23 de julio de 2016

La suegra (de Natalia Tolstaya)

En los años setenta gustaban los físicos. En el cine te enseñaban cómo vivían los científicos. Por las mañanas, aceleraban partículas en el laboratorio, y después del almuerzo -café y cigarrillo- escribían en la pizarra sus galimatías. Uno de ellos hablaba con aire iluminado sobre su trabajo y los demás, en batas blancas y con los brazos cruzados sobre el pecho, guardaban silencio. Luego venían las discusiones, las réplicas irónicas. Ya entrada la noche, los sabios se marchaban a casa. Caía la lluvia, pasaba un solitario tranvía, y una muchacha lo seguía con la mirada. Luego venían los créditos.
Para conocer a un físico había que ir de vacaciones a Carelia, a las rocas. Allí habían detectado unos rebaños de hombres sin casar y en su mayoría de formación científica. Aquellos seres permanecían horas enteras colgados de las paredes rocosas, dudando sobre dónde poner el pie. Junto a los escaladores colgaban mujeres jóvenes: criaturas deseosas de formar una familia; para eso habían ido allí.
Yo nunca conseguí encaramarme a una roca. Constantemente se me mojaban las zapatillas y por las noches, del frío, me dolían los dientes. Mi compañera de tienda de campaña, cuando salía a rastras afuera, me pisaba la cara. Otras se dedicaban a cantar junto a las hogueras, y luego recordaban aquellos tiempos como los años más felices de su vida. Yo,en cambio, deambulaba a solas pensando en lo incómodo de aquel lugar y sobre que además aquellos científicos de roca no me necesitaban para nada.
Cuando tienes veintisiete años, te despiertas perpleja y te duermes deprimida ante la idea: ¿por qué nadie se casa contigo?
Tuve un doctor en ciencias biológicas que durante un tiempo trabajó en una sección de recogida de envases vacíos. Pero la cosa olía a disidencia y a teléfono pinchado. Qué ganas de empezar una nueva vida con la condena de «no puede salir al extranjero».
Otra variante fue un joven intelectual impregnado de tabaco, depositario de una pequeña colección de sofismas para cada día: «el vacío genera la estructura» o «estoy harto de esta constante mitológica». A veces este culturólogo descendía a la tierra y me distraía con historias sobre el tema: cómo largarse del país sin que te pesquen.
-Después de la guerra vivimos en los países bálticos, yo aún iba a la escuela. Cuando Estonia se hizo soviética, el tío Hugo y la tía Támara empezaron a hacer acopio de grasa de ganso. Un día se untaron de grasa para no quedarse congelados, hincharon unos neumáticos y se fueron nadando a Finlandia. Cien kilómetros tan sólo, nada, un paseo. Desde el cincuenta y uno viven allí; sus nietos siguen en Finlandia...También una familia checa, padres de tres hijos, se fabricaron un globo con unos impermeables «Bolonia», llenaron el globo de gas, se llevaron unas bicicletas, comida y se largaron volando a Austria. El globo aterrizó en el lugar previsto. Los checos se subieron a sus bicicletas y se fueron a la policía a entregarse. Los pastelillos hechos en casa aún no habían tenido tiempo de enfriarse.
Estos relatos llenaban de emoción a mi esteta, hasta el extremo de que empecé a sospechar que también encontraría la manera de escapar de mí.
Pensara lo que pensara sobre quién sería mi futuro marido, nunca se me ocurrió la idea de que éste podría tener una madre y de que yo tendría, si no vivir, sí al menos hablar con ella.
El novio apareció -como ocurre siempre- donde menos lo esperaba: en mi propio edificio. Lo vi por primera vez en nuestro patio. El hombre iba sumergido en sí mismo, arrastrando la hojarasca con los pies, las manos en los bolsillos y una cartera bajo el brazo. Me pareció un ser solitario y desdichado. Pero no un caso perdido del todo. Allí había en qué trabajar. Lo incluí en el grupo de los vertebrados superiores. Características: tenía cráneo y boca articulada. Observando por las mañanas a través de la ventana descubrí que el individuo atravesaba nuestro patio en dirección a la parada del tranvía y se subía al treinta y uno. Yo también empecé a salir de casa a las ocho y media; viajábamos en el mismo tranvía. El llegaba hasta la punta de la isla Visílievski y luego desaparecía en un patio de la Academia de Ciencias.
Al medio año nos casamos.
Su madre, Vera Románovna, había sido en su juventud una copia exacta de Liubov Orlova. Cuando miraba sus fotos de hacía cuarenta años, me asombraba al comprobar que ya a los dieciocho años llevaba el mismo peinado de entonces: el pelo cortado recto y bucles en las sienes. Para conservar estas prehistóricas ondas rubias se pasaba horas arreglándolas, dándoles forma. Vera Románovna sacaba a menudo el espejo y se miraba pensativa en él: se cercioraba si no había perdido sus encantos. Era realmente muy bella, y para sus contemporáneos, todo un ideal. Yo la llamaba en secreto «Miss años treinta».
En el treinta y siete huyó de Perm para que la sombra de sus padres arrestados no cayera sobre su joven vida. Tras verter unas lágrimas, Vera borró a sus apestados viejos de su biografía, cerrando así la puerta que conducía a los infiernos. Aquel mismo año ingresó en una facultad en Leningrado.
-Me venían a ver de otras facultades -decía hojeando su álbum de fotos. En el álbum guardaba una tarjeta sin pegar, que siempre se caía cuando alguien lo abría. La foto era de un estudio fotográfico, hecha ya en la época soviética. Un joven sacerdote se sentaba junto a una mesilia y a una columna de cartón piedra, y a su lado, con la cabecita inclinada sobre un hombro, se alzaba un querubín: mi suegra.
Le pedí aquella foto a Vera Románovna y pasados muchos años se la enseñé a mi hijo escolar.
-¿Quién crees que es?
-El pope Gapón. ¿No...? Entonces será Rasputin.
La primera vez que vi a mi suegra fue en nuestra dacha. Yo había llegado a pasar unos días de descanso y me acosté temprano. Me despertó mi hermana.
-Levántate; ha llegado la madre de éste... ¿Cómo se llama? Bueno, de tu hombre.
Me eché encima una bata rota y salí descalza al porche. Ante mí apareció una rubia madura de aire joven con sombrero, velo y en un traje entallado de color rosa.
-Soy la mamá de Fedia. Lo necesito con urgencia.
-Fiódor no está. Y tampoco pensaba venir...
-Pero viene aquí con usted; él mismo me lo ha dicho.
A qué tantos nervios, pensé. Tu Fiódor, ya te lo he pervertido. Y además, sin siquiera presentarte, ni un saludo...
-¿Cómo nos ha encontrado?
-He venido en coche con Yefim Mijáilovich. Y las desgracias nunca vienen solas: nos hemos quedado atascados en un pantano. ¿No tendrán por aquí algún hombre que nos ayude con el coche?
No había ningún hombre por los alrededores. De modo que mi hermana y yo, armadas de palas y con las botas de goma puestas, nos encaminamos en silencio hacia el pantano. El viejo «Moskvich» se había caído de lado no en el pantano sino en una zanja. Yefim Mijáilovich el padrastro de Fedia, un elegante señor con boina, nos saludó con aire tenebroso.
-Fima, tenías razón. Fedia no está aquí. ¿Has tomado tu medicina? Desabróchate la corbata
-Vera, haz el favor de callar. Tú has insistido y yo he venido. Ahora sin un cable no podremos sacar el coche, y yo mañana por la mañana tengo un consejo de estudio.
Vaya par de desastres, pero parece buena gente -pensaba yo mientras recorría el bosque en dirección al poblado donde había una unidad militar. Cuando regresé en un camión con el rótulo de «Personal» ya había oscurecido. Dos amables oficiales sacaron en un instante el «Moskvich» de la zanja, pero Yefim no quería abandonar su papel de víctima: el día echado a perder, los pantalones sucios. El hombre sacó el billetero para pagar a los muchachos y los faros iluminaron el amargo rictus de su boca: más gastos absurdos.
Vera Románovna me abrazó al despedirse; al parecer, había llegado a la conclusión de que, por desgracia, yo era algo inevitable. Yo no le había gustado, de eso no había duda. Hubiera preferido de nuera a una niña tímida y simple, curiosa y obediente. Pero la intuición me decía que ya encontraríamos algo en común, todo era cuestión de tiempo.
Cuando me casé con Fedia, Vera Románovna optó por una estrategia infalible: contar a los conocidos y compañeros de trabajo lo feliz que era su hijo al haberse casado conmigo. De este modo intentaba, ingenuamente, hacerme bajar la guardia. Estimé en lo que valía su buena voluntad y me juré pagarle con la misma moneda.
Fedia guardaba hacia su madre un rencor viejo y profundo. Lo trajeron a Leningrado sólo cuando llegó al octavo curso4, hasta entonces lo habían dejado con unos parientes lejanos en un callado pueblo de más allá del Volga: gallinas entre hierba alta, cartillas para la harina, una biblioteca quemada hacía mucho y la más completa ignorancia de que en algún otro lugar existiera una vida distinta. Fedia no recordaba a su padre y no deseaba hablar del tema.
Nos instalamos, gracias a Dios, en un piso aparte, en el antiguo apartamento de Yefim Mijáilovich, donde el diablo se dejó los cuernos. Sin metro ni tiendas. Los dos éramos estudiantes de doctorado sin derecho a otro empleo. Y bien, decidí yo: me pondré a trabajar, trabajaré con todas mis fuerzas. Y tenía muchas.
Fedia, después de inspeccionar su medio entorno, se echó en un camastro. Mientras yo preparaba la tesis, daba clases particulares, intentaba hacerme amiga del carnicero y congraciarme con el director de una distribuidora de libros, él seguía tumbado en el camastro, mirando por la ventana hacia un descampado. Cuando nació el pequeño Fedia, mi marido se trasladó del camastro al sillón y se enfrascó en la lectura de un libro. Leía todo lo que le caía a las manos, hasta los periódicos que el viento arrastraba a nuestro balcón.
-Escucha esto: «Una mujer que se encontraba en la bañera se precipitó, atravesando dos pisos, al apartamento de un solterón...». Y esto otro: «Ha salido a la venta una crema para la cara llamada Stendhal». Seguramente para mujeres de edad madura, como las del Balzac. ¿Eh, a que tiene gracia?
Los domingos Vera Románovna nos invitaba a su casa y nos daba de comer. Aún sigo visitándola, aunque ya no hay comidas. Los muebles, el televisor, todo allí tenía más de treinta años, todo eternamente incómodo, aunque en su tiempo, a principios de los sesenta, tanto el secreter de madera pulimentada como la mesillarevistero de patas retorcidas se consideraban el no va más del encanto y se conseguían bajo mano. Hasta los libros eran los mismos que tenía toda la intelectualidad asueldo: Dreiser, El libro de la cocina sabrosa y sana, Los físicos bromean.
Por aquel entonces los científicos empezaron a salir al extranjero, algunos incluso acompañados de sus esposas. Los amigos se visitaban para escuchar historias sobre el extranjero y contemplaban con arrobo las insólitas adquisiciones: un posavasos redondo de cartón para la cerveza, una caja de cerillas con una vista sobre Plevna. Los invitados se morían de envidia.
A Yefim no le dejaron salir al extranjero, por razones de salud. Descubrieron que tenía los pies planos; por aquel entonces, esos detalles se miraba con lupa. Vera Románovna le compró a su marido un podómetro, y en los días de mal tiempo, en lugar de salir a pasear al parque, Yefim daba vueltas alrededor de la mesa del comedor, mientras su esposa le rayaba una zanahoria cruda.
En mi suegra la preocupación por su marido se expresaba en la forma de un frenesí entregado y constante. No le dejaba comer nada que tuviera fécula, le apagaba el televisor. Yo en su lugar hubiera reventado y le hubiera dado en la cabeza con una revista Ciencia y vida. En cambio a Yefim aquel zumbido le gustaba.
-Fima, se te ha puesto rojo el ojo izquierdo. Acuéstate en el diván y duerme un rato.
-Yefim, pasan cinco minutos de la una y aún no te has acabado la remolacha. Te han mandado que comieras puntualmente a tu hora.
-Has estornudado por la noche. No me repliques, lo he oído. Llama, por favor, al trabajo y suspende las horas de visita.
Él dormía en su despacho y ella en un cuarto pequeño impregnado de perfumes dulzones. Sobre unos estantes polvorientos se alineaban un montón de tonterías que ella por alguna razón apreciaba: un pececillo de plástico, unas zapatillas de souvenir del tamaño de una moneda, una cajita cubierta de conchas Hasta pronto en Sochi.
Mi experiencia de la vida no era grande, pero sí la suficiente como para comprender lo siguiente: Vera Románovna no quería a Yefim Mijáilovich y ahogaba su desamor en una protección extenuante. Por su bien.
Un día que pasé por casa de Vera Románovna para recoger la ropa para la lavandería, la mujer se puso a recitar la letanía de siempre: «Fedia está enamorado de usted como un chiquillo». Escuchar aquello daba náuseas, porque de mi ruptura con su hijo estaba enterado todo el mundo, sólo ella no se daba cuenta de nada.
-Vera Románovna, cuénteme sobre sus maridos. Quiero saber el qué, el cómo y, sobre todo, el porqué.
La mujer se echó a reír, pero luego se le nubló la mirada.
-El padre de Fedia era un ingeniero jefe y yo una becaria. Imagínese: el bloqueo, y yo sin nadie en Leningrado, mis padres habían muerto. Sin él estaba perdida. Y él me sacó en avión de la ciudad, me salvó. Luego nació Fedia.
-¿Y cómo es que su ingeniero jefe no se casó con usted?
-Yo no le culpo de nada: tenía mujer, hijo.
-¿Lo amaba?
-No lo sé... El me cortejaba, nos había alquilado una dacha.
-¿Y el segundo marido?
-Alekséi Alekséyevich me vio en plena calle, eso ya fue después de la guerra. Me vio y ¡al bote!, se enamoró perdidamente. Me salía a recibir, meacompañaba. Me tiraba ramos de flores a la ventana.
-¿Y usted?
-Yo, a decir verdad, lo estuve mareando. «Más tarde, ahora no, que tengo un niño pequeño». Él estaba dispuesto a todo, de rodillas lo tenía... Al final nos unimos. Era un hombre extraordinario, inteligente, generoso, pero yo no podía vivir con él. Bueno... Usted ya es mayor, me entiende. Se marchó a trabajar al Cáucaso y allí perdió la vida. No conozco los detalles.
Cuando me ponía el abrigo en el recibidor, siempre encontraba dinero en el bolsillo. «Quédeselo, quédeselo. Pero que no se entere Yefim. Que se enfadaría».
Antes de año nuevo nos llamó: «Yefim Mijáilovich está en el hospital. Los médicos dicen que no hay esperanzas». Le instalaron una cama en la sala y se pasó dos meses sin salir del hospital. Cuando todo acabó, no la reconocí.
Vi a una anciana con las sienes blancas y las mejillas hundidas. Ella me sonrió entre las lágrimas: «¿Qué, ya no parezco Liubov Orlova?».
Nuestro divorcio coincidió con el primer aniversario de la muerte de Yefim Mijáilovich. Vera Románovna ya se había hecho a la soledad y recibió la noticia con calma.
-Sabía que esto acabaría mal. Usted es una mujer inteligente, brillante; Fedia, en cambio es un tipo corriente. Pero, ¿usted no me abandonará? ¿No le prohibirá a mi nieto que me venga a ver?
-¡Vera Románovna! ¡La quiero a usted mucho! En cuanto a Fedia, ya encontrará otra esposa y tendrá una familia feliz.
-No hay familias felices -dijo con esperanza, y este sincero deseo de que no hubiera familias felices me conmovió.
Cada día al dirigirme al trabajo paso junto a la casa donde los domingos a Fedia y a mí nos daban de comer. Vera Románovna ya no sale a la calle, pero en los días de buen tiempo se sienta en el balcón con un abanico; la veo desde el trolebús. A veces la llamo y le pregunto si necesita alguna cosa.
-Gracias, querida, no me hace falta nada. Pero si usted necesita dinero, pase por casa. Me pagan puntualmente la pensión... ¡ Ah sí! Si no se le olvida, recuérdele, por favor, a quien nosotras dos sabemos, que tiene una madre.

9 de julio de 2016

Edina Altara

El 9 de julio de 1898 nació Edina Altara, ilustradora, decoradora, pintora y ceramista sarda. Inició su carrera artística como autodidacta, llamando la atención del rey Victor Manuel III, quien compró su obra "En la tierra de los intrépidos sardos", realizada a los 18 años.

Pintó calendarios de propaganda, trabajó diseñando cerámica decorada para la Fábrica de Cerámica Faentina de Minardi. Se dedicó también a la moda diseñando en su propio taller y colaborando en la ilustración de numerosas revistas y publicaciones como La Sorgente, In Penombra, Rivista Sarda, Il giornalino della Domenica, Cuor d'oro, La Donna, Giornale dei Balilla, Noi e il mondo, Lidel, Fantasie d'Italia, Scena illustrata, Per voi Signora, Bellezza, Rakam, Grazia, La Lettura, Fili Moda, Sovrana, La Fiaccola e Il Secolo XX.

Como decoradora trabajó en el amoblado de cinco transatlánticos: Conte Grande, Conte Biancamano, Andrea Doria, Oceania y Africa. También fue importante su trabajo como ilustradora de una treintena de libros para niños.












Son interesantes los muñequitos de cartulina que fabricaba y que representaban tipos y escenas sardas.


7 de julio de 2016

Michelle Jenneke

Hace 4 años, en julio de 2012, una atleta australiana de 19 años se hizo mundialmente conocida, después del Campeonato Mundial Junior de Atletismo de Barcelona, no precisamente por haber ganado una medalla de oro (sólo llegó quinta en los 100 metros vallas), sino por su calentamiento previo a la competencia, a un costado de la cancha. A su juicio un calentamiento normal, con influencia de su amor por el baile, a ojos del mundo masculino -alimentados por un oportuno camarógrafo que lo filmó- era un "baile sexy", que se hizo rápidamente viral, después de terminados los Juegos, y que lleva (a estas alturas) 27 millones de visitas.



Obviamente, tras ese calentamiento vino cierta fama, algún patrocinador y comerciales televisivos.  A raíz de ello, Michelle Jenneke se ganó muchos partidarios, pero también no pocos enemigos, que veían en ella sólo a una oportunista, en busca de un rápido ascenso a una fama mediática. Ciertamente, con medio millón de seguidores en las redes sociales -hoy en día- no se puede negar que Jenneke -la aprovechara o no- tuvo esa oportunidad. Al menos, la ha utilizado en beneficio de entidades tales como el Consejo del Cáncer de su estado (Nueva Gales del Sur, Australia), del que es Embajadora. Por otra parte, aunque no es una deportista profesional, ya que parte de su tiempo lo utiliza en estudiar Ingeniería Mecanotrónica (algo así como una mezcla entre electromecánica y robótica), no puede negarse que es una deportista apta para competir a nivel mundial, ya que calificó para las olimpiadas ganando los 100 metros vallas con 12.93 segundos, marca que en Australia sólo supera la campeona olímpica Sally Pearson, quien tiene -obviamente- una mucho mayor trayectoria que esta novel corredora.

 
¿A santo de qué el tema? Bueno, a que el próximo mes comienzan las Olimpiadas de Río, y con ellas el debut olímpico de esta atleta. Ciertamente las rivales son muy duras, pues norteamericanas y canadienses son profesionales de carrera, que tienen marcas muy cercanas al récord olímpico de la australiana Sally Pearson (12.35), y, a fin de cuentas, todas las participantes califican con un tiempo inferior a 12.90 segundos, pero ¿quién sabe?, en una competencia olímpica cualquier cosa puede pasar.

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