26 de octubre de 2016

Peatones

LOS PEATONES ESTÁN LOCOS

(Del libro Vida en familia, de Giovanni Guareschi)

Era una noche maravillosa y me sentía fuerte, sereno, reposado, no llevaba equipaje, no tenía asuntos urgentes y, en lugar de esperar un tren que me llevase hacia el Norte, decidí hacer a pie los treinta kilómetros largos de carretera.
Hoy en día, viajar a pie es un lujo que sólo pueden permitirse los millonarios, y yo, aquella noche, me sentía joven e incluso riquísimo.
Salí de la estación y me puse en camino a buen paso y, en cuanto pude, abandoné la carretera nacional, rugiente de caravanas de automóviles hediondos y ruidosos, y emboqué la provincial.
No es para tomarlo a risa. Ustedes, pobrecillos condenados permanentemente a viajar en coche o en avión a la velocidad del viento o del sonido, no se imaginan en absoluto la alegría que proporciona a un hombre poder viajar empleando el único medio justo proporcionado por la Naturaleza, a la velocidad del hombre.
El caballo, que viaja siempre a la velocidad del caballo, el perro, el gato, el ternero, que viajan, respectivamente, a la velocidad del perro, del gato y del ternero, lo saben bien y de ello extraen enorme goce para su salud física y espiritual (han visto alguna vez un perro o un caballo obligados a recurrir al psicoanalista?).
Treinta kilómetros a pie por carreteras entre campos en una mágica noche de mayo: he aquí una forma maravillosa de ocupar el tiempo libre.
Pensaba que me sería dado contemplar, segundo a segundo, el milagroso espectáculo de la salida del sol y del renacer de los colores.
El ritmo turbulento y el fracaso de una vida estúpida que ha convertido al hombre en el esclavo de un número impresionante de máquinas, ha arrebatado al hombre el placer de escuchar el rumor de su paso. Esa es una música bastante mejor que la beat, con efectos fascinantes cuando se atraviesa algún silencioso grupo de casas y se despiertan ecos que anidan en los viejos muros y en los patios.
Ta... Ta... Ta.-. ¡Qué bien suenan mis suelas de buen cuero sobre el asfalto endurecido por el fresco de la noche! El ritmo esparcido por mis pasos hace aflorar alegres marchas militares de las abisales profundidades de mi memoria.
Comienzan a emerger de nuevo viejos sueños de gloria.
Pero el progreso mecánico está al acecho. Un ruido intruso llega por mi espalda y echa a perder todo el espectáculo. Me acerco a la cuneta, pero el intruso me ha descubierto. Me rebasa y, luego, chirriando, se detiene. La luz de una linterna eléctrica me deslumbra.
Es una patrulla de la Policía. Me piden los documentos y yo alargo el documento de identidad.
—¿De dónde viene? ¿A dónde se dirige?
Explico que vengo de P. y que regreso a mi pueblo.
—¡Está a más de treinta kilómetros! —objetan.
—A treinta y tres —preciso.
—¿Y cómo es que hace usted treinta y tres kilómetros a pie?
Aclaro que he llegado a la estación a destiempo.
—¡Ah! No tenía usted dinero para tomar otro tren.
Muestro estúpidamente un fajo de billetes de diez mil, y el hecho de que un hombre cargado de dinero haga. de noche, treinta y tres kilómetros a pie resulta cuando menos sospechoso.
—¿Cómo ha conseguido usted tanto dinero?
—He cobrado un giro en el Banco. Un giro como éste.
Saco un giro a mi nombre y hasta el sobre del certificado dirigido a mí.
El caso se hace cada vez más sospechoso. Me estudian con atención. Soy feúcho y voy mal vestido, pero no tengo aspecto de ladrón. Por añadidura, los ladrones no se hacen dirigir giros a su nombre, sino que exigen dinero contante.
Dada la edad respetable y los bigotes no tengo en absoluto el aspecto del tipo que, atosigado por los celos, da muerte a la mujer y, luego, vaga en la noche, atormentado por el remordimiento.
Me meten la linterna eléctrica debajo de las mismas narices, tal vez para verificar que mis bigotes son auténticos. Resultan auténticos y no puedo hacer pensar en absoluto que soy un espía internacional disfrazado, Exhibo otros documentos y el que lleva galones los estudia atentamente y, luego, me los devuelve.
—Sí, está bien —exclama—. Pero aún no nos ha dicho qué hace usted aquí, en campo abierto, a la una de la madrugada.
—Regreso a casa...
—¡Qué gracia! —replica fastidiado—. Una persona normal, provista de medios como usted, no hace treinta y tres kilómetros de carretera a pie, de noche.
—Quiero descansar un poco —explico estúpidamente.
Y soy sincero porque para un desgraciado condenado a pasarse todo su tiempo sentado a un escritorio, o a la mesa, o en un coche, o tumbado en una cama, el único reposo posible consiste en estar de pie. Pero la contestación es mal interpretada.
—No se haga el gracioso y conteste a mi pregunta: ¿cómo justifica usted su presencia aquí?
Es difícil ser creído cuando se dice la vulgarísima verdad. Me limito a abrir desoladamente los brazos, y el de los galones me habla con voz dura:
—¿Por qué nos ha hecho perder tanto tiempo? ¡Vamos! ¡Cuente ahora la historia tal como es!
En aquel momento llegó un «Pantera» y se apeó de él un oficial al que el de los galones explicó en voz baja el caso. Luego, le presentó al sujeto iluminándome la cara con la linterna.
El oficial se echó a reír y me preguntó muy divertido cómo me había dejado atrapar mientras vagaba de noche por el campo en actitud sospechosa. Nos conocíamos desde hacía años. Me dijo que debía volver a mi pueblo y se ofreció a llevarme a casa en coche.
—Gracias —contesté—, pero preferiría ir a pie, a menos que exista alguna prohibición en contra.
—Es usted libre de ir a donde guste —explicó--.. Pero no se extrañe si alguna patrulla lo para. En la Era de la motorización, cuando incluso los ladrones de pollos van a desvalijar gallineros en «Giulietta», resulta muy sospechoso que un individuo vague de noche, a pie, por el campo. Y, para colmo, solo.
Tenía razón. En la Era del rebaño, el hombre solo es considerado un anormal. Pero estaba decidido. Aun a costa de correr el riesgo de ser confundido con un hombre de bien, proseguiría a pie.
El oficial me miró preocupado, sacudiendo la cabeza y, luego, me deseó buen viaje y se alejó junto con los otros.
Era una noche milagrosa y yo andaba, lleno de entusiasmo, hacia el alba, y no estaba solo porque me había encontrado todo yo mismo. Es increíble cómo se ve claro en la propia vida caminando solo en la oscuridad de la noche.
Caminé tranquilamente durante más de una hora y, luego, llegó un coche que se detuvo ante mí.
—¿Se puede saber qué haces aquí a las dos de la madrugada?
Reconocí la voz de Margarita y contesté fastidiadísimo:
—¡Será mejor que me cuentes cómo te encuentras aquí, en lugar de estar en la cama!
—¡Ah! —replicó——. ¿De modo que tendría que estar en la cama después de que un oficial de Policía me ha advertido por teléfono que el desgraciado de mi marido vaga a pie por el campo desierto, con aire de desequilibrado? Giovannino, cuando te dé por agarrar una cogorza, ¿no podrías evitar dar un espectáculo en la vía pública?
—No he bebido y no doy ningún espectáculo. ¡Quiero, simplemente, caminar!
Se oyó la voz de Gio’:
—¡Suba! Ya reñirá después. Ahora, suba y larguémonos, que yo tengo sueño.
Respondí que se marcharan.
—¡Yo quiero andar y ver salir el sol!
—Puedes verlo desde la ventana de tu cuarto —dictaminó Margarita—. O subes o me pongo a chillar.
Estábamos en las proximidades de un grupo de casas, y tuve que subir. Una vez en casa, Margarita me dijo dulcemente que había que llamar al médico.
—¡Qué médico, ni qué médico! —se entremetió Gio’—. Lo que necesita es un psiquiatra. Telefonee al manicomio, por si acaso.

Corrí rugiendo a esconderme en mi palomar. 

15 de octubre de 2016

Chilla, el impávido.



Impertérrito,
impávido, impasible,
un circunspecto zorro Chilla
pasó, pausadamente,
junto a nosotros.
Sin dedicarnos -ni tan solo-
una mísera mirada de soslayo,
siguió su camino
con imperturbable paso,
con británica flema
y pachorra rayana en desparpajo,
mostrando
la más absoluta y total indiferencia.

Pasó el Chilla
rebosando frialdad,
sin que pareciese siquiera
habernos notado,
diríase
sin que le importase un cuesco,
ni un maldito rábano,
que allí estuviésemos,
y se alejó ignorando por completo,
olímpicamente,
a la no poco abundante
-y aún menos poco bulliciosa-
humana concurrencia.

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