Era temprano en la mañana, y el casino estaba lleno de gente que desayunaba. Sus voces, unidas en un sinnúmero de conversaciones, formaban un murmullo incesante, que subía y bajaba según si comían o hablaban en ese momento.
Por uno de los pasillos formados por las mesas, empujando un carrito con azúcar y servilletas, circulaba una muchacha, una joven que apenas pasaba los veinte, vestida con uniforme de mesera y cubierta la cabeza con un pañuelo (es el uniforme de quienes trabajan en el casino).
Contrariamente a lo que sucede comúnmente en ese comedor atestado de hombres, ante el paso de una mujer, pocos le prestan atención, o más de una mirada. Es que ella es una muchacha indígena, una india de piel muy oscura, ojos oblicuos y feos rasgos. No se ve atractiva, de ninguna manera, y menos aún enfundada en ese ancho delantal. Camina con los ojos bajos y -no sin vergüenza- se acerca a las mesas, a cumplir con su trabajo de rellenar los azucareros y servilleteros que estén vacíos. No se siente cómoda, ni siquiera tranquila, en ese lugar tan distinto a su pueblo, y frente a esos hombres que -sin ser tan diferentes a ella algunos- la miran con desprecio.
Nació y se crió en un pueblecito con tres docenas de casas, allá en el altiplano, a las faldas de un volcán. Se crió viendo a unas cuantas personas, todas como ella, y cuidando llamos y alpacas en las cercanías del pueblo. No puede pues acostumbrarse -todavía a esta edad- a trabajar rodeada de gente, que las más de las veces no es amable en absoluto.
Al pasar junto a una mesa, escucha una voz desagradable, que exclama a viva voz:
- ¡Y qué hace aquí, esta india culiá?!!
No sólo a ella le sorprende la frase, y la dureza con que está dicha, sino a todos en el comedor, incluyendo a los compañeros de mesa del autor de ella. Pero, sin embargo, aparte de unas miradas reprobatorias, nadie hace o dice nada. La muchacha, con los ojos húmedos, sigue con su trabajo, aunque es notorio que quisiera salir corriendo de ese lugar.
Un hombre, uno solo entre el centenar que hay allí, se siente obligado a hacer algo, se levanta de su asiento y se acerca a la mesa del ofensor. De pié a su lado, le dice:
- No debió decir eso, no debió decirlo. ¿No se da cuenta de lo que hace?
Ante la falta de respuesta, vuelve a su lugar, para continuar con su desayuno, pero nada más sentarse, escucha nuevamente -y todos con él- la misma voz que se alza para decir:
- Bueno, y qué tanto, con la india culiá?!
Y el hombre aquél cerró los ojos, apretó los dientes, y se levantó nuevamente. Y nuevamente fue hasta la mesa de aquél que había hablado y -con voz que parecía conciliadora, aunque no lo era- le dijo:
- No debiste decirlo. No debiste decirlo. ¿No ves que si para tí ella no es atractiva, ni importante, a lo mejor para otra persona lo es? Porque tú sabes que yo conozco a tu mujer, y es harto fea, más fea que ella (todos los oyentes se sorprendieron ante estas palabras) Pero está mal que yo te diga eso. No debería haberlo dicho, porque para tí no debe ser fea. Algo tienes que haber visto en ella que te hizo enamorarte y casarte.
Entonces, tú tampoco digas cosas como ésa. ¿No ves que ella también es una persona?
Y volvió a su mesa, sin esperar réplica. Réplica que nunca llegó, por lo demás.
El que había ofendido a la muchacha se puso de pié, tomó su bandeja y se retiró molesto, soportando las burlas de sus compañeros, que ahora sí, y para eso, habían sacado la voz.
Pasados un par de días, a la hora de la cena, la chica estaba ahí, de nuevo, en su trabajo de siempre, cuando desde una mesa la llamó un hombre. Era el que había hablado en su defensa, de modo que se acercó, con los ojos bajos, sin mirarlo a la cara. Él le pasó un formulario en blanco, y le dijo:
- Hay postulaciones para Trainee*. Postula.
Ella, sin decir nada, volvió a lo suyo, con la hoja en la mano.
(*Trainee es un programa de entrenamiento para conductores y operadores de cargadores).
Dos días después, mientras pasaba por entre las mesas con su carrito, alguien le tomó del brazo. Ella miró asustada, y era el mismo hombre, otra vez. Sin soltarla, le preguntó:
- ¿Postulaste?.
Sin mirarlo a los ojos, la chica respondió, casi en un susurro,
- Es que yo no tengo licencia para manejar.
- Postula -le dijo él- Eso no importa.
- Si yo nunca me he subido ni a un auto -dijo ella-.
- No importa -afirmó tajante él-. Siéntate.
Y -aunque no podía hacer eso mientras trabajaba- ella se sentó a la mesa, enfrente suyo.
El hombre empezó a preguntarle sus datos personales, y escribía sus respuestas en un nuevo formulario, que había sacado de un maletín. Al terminar, le pasó la hoja, y le dijo:
- Firma.
Y ella, calladamente, obedeció.
El hombre le dijo:
-Bueno, ahora sólo hay que esperar.
Y ella, otra vez en silencio, volvió a su trabajo.
Más tarde ese día, el hombre entregó el formulario al encargado de las postulaciones, y le dijo:
- Llámala.
El encargado quiso decir algo, pero él insistió, sin darle tiempo:
- Llámala.
Pasó
el tiempo, y la llamaron, y aunque no abandonó su costumbre de mirar
hacia abajo y guardar silencio, aprobó el entrenamiento, y la Compañía
la contrató como chofer de un camión de 250 toneladas.
Muchas cosas cambiaron con eso para ella, pues aunque para muchos en ese lugar no dejará nunca de ser una india culiá, ahora ya no es una mesera con un pobre sueldo, sino que es una operadora calificada que trabaja en una minera, y gana 7 veces lo que ganaba.
Quizá, con eso, ya no le duelan tanto frases como la de aquella vez. O quizá si le sigan doliendo igual. ¿Quién sabe?
¿Y el tipo que le dijo esa frase cruel?
Bueno, ahí sigue en su trabajo, seguramente odiándola más que antes, ya que ahora gana más que él... No creo que nunca se haya imaginado, ni en su peor pesadilla, que con decirle india culiá le iba a cambia la vida para su bien.
[Esto no es cuento, ocurrió de verdad. El hombre que la defendió era, por cierto, un instructor del programa Trainee, y se preocupó en todo momento de que saliera delante.]
La imagen es sólo para ilustrar, no tiene relación con la historia.
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