Hay gente a la que dan ganas de ponerlas en el tajo, definitivamente.
Estaba en la farmacia, la del barrio, como la mejor del centro, pero había escasez de dependientes, por lo que la gente que esperaba su turno no era poca. Y le tocó a una señora que, hay que decirlo, sobrevive todavía sólo por la gracia de dios, ya que varios de los aquí estamos la hubiésemos despachado -con tantísimo gusto y escaso remordimiento- de haberse quedado un minuto más.
No faltará quien diga que estoy exagerando, eso es seguro, pero ello se debe, obviamente, a que no estaban aquí en el momento de los hechos.
Atendían la farmacia la más experimentada de sus dependientas (dicho así para no caer en la grosería de mencionar su edad), y la menos idónea de sus farmacéuticas (dicho así para no incurrir en denostación), hechos ambos que, sumados por efectos del destino, venían a resultar en una atención azás lenta.
Pero volvamos a la susodicha, sujeto y objeto de esta historia.
Ya que le tocó el turno, desplegó su receta y una larga explicación, que poco venía al caso, pues si compras con receta no importa quién sea el enfermo, ni cuál la enfermedad, no pueden venderte sino lo que en la receta dice, por lo que explotarse sobre el tema no sólo es inútil, sino una falta de consideración para con el rebaño que, pacientemente, rumia la mala suerte de haberse topado con tal considerada dama.
Y he aquí que, luego del largo conciliábulo, la transacción comercial parece estar lista para concretarse, pues la dependienta anuncia -no sin un tono de satisfacción en la voz- que la suma asciende a los treinta y un mil seiscientos cuarenta pesos. Y cuando se dibuja ya una esperanzada sonrisa en nuestros rostros, la clienta (bienaventurada clienta) anuncia a su vez, sin ni el más mínimo temblor en la voz, que no le alcanza el dinero. Y llama entonces por teléfono a una secuaz -que no cabe llamarla de otra manera- para que le lleve lo restante. Afortunadamente estaba no demasiado lejos, de manera que aparece antes de que ninguno haya alcanzado a morir de desesperanza. Y, previa conversación, decide dividir la compra entre lo que indica la receta y un miserable Geniol, cuyo valor no alcanza los mil quinientos pesos, según la ley del redondeo. Y por esa mísera suma, por la que pedirá reembolso (sí, como se oye), obliga a la -no entiendo cómo- imperturbable dependienta a anular la venta y hacerla de nuevo. Lo hace. Cobra, recibe el dinero, entrega la boleta y el nutrido número de papeles que suelen entregar en las farmacias, y suspira aliviada al ver por fin concluida la condenada venta.
Pero, ¡no!, que no sale de la caja. ¿Qué hace? Revisa la boleta, ve el precio del antibiótico, y volviéndose, pregunta: ¿Qué no hay una opción más barata? Lo sorpresivo de la interrogante pilla mal parada a la dependienta, y la hace decir «tendría que revisarlo», frase que será inmediatamente respondida con un perentorio ¡revíselo!.
Y he aquí que, revisado, hay una opción más barata y un genérico bastante más barato, por lo que la susodicha, sin importar que su compra finalizó, y que habemos una docena de impacientes pacientes esperando por su turno, exige anular la compra y hacerla de nuevo. Todo de nuevo, a excepción del Geniol, que ya quisiéramos todos (lo veo en sus caras) que fuese cianuro.
Anular venta, realizar venta, devolver la diferencia, toma los papeles, el dinero, se empieza a alejar, mira el billete de diez mil, ¡se devuelve! ¡válganos Cristo, se devuelve! y le dice a la ahora atónita dependienta: ¿déme los diez en sencillo?.
Caos total, todos quedamos paralizados. La dependienta, como si fuese una zombi, como si le hubiesen quitado, robado, sustraído la voluntad, mira el billete, mira a la mujer, mira la caja que aún tiene abierta y va a contestar que sí, vemos formarse el sí en sus labios, pero no llega a a decirlo, porque -¡al fin, por fin!- la farmacéutica recuerda que ella tiene el poder sobre la dependienta, y le dice, sin alzar la voz, casi soterradamente, «dile que nó». Y la dependienta, actuando bajo el influjo de años de obediencia, cierra la caja de golpe y dice: «no tengo».
La mujer la mira, estupefacta, por unos segundos, para luego volverse y salir, con sus remedios, su billete y su secuaz, refunfuñando en protesta por la mala atención.
Y con eso, pareció disiparse el lóbrego y ominoso ambiente que nos rodeaba, se desfruncieron los ceños y los criminales pensamientos que nos embargaban hasta un momento atrás, se disolvieron en el éter.
Se libró por poco, en serio, por poco.