LOS
PEATONES ESTÁN LOCOS
(Del libro Vida en familia, de Giovanni Guareschi)
Era una noche maravillosa y me
sentía fuerte, sereno, reposado, no llevaba equipaje, no tenía asuntos urgentes
y, en lugar de esperar un tren que me llevase hacia el Norte, decidí hacer a
pie los treinta kilómetros largos de carretera.
Hoy en día, viajar a pie es un lujo
que sólo pueden permitirse los millonarios, y yo, aquella noche, me sentía
joven e incluso riquísimo.
Salí de la estación y me puse en
camino a buen paso y, en cuanto pude, abandoné la carretera nacional, rugiente
de caravanas de automóviles hediondos y ruidosos, y emboqué la provincial.
No es para tomarlo a risa. Ustedes,
pobrecillos condenados permanentemente a viajar en coche o en avión a la
velocidad del viento o del sonido, no se imaginan en absoluto la alegría que
proporciona a un hombre poder viajar empleando el único medio justo
proporcionado por la
Naturaleza , a la velocidad del hombre.
El caballo, que viaja siempre a la
velocidad del caballo, el perro, el gato, el ternero, que viajan,
respectivamente, a la velocidad del perro, del gato y del ternero, lo saben
bien y de ello extraen enorme goce para su salud física y espiritual (han visto
alguna vez un perro o un caballo obligados a recurrir al psicoanalista?).
Treinta kilómetros a pie por
carreteras entre campos en una mágica noche de mayo: he aquí una forma
maravillosa de ocupar el tiempo libre.
Pensaba que me sería dado
contemplar, segundo a segundo, el milagroso espectáculo de la salida del sol y
del renacer de los colores.
El ritmo turbulento y el fracaso de
una vida estúpida que ha convertido al hombre en el esclavo de un número
impresionante de máquinas, ha arrebatado al hombre el placer de escuchar el
rumor de su paso. Esa es una música bastante mejor que la beat, con
efectos fascinantes cuando se atraviesa algún silencioso grupo de casas y se
despiertan ecos que anidan en los viejos muros y en los patios.
Ta... Ta... Ta.-. ¡Qué bien suenan
mis suelas de buen cuero sobre el asfalto endurecido por el fresco de la noche!
El ritmo esparcido por mis pasos hace aflorar alegres marchas militares de las
abisales profundidades de mi memoria.
Comienzan a emerger de nuevo viejos
sueños de gloria.
Pero el progreso mecánico está al
acecho. Un ruido intruso llega por mi espalda y echa a perder todo el
espectáculo. Me acerco a la cuneta, pero el intruso me ha descubierto. Me
rebasa y, luego, chirriando, se detiene. La luz de una linterna eléctrica me
deslumbra.
Es una patrulla de la Policía. Me piden los
documentos y yo alargo el documento de identidad.
—¿De dónde viene? ¿A dónde se
dirige?
Explico que vengo de P. y que
regreso a mi pueblo.
—¡Está a más de treinta kilómetros!
—objetan.
—A treinta y tres —preciso.
—¿Y cómo es que hace usted treinta y
tres kilómetros a pie?
Aclaro que he llegado a la estación
a destiempo.
—¡Ah! No tenía usted dinero para
tomar otro tren.
Muestro estúpidamente un fajo de
billetes de diez mil, y el hecho de que un hombre cargado de dinero haga. de
noche, treinta y tres kilómetros a pie resulta cuando menos sospechoso.
—¿Cómo ha conseguido usted tanto
dinero?
—He cobrado un giro en el Banco.
Un giro como éste.
Saco un giro a mi nombre y hasta
el sobre del certificado dirigido a mí.
El caso se hace cada vez más sospechoso. Me estudian con atención. Soy feúcho y voy mal vestido, pero no tengo aspecto de ladrón. Por añadidura, los ladrones no se hacen dirigir giros a su nombre, sino que exigen dinero contante.
El caso se hace cada vez más sospechoso. Me estudian con atención. Soy feúcho y voy mal vestido, pero no tengo aspecto de ladrón. Por añadidura, los ladrones no se hacen dirigir giros a su nombre, sino que exigen dinero contante.
Dada la edad respetable y los
bigotes no tengo en absoluto el aspecto del tipo que, atosigado por los celos,
da muerte a la mujer y, luego, vaga en la noche, atormentado por el
remordimiento.
Me meten la linterna eléctrica
debajo de las mismas narices, tal vez para verificar que mis bigotes son
auténticos. Resultan auténticos y no puedo hacer pensar en absoluto que soy un
espía internacional disfrazado, Exhibo otros documentos y el que lleva galones
los estudia atentamente y, luego, me los devuelve.
—Sí, está bien —exclama—. Pero
aún no nos ha dicho qué hace usted aquí, en campo abierto, a la una de la
madrugada.
—Regreso a casa...
—¡Qué gracia! —replica
fastidiado—. Una persona normal, provista de medios como usted, no hace treinta
y tres kilómetros de carretera a pie, de noche.
—Quiero descansar un poco
—explico estúpidamente.
Y soy sincero porque para un
desgraciado condenado a pasarse todo su tiempo sentado a un escritorio, o a la
mesa, o en un coche, o tumbado en una cama, el único reposo posible consiste en
estar de pie. Pero la contestación es mal interpretada.
—No se haga el gracioso y
conteste a mi pregunta: ¿cómo justifica usted su presencia aquí?
Es difícil ser creído cuando se
dice la vulgarísima verdad. Me limito a abrir desoladamente los brazos, y el de
los galones me habla con voz dura:
—¿Por qué nos ha hecho perder
tanto tiempo? ¡Vamos! ¡Cuente ahora la historia tal como es!
En aquel momento llegó un
«Pantera» y se apeó de él un oficial al que el de los galones explicó en voz
baja el caso. Luego, le presentó al sujeto iluminándome la cara con la linterna.
El oficial se echó a reír y me
preguntó muy divertido cómo me había dejado atrapar mientras vagaba de noche
por el campo en actitud sospechosa. Nos conocíamos desde hacía años. Me dijo
que debía volver a mi pueblo y se ofreció a llevarme a casa en coche.
—Gracias —contesté—, pero
preferiría ir a pie, a menos que exista alguna prohibición en contra.
—Es usted libre de ir a donde
guste —explicó--.. Pero no se extrañe si alguna patrulla lo para. En la Era de la motorización, cuando
incluso los ladrones de pollos van a desvalijar gallineros en «Giulietta»,
resulta muy sospechoso que un individuo vague de noche, a pie, por el campo. Y,
para colmo, solo.
Tenía razón. En la Era del rebaño, el hombre solo
es considerado un anormal. Pero estaba decidido. Aun a costa de correr el
riesgo de ser confundido con un hombre de bien, proseguiría a pie.
El oficial me miró preocupado,
sacudiendo la cabeza y, luego, me deseó buen viaje y se alejó junto con los
otros.
Era una noche milagrosa y yo
andaba, lleno de entusiasmo, hacia el alba, y no estaba solo porque me
había encontrado todo yo mismo. Es increíble cómo se ve claro en la propia vida
caminando solo en la oscuridad de la noche.
Caminé tranquilamente durante
más de una hora y, luego, llegó un coche que se detuvo ante mí.
—¿Se puede saber qué haces aquí
a las dos de la madrugada?
Reconocí la voz de Margarita y
contesté fastidiadísimo:
—¡Será mejor que me cuentes cómo
te encuentras aquí, en lugar de estar en la cama!
—¡Ah! —replicó——. ¿De modo que
tendría que estar en la cama después de que un oficial de Policía me ha
advertido por teléfono que el desgraciado de mi marido vaga a pie por el campo
desierto, con aire de desequilibrado? Giovannino, cuando te dé por agarrar una
cogorza, ¿no podrías evitar dar un espectáculo en la vía pública?
—No he bebido y no doy ningún
espectáculo. ¡Quiero, simplemente, caminar!
Se oyó la voz de Gio’:
—¡Suba! Ya reñirá después.
Ahora, suba y larguémonos, que yo tengo sueño.
Respondí que se marcharan.
—¡Yo quiero andar y ver salir el
sol!
—Puedes verlo desde la ventana
de tu cuarto —dictaminó Margarita—. O subes o me pongo a chillar.
Estábamos en las proximidades de
un grupo de casas, y tuve que subir. Una vez en casa, Margarita me dijo
dulcemente que había que llamar al médico.
—¡Qué médico, ni qué médico! —se
entremetió Gio’—. Lo que necesita es un psiquiatra. Telefonee al manicomio, por
si acaso.
Corrí rugiendo a esconderme en
mi palomar.