Érase
que se era una casa como cualquier otra casa, de ésas antiguas, de
madera, vieja como sólo pueden ser las casas nortinas de madera.
Y
en aquella casa, como en toda casa de madera que se respete, solían
aparecer ciertos visitantes nocturnos, de pies ligeros y suave andar,
amigos de comerse cualquier resto, sobra, miga o incluso alimentos que
pudieran encontrar.
Estos visitantes, conocidos en el gremio de
los roedores como "lauchas", habían proliferado el último tiempo, a
falta de gatos en los lugares aledaños, y por el descuido de los dueños
de casa que -imbuidos en el diario quehacer- no advirtieron su presencia
hasta que era ya tarde, cuando los viles roedores, no contentos con las
sobras que hallaban, rompieron arteramente una bolsa de arroz.
Levantada
pues la alarma, pusiéronse los habitantes en campaña, y llegó el marido
una noche con una trampa. Nueva, de reluciente metal, recién comprada
en una ferretería, al pasar rumbo a su hogar.
No sólo una trampa
traía, también había comprado para montarla el más sabroso manjar que
para ratones se puede encontrar: un oloroso trozo de queso amarillo,
mantecoso, que invitaba a ser comido. Un cubo de queso perfecto, algo
más grande que un dado de cacho, fue a parar a la trampa, la que, con
todo arte, fue montada al ras, de manera que el más leve roce la hiciera
saltar.
La instaló el hombre detrás de la cocina, lugar de
tránsito obligado de los nocturnos visitantes y, apagando las luces,
fuéronse a acostar. No habían apagado aún las luces del dormitorio (uno
leía y la otra miraba televisión), cuando se sintió un fuerte chasquido.
¡La trampa! se dijeron al unísono, a la vez que se miraban, y
en tanto ella se recogía instintivamente bajo las frazadas, levantóse él
rápidamente y, encendiendo luces, partió raudo a la cocina. Y allí
estaba pues, atrapado por el resorte de la trampa, un soberbio ejemplar
de laucha. Chilló al verse sorprendido, pues estaba todavía vivo, pero
no había modo que pudiese escapar.
Por decoro, omitiremos la
parte en que aquel peludo personaje abandonó -definitivamente- el
escenario, y continuaremos la historia con el queso, apenas ligeramente
mordido en una esquina, volviendo a ocupar el lugar que, por efectos del
brusco golpe, se vio forzado a abandonar.
El marido instaló la
trampa nuevamente, según diría a su esposa al volverse a acostar,
precisamente porque el cebo había quedado casi intacto, pero sin pensar
siquiera por un momento en que pudiese haber real necesidad. El ofensor
estaba ya muerto, descansaba en paz, y en paz también podría descansar
ahora él, sin que su esposa lo despertara -como en días pasados- al
menor ruido que sentía.
Pero ni siquiera alcanzó a meterse a la
cama, cuando el chasquido aquél se volvió a escuchar, nítidamente, en el
silencio de la noche. "Madre patria", dijo él, "yo sabía que la había
armado demasiado en la orilla, se soltó la porquería". Y partió a
arreglarla, sin escuchar a su esposa que le decía que para qué, si ya no
se necesitaba.
Es que para él no cabía eso de hacer las cosas mal, caramba, ¿cómo no iba a ser capaz de montar bien una miserable trampa?
Llegó
a la cocina, encendió la luz y, al ir a recoger la trampa, la sorpresa
fue total: había otra laucha allí, esta vez inanimada. Incluso la trampa
lucía grandes manchas de sangre fresca, de tal manera había agarrado al
pobre animal.
Bueno, el occiso no podía quedar ahí, de modo que
lo retiró y lo arrojó con el otro, en lo profundo del basurero. El sólo
hecho de estar manchada la trampa quitaba hasta las ganas de
manipularla, pero cuando iba a dejarla ahí mismo, para limpiarla al día
siguiente, se encontró -no sin sorpresa, con el dado de queso, aún
intacto, en el piso.
Se rascó la cabeza, lo pensó un par de
veces, y bueno, no lo podía dejar ahí, sin uso, de manera que a medias
limpió la sangre, puso el queso y la trampa volvió a su estratégico
lugar.
De vuelta a la cama, contada la historia, pasada la
euforia del momento y con la conciencia tranquila de quien ha cumplido
su deber de marido (eliminar las peligrosas alimañas que atacan el
hogar), se dispuso a dormir. Y con tan buen ánimo enfrentó esa tarea,
que no pasaron ni cinco minutos cuando ya estaba dormido.
Era
noche cerrada cuando se sintió sacudido por el hombro, y escuchó a su
mujer que le decía: "la trampa, saltó la trampa". Él, como todo buen
marido que se precie de tal, no le creyó nada a su mujer. ¿Cómo podría
haber saltado la trampa? Imposible. ¿Qué laucha se acercaría a una
trampa todavía manchada con la sangre de su pariente? No, el olor a
muerte las aleja inmediatamente. Y quiso volverse a dormir.
Obvio,
la esposa, como toda buena esposa que se precie de tal, lo sacó de un
ala de la cama, y lo mandó a investigar, sin parar mientes en que fuesen
las 2 de la mañana.
Y obvio también, como ocurre siempre que
una esposa afirma algo, tenía razón: allí, detrás de la cocina, preso en
la trampa y al lado del trozo de amarillo y mantecoso queso, apenas
mordido, estaba el cadáver de un tercer ratón.
Si no es algo
extraño, inusual, extraordinario, atrapar tres ratones en una noche con
la misma trampa (jamás lo he oído contar), atraparlos con el mismo queso
no puede, definitivamente no puede, ser algo común y normal...
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