19 de junio de 2018

"¿Y cuándo salimos de nuevo?"

Llegaron aquella primavera a trabajar con nosotros, por unos cuantos meses. Eran dos estudiantes en práctica, que estarían allí con nosotros. Fue toda una sorpresa el verlas llegar: dos muchachas. Dos muchachas en un ambiente en donde nunca había habido mujeres, y en donde aún entonces trabajaban solo hombres. Es cierto que en otros lugares cercanos, como el laboratorio o la administración, había mujeres, pero allí, en ese pequeño taller donde el trabajo era duro y tedioso, nunca las hubo.
Eran las dos muy diferentes, y si bien presumían de ser amigas, pronto se advirtió que no era sino la camaradería propia de quienes han estudiado juntos. Aunque casi de la misma estatura, una de ellas era de formas más gruesas, y lucía pechos que la hacían más atractiva a sus ahora compañeros de labor. Pero, el hecho que era más extrovertida, conversadora, y (¿cómo no?) fumadora empedernida, llevó a que fuera más bien considerada como un nuevo compañero, que como una mujer.
La otra, en tanto, era muy diferente. Delgada, sin ser flaca, sus atributos femeninos se perdían irremediablemente, bajo la basta ropa de trabajo. De manera que más parecía una niña extraviada en ese lugar, que otra cosa. Ayudaban a tal efecto su carácter más bien reservado, y que si bien respondía las preguntas que le hacían, no iniciaba conversaciones si lo podía evitar. Más linda de cara que su compañera, tenía unos ojos oscuros que parecían esconder algo, allá en lo profundo.
Pasaron las semanas, y ambas habían aprendido ya todas las tareas, si bien una avanzaba menos, por el tiempo dedicado al cigarrillo y a las amenas conversaciones, que se iniciaban cada vez que el jefe se perdía del taller, en tanto la otra persistía en su reservada actitud.
Pero, los hombres no somos buenos, y unos más que los otros, solemos llevar doblez en nuestras acciones, cuando de mujeres se trata. Y así fue que, habiendo visto que la una “tenía cancha”, y sabía de hombres lo suficiente para mantenerlos a raya, algunos pícaros empezaron a ver qué podían conseguir de la otra, de esa calladita que parecía una inocente niña. Y, sutilmente, empezaron a hablar delante de ella, haciendo referencia a salidas que hacían con los compañeros en los días de descanso, de lo que hacían y donde iban. De pronto, ella pareció interesarse en algo de lo que a diario decían, y preguntó cómo era eso de “los topless” que mencionaban. Les brillaron los ojos a los maldadosos, para explicarle -poco menos- que era un santo lugar donde los hombres iban a pasar el rato y a beber con los compañeros, y que así, como al acaso, había unas mujeres que bailaban en topless para diversión de los asistentes, pero nada más que eso. Y, luego, obvio, como buenos compañeros de trabajo, ellos se mostraron dispuestos a llevarla -si le interesaba conocer- la próxima vez que salieran. Ella, que seguía trabajando, mientras conversaba, mostró un tibio interés, pero no dijo que no, de modo que, concertándose con miradas, los compañeros la invitaron a ir el siguiente descanso. La idea de esos lobos, obvio, era embriagar a la pobre e inocente caperucita, y ver qué sucedía luego.

Conocí la historia días después, al notar que había cierta frialdad en el trato que le daban a la chica, e intrigado porque un día ella se animó a preguntar cuándo saldrían de nuevo, y recibió puras excusas, de ésas que uno advierte enseguida que lo son. Así es que empecé a averiguar qué significaba todo eso, y a qué salida se refería la muchacha. Había reserva y miradas entre ellos, que los hacían callar algo que, evidentemente, les avergonzaba y aún les molestaba.
Pero, bueno, cuando tienes gente a tu cargo aprendes a conocerlos, y sabes a quién y cómo hacer hablar, así es que creé la situación llevándome a uno, más “blandito” que los otros, para hacer un trabajo que en verdad no necesitaba. Y ahí, entre nos y habiendo asegurado que yo sería “tumba”, accedió a contarme lo que había pasado. Partiendo de lo que ya he contado (la concertación previa), hasta el curso mismo de los hechos.

Dizque llegaron aquella noche al topless en cuestión (un lugar donde no suelen ir otras mujeres que las que allí trabajan), y escogieron, por más perturbar a la chica, una mesa contigua a la pista de baile. Adosada, más bien dicho, y cuya superficie quedaba casi a la misma altura que el entarimado. Como ellos invitaban, le pusieron un trago (que esperaban fuera el primero de unos cuantos) y conversaron animadamente, aunque ella seguía con su política de sólo respuestas. Pasado un rato y tras un segundo trago, salió a la pista la primera bailarina. Y la muchacha no le sacó los ojos de encima. Para cuando salió la segunda “toplera” a hacer su número, ella ya había aprendido que -cuando te gusta la mujer- se le da una propina, que le pones directamente entre la piel y la escasísima ropa. Y, para espanto de los hasta entonces alegres compañeros, cuando la bailarina se acercó a su mesa danzando, ella se incorporó sobre la silla, billete en mano, y se lo deslizó hábilmente, para luego (como cualquier hombre haría) acariciarle al pasar la pierna, mientras la miraba a los ojos. La toplera se fue sonriéndole -un cliente es un cliente y una propina es una propina- en tanto los lobos en la mesa no se reponían de la sorpresa, y aun pusieron cara de cordero degollado cuando la invitada pidió otro trago, que los anteriores no parecían haber hecho otro efecto que colorearle las mejillas y desinhibirla no poco. Pero, es evidente, para nada como ellos querían.


El resumen de aquella salida de amigos fue que las topleras (“dateadas” por la primera) pasaron todas -en sus bailes- por aquella mesa, y se fueron con propina de la entusiasmada muchacha, los amables compañeros tuvieron que pagar la cuenta de los tragos, y de una noche amarga, y no consiguieron nada más que la frustración de descubrir no sólo que no era cosa fácil embriagarla, sino que además su compañerita era “lela”. O sea, un compañero más.

Los hombres no podemos callarnos, cuando hay de por medio la posibilidad de reírse por las caídas de otro, de modo que no tardé mucho en preguntar, en medio del almuerzo, por qué no salíamos un día a los topless, ya que me habían invitado tanto y yo nunca había aceptado. Y aunque a la muchacha le brillaron los ojos ante la posibilidad, "extrañamente" no hubo ningún interesado...
Cuando las chicas hubieron terminado su práctica, y se fueron, se destapó la olla, se recordaron los detalles, se culparon unos con otros y los demás nos reímos de ellos por mucho tiempo.

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