ponía más nerviosa. Así es que preferimos dejarla.

Con Noire es suficiente, dije yo, ella es más grande y lo hará mejor. Y así fue. Lo hizo mejor, pues la laucha apenas verla salió a escape hacia el pasillo, que aunque habíamos cerrado la puerta, el escurridizo y aparentemente deshuesado invasor pasó -sin dificultad alguna- por el ínfimo resquicio que quedaba debajo. Abrimos la puerta y Noire corrió detrás, seguida por nosotros, y entrando al living la atrapó con absoluta facilidad, de una vez y con una eficiencia sin par.

Hasta ahí todo bien, genial. Hasta ahí. Porque Noire, que por primera vez en su vida veía una laucha, y que jamás nunca había cazado nada que no fuera algún juguete o el ruedo de una cortina, no supo que más hacer con ella, y la soltó. El pequeño roedor quedó ahí, entre sus patas, como si no pudiera decidir si debía estar confundido o asustado, pero luego de unos instantes emprendió de nuevo veloz carrera por el borde de la pared, sin que pudiéramos hacer nada por detenerlo, ya que habíamos supuesto que Noire, como todo buen gato, sólo la había soltado para volverla a agarrar apenas quisiera escapar, y que tenía todo controlado. ¡Pamplinas!, ella se limitó a verlo correr, como si no fuera su asunto, ajena por completo a lo que esperábamos hiciera.

Tsuki, ya más curiosa que nerviosa, se hizo ver en ese momento en el vano de la puerta, pero sin ningún interés de perseguir a nadie. Solo curioseaba.

La laucha, ni corta ni perezosa, se escondió detrás de las cortinas. Las largas cortinas que llegan hasta el suelo. Despejamos en un dos por tres el área de muebles, sin perder de vista ambos extremos de las cortinas, por si pretendía escaparse de ahí. Movidos los muebles, con amplia visión de la zona y el resguardo de mi hijo atrás, me dirigí a la ventana y tomando las cortinas, las despegué del suelo, para dejar al bicho al descubierto y a merced de un buen golpe.

 

Pero, oh, sorpresa. No estaba. Sorprendido, solté las cortinas y las entreabrí despacio. ¡Y ahí estaba! En el borde de la ventana, sobre sus patas traseras, la condenada laucha ondeaba sus bigotes y me miraba. Quise darle un golpe con la mano, pero tenía la cortina agarrada y no conseguí nada más que perder de vista al animal, una vez más.

Nos pusimos de acuerdo, y decidimos atacar ambos al mismo tiempo, descorriendo lentamente las cortinas, una cada quien, pensando en que el visillo no bastaría para que se ocultara, y podríamos ver exactamente donde estaba. Pero las descorrimos, y las levantamos, y de la laucha nada. Ni rastro.

¿Las gatas? Las gatas a esa altura sólo nos miraban a distancia, como si estuvieran intrigadas por conocer el motivo de tanta zalagarda.

Revisamos las cortinas y los visillos de arriba abajo, y no estaba. Nos acusamos mutuamente de no haber visto cuando se escapaba. La buscamos por los rincones, detrás de los muebles, volcamos hasta el sofá, pero nada. Confiábamos en que por la puerta no había salido pues ahí estaban las gatas, y aunque habían demostrado ser unas inútiles para la caza, la laucha no lo sabía, y no correría sin motivo a enfrentarlas.

Era todo un misterio. La maldita bestia había desaparecido. Revisamos todo de de nuevo, tres  o cuatro veces, y cuando ya dábamos todo por perdido, cuando ya habíamos renunciado a la cacería y nos disponíamos a ordenar el living, me sentí extrañamente impulsado a mirar hacia arriba, a lo alto de la cortina. Y allí, asomando por sobre el borde de la cenefa sus malignos ojillos y su insolente cara, observándonos con aspecto de gozar del espectáculo, estaba la laucha. Nos había mirado desde allí, desde la altura, todo el rato que la buscábamos. Qué rabia, qué frustración, la miré de nuevo y me parecía como que se burlaba.

La bajé de un escobazo, y volvió a correr por el piso, por los muebles y las paredes, hasta que cayó, finalmente derrotada. No podía vencernos, claro que no, en nuestra propia casa, ni a mí, ni a mí, que llevaría como 30 muescas en el mango de la escoba, si las marcara...

Pero, eso sí, antes de irse se dio el gusto de reírse de nosotros un buen rato, ahí, en lo alto de la cenefa...

 


 

21 de abril de 2021

El merodeador nocturno

La historia de unos gatos que asaltaron una fuente con galletas, que alguien me contó recientemente, despertó en mí el recuerdo de un gato -que ya había olvidado- que hizo de las suyas con mi comida, alguna vez.

Vivía junto a un compañero, al lado mismo de un taller en el que trabajábamos. Y en el taller teníamos la cocina y todo lo que era menester, saliendo de él solo para irnos a dormir. No teníamos refrigerador, que hace 35 años atrás no eran tan fáciles de conseguir, de modo que cuando nos quedaba comida para el día siguiente, la dejábamos en la olla y ya. Muchas veces era carne o pollo lo que allí quedaba, de modo que al siguiente día sólo cocinábamos algo para acompañar.

Una mañana, al llegar junto a la cocina, nos encontramos con que la olla estaba destapada, y nuestro pollo asado había desaparecido. No entendíamos cómo pudo suceder. Un gato, dijo mi compañero (bastante mayor que yo), éste ha sido un gato. Pero ni encontramos gato alguno ni lugar por donde pudiera haber entrado. Y bueno, no nos ocupamos más del asunto.

 La siguiente vez que dejamos algo (días después), fue un buen trozo de carne, y mi compañero -pensando en lo ocurrido- guardó la olla dentro de un mueble, de manera que el supuesto gato no pudiera llegar a ella. Y nos fuimos. Mala idea. Cuando llegamos a la mañana siguiente, la carne estaba en el suelo del taller, medio comida y sucia, de haber sido arrastrada por el piso. El ladino animal había abierto el mueble, volcado la olla y tomado la carne, como si fuese lo más normal del mundo.

Rebuscamos por el taller, hasta que encontramos que, junto a una de las ventanas que, en lo alto de la pared, nos proporcionaban la luz, había una tabla suelta que le permitía al gato entrar y salir sin que nos hubiéramos dado cuenta. Yo iba ya a clavarla cuando mi compañero me tomó del brazo y me dijo que no. Quería que el gato volviera a entrar, porque pensaba vengarse. Se había tomado el hurto como una ofensa, y el desquite era ahora una cosa personal.

Cocinamos guiso de pollo un par de días después, para el almuerzo, y en la olla pusimos lo que debía ser para el día siguiente, como de costumbre. Le pregunté entonces cómo iba a hacer para evitar que el gato se lo comiera, y él sólo me respondió “ya vas a ver”. Cortó de una vieja cámara de neumático (en ese tiempo todos los neumáticos llevaban una cámara inflable dentro) una larga tira de goma, elástica y fuerte. Y con ella amarró la tapa de la olla, para luego darle 6 o siete vueltas alrededor, como si quisiera hacer un ovillo.

Y dejó la olla sobre la cocina, a la vista. Estaba muy seguro de sí mismo, de modo que yo confié en que sabía lo que hacía.

A la mañana siguiente, cuando entramos lo primero que vimos, desde la puerta, fue que no había nada sobre la cocina. Y que, en el piso, agarrado con sus cuatro patas a la olla y mordiendo los elásticos todavía, estaba el gato, furioso y desaliñado. No había podido abrirla, pero no se había rendido, y sabe dios cuántas horas llevaría luchando con las amarras, acuciado por el olor del pollo y por el jugo que escurría por la tapa cada vez que la volteaba. Y bueno ¿quién sabe?, tal vez hasta por una cuestión de orgullo personal.

En fin que aun en su furia pudo darse cuenta que nos acercábamos corriendo y soltó su presa, para correr a la desesperada en busca de la salida, pero le cortamos el paso, de modo que saltó y corrió por todo el taller con nosotros detrás, hasta que con la agilidad propia de los gatos nos evadió y consiguió salir por donde había entrado. El piso estaba todo resbaloso, con el aceite del pollo guisado, y sembrado de las cosas que había botado en su lucha contra la olla, y posterior huida. Limpiamos todo, riéndonos del gato, de su derrota y de su desalado escape.  

Mi compañero no quiso que cerrara el agujero en la pared: quería comprobar si el gato tendría el coraje de volver a nuestro taller. No lo tuvo. Nunca más volvió, y nuestra comida permanecía intacta en la olla. Amarrada, claro, que nunca nos volvimos a confiar.


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